30 oct 2019
Jean Baudrillard – Transestética
Vemos proliferar el Arte por todas partes, y más rápidamente
aún el discurso sobre el Arte. Pero en lo que sería su genio propio, su
aventura, su poder de ilusión, su capacidad de denegación de lo real y de
oponer a lo real otro escenario en el que las cosas obedecieran a una regla de
juego superior; una figura trascendente en la que los seres, a imagen de las
líneas y colores en una tela, pudieran perder su sentido, superar su propio
final y, en un impulso de seducción, alcanzar su forma ideal, aunque fuera la
de su propia destrucción, en esos sentidos, digo, el Arte ha desaparecido. Ha
desaparecido como pacto simbólico por el cual se diferencia de la pura y simple
producción de valores estéticos que conocemos bajo el nombre de cultura: proliferación
hacia el infinito de los signos, reciclaje de formas pasadas y actuales. Ya no
existe regla fundamental, criterio de juicio ni de placer. Hoy, en el campo
estético, ya no existe un Dios que reconozca a los suyos. O, según otra
metáfora, ya no existe un patrón-oro del juicio y el placer estéticos. Le
ocurre lo mismo que a las divisas: actualmente ya no pueden intercambiarse y
cada una de ellas flota por sí misma, sin conversión posible en valor o en
riqueza reales.
El arte se halla en la misma situación: en la fase de una
circulación superrápida y de un intercambio imposible. La «obras» ya no se
intercambian, ni entre sí ni en valor referencial. Ya no tienen la complicidad
secreta que constituye la fuerza de una cultura. Ya no las leemos, sólo las descodificamos
de acuerdo con unos criterios cada vez más contradictorios.
En el arte nada se contradice. La Neo-Geometría, el Nuevo
Expresionismo, la Nueva Abstracción, la Nueva Figuración, todo coexiste
maravillosamente en una indiferencia total. Como todas esas tendencias carecen
de genio propio, pueden coexistir en un mismo espacio cultural. Como suscitan
en nosotros una indiferencia profunda, podemos aceptarlas simultáneamente.
El mundo artístico ofrece un aspecto extraño. Es como si
hubiera una estasis del arte y de la inspiración. Es como si lo que se había
desarrollado magníficamente durante varios siglos se hubiera inmovilizado
súbitamente, petrificado por su propia imagen y su propia riqueza. Detrás de
todo el movimiento convulsivo del arte contemporáneo existe una especie de
inercia, algo que ya no consigue superarse y que gira sobre sí en una
recurrencia cada vez más rápida. Estasis de la forma viva del arte y, al mismo
tiempo, proliferación, inflación tumultuosa, variaciones múltiples sobre todas
las formas anteriores (la vida motor de lo que ha muerto). Todo ello es lógico:
allí donde hay estasis, hay metástasis. Allí donde deja de ordenarse una forma
viviente, allí donde deja de funcionar una regla de juego genético (en el
cáncer), las células comienzan a proliferar en el desorden. En el fondo, dentro
del desorden actual del arte podría leerse una ruptura del código secreto de la
estética, de igual manera que en determinados desórdenes biológicos puede
leerse una ruptura del código genético.
A través de la liberación de las formas, las líneas, los
colores y las concepciones estéticas, a través de la mezcla de todas las
culturas y de todos los estilos, nuestra sociedad ha producido una estetización
general, una promoción de todas las formas de cultura sin olvidar las formas de
anticultura, una asunción de todos los modelos de representación y de
antirrepresentación. Si en el fondo el arte sólo era una utopía, es decir, algo
que escapa a cualquier realización, hoy esta utopía se ha realizado plenamente:
a través de los media, la informática, el vídeo, todo el mundo se ha vuelto
potencialmente creativo. Incluso el antiarte, la más radical de las utopías
artísticas, se ha visto realizado a partir del momento en que Duchamp instaló
su portabotellas y de que Andy Warhol deseó convertirse en una máquina. Toda la
maquinaria industrial del mundo se ha visto estetizada, toda la insignificancia
del mundo se ha visto transfigurada por la estética.
Se dice que la gran tarea de Occidente ha sido la
mercantilización del mundo, haberlo entregado todo al destino de la mercancía.
Convendría decir más bien que ha sido la estetización del mundo, su puesta en
escena cosmopolita, su puesta en imágenes, su organización semiológica. Lo que
estamos presenciando más allá del materialismo mercantil es una semiurgia de
todas las cosas a través de la publicidad, los media, las imágenes. Hasta lo
más marginal y lo más banal, incluso lo más obsceno, se estetiza, se
culturaliza, se museifica. Todo se dice, todo se expresa, todo adquiere fuerza
o manera de signo. El sistema funciona menos gracias a la plusvalía de la
mercancía que a la plusvalía estética del signo.
Con el minimal art,
el arte conceptual, el arte efímero, el antiarte, se habla de
desmaterialización del arte, de toda una estética de la transparencia, de la
desaparición y de la desencarnación, pero en realidad es la estética la que se
ha materializado en todas partes bajo forma operacional. A ello se debe,
además, que el arte se haya visto forzado a hacerse minimal, a interpretar su propia desaparición. Lleva un siglo
haciéndolo, obedeciendo todas las reglas del juego. Intenta, como todas las
formas que desaparecen, reduplicarse en la simulación, pero no tardará en
borrarse totalmente, abandonando el campo al inmenso museo artificial y a la
publicidad desencadenada.
Vértigo ecléctico de las formas, vértigo ecléctico de los
placeres: ésta era ya la figura del barroco. Pero, en el barroco, el vértigo
del artificio también es un vértigo carnal. Al igual que los barrocos, somos
creadores desenfrenados de imágenes, pero en secreto somos iconoclastas. No
aquellos que destruyen las imágenes sino aquellos que fabrican una profusión de
imágenes donde no hay nada que ver.
La mayoría de las imágenes contemporáneas, vídeo, pintura, artes plásticas,
audiovisual, imágenes de síntesis, son literalmente imágenes en las que no hay
nada que ver, imágenes sin huella,
sin sombra, sin consecuencias. Lo máximo que se presiente es que detrás de cada
una de ellas ha desaparecido algo.
Y sólo son eso: la huella de algo que ha desaparecido. Lo
que nos fascina en un cuadro monocromo es la maravillosa ausencia de cualquier
forma. Es la desaparición —bajo forma de arte todavía— de cualquier sintaxis
estética, de la misma manera que en el transexual nos fascina la desaparición
—bajo forma de espectáculo todavía— de la diferencia sexual. Las imágenes no
ocultan nada, no revelan nada, en cierto modo tienen una intensidad negativa.
La única e inmensa ventaja de una lata Campbell de Andy Warhol es que ya no obliga
a plantearse la cuestión de lo bello y de lo feo, de lo real o de lo irreal, de
la trascendencia o de la inmanencia, exactamente igual como los iconos
bizantinos permitían dejar de plantearse la cuestión de la existencia de Dios
—sin dejar de creer en él, sin embargo.
Ahí está el milagro. Nuestras imágenes son como los iconos:
nos permiten seguir creyendo en el arte eludiendo la cuestión de su existencia.
Así pues, tal vez haya que considerar todo nuestro arte contemporáneo como un
conjunto ritual para uso ritual, sin más consideración que su función
antropológica, y sin referencia a ningún juicio estético. Habríamos regresado
de ese modo a la fase cultural de las sociedades primitivas (el mismo
fetichismo especulativo del mercado artístico forma parte del ritual de
transparencia del arte).
Nos movemos en lo ultra— o en lo infraestético. Inútil
buscarle a nuestro arte una coherencia o un destino estético. Es como buscar el
azul del cielo por el lado de los infrarrojos o los ultravioletas.
Así pues, en este punto, no encontrándonos ya en lo bello ni
en lo feo, sino en la imposibilidad de juzgarlos, estamos condenados a la
indiferencia. Pero más allá de la indiferencia, y sustituyendo al placer
estético, emerge otra fascinación. Una vez liberados lo bello y lo feo de sus
respectivas obligaciones, en cierto modo se multiplican: se convierten en lo
más bello que lo bello o en lo más feo que lo feo. Así, la pintura actual no
cultiva exactamente la fealdad (que sigue siendo un valor estético), sino lo
más feo que lo feo (el bad, el worse, el kitsch), una fealdad a la segunda potencia en tanto que liberada de
su relación con su contrario. Desprendidos del «verdadero» Mondrian, somos
libres de pintar «más Mondrian que Mondrian». Liberados de los auténticos naïf,
podemos pintar «más naïf que los naïf», etc. Liberados de lo real, podemos
pintar más real que lo real: hiperreal. Precisamente todo comenzó con el
hiperrealismo y el pop Art, con el
ensalzamiento de la vida cotidiana a la potencia irónica del realismo fotográfico.
Hoy, esta escalada engloba indeferenciadamente todas las formas de arte y todos
los estilos, que entran en el campo transestético de la simulación.
En el propio mercado del arte existe un paralelo a esta
escalada. También allí, al haber terminado con cualquier ley mercantil del
valor, todo se vuelve «más caro que caro», caro a la potencia dos: los precios
se vuelven desorbitados, la inflación delirante. De la misma manera que cuando
desaparece la regla del juego estético éste comienza a corretear en todas
direcciones, también cuando se pierde toda referencia a la ley de cambio, el
mercado bascula en una especulación desenfrenada.
Idéntico desbocamiento, idéntica locura, idéntico exceso. La
llamarada publicitaria del arte está en relación directa con la imposibilidad
de cualquier evaluación estética. El valor brilla en la ausencia del juicio de
valor. Es el éxtasis del valor.
Por tanto, actualmente existen dos mercados del arte. Uno de
ellos sigue regulándose a partir de una jerarquía de valores, aunque éstos sean
ya especulativos. El otro está hecho a imagen de los capitales flotantes e
incontrolables del mercado financiero; es una especulación pura, una movilidad
total que, diríase, no tiene otra justificación que la de desafiar precisamente
la ley del valor. Este mercado del arte tiene mucho de poker o de potlatch, de space-opera en el hiperespacio del
valor. ¿Debemos escandalizarnos? No tiene nada de inmoral. De la misma manera
que el arte actual está más allá de lo bello y de lo feo, también el mercado
está más allá del bien y del mal.
En La transparencia del mal
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