John Berger - Una muchacha como Antígona

15 sept 2019

John Berger - Una muchacha como Antígona

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Una muchacha como Antígona


Calculo que mide unos ochenta centímetros por dos metros. Más o menos el tamaño de una litera de tren. No es de roble, sino probablemente de madera de peral, que tiene un color más cálido. Sobre ella hay una lámpara, también de madera, con un diseño que recuerda vagamente a los de la Bauhaus, que data, tal vez, de los años veinte, cuando la familia se trasladó a este piso. Una lámpara sencilla y funcional que casi parece artesanal, pero insistente en su promesa de modernidad, una promesa en la que ella no creyó nunca, ni siquiera un momento.

  La mesa está en la habitación en la que trabajaba y dormía cuando estaba en su casa. En su vida errante debió de pasar más tiempo leyendo y escribiendo en esta mesa que en cualquier otra.

  Nunca he conocido a nadie que la hubiera conocido. He mirado muchas fotografías suyas. Le hice un retrato basándome en una de ellas. Por eso tengo la extraña sensación de que puse mis ojos en ella hace mucho tiempo. Recuerdo los sentimientos contradictorios que me inspiraba: una antipatía física, una profunda sensación de ser totalmente inadecuado y algo semejante a la exaltación ante la ocasión de amar que ella parecía ofrecernos. Un amor, como en el Timeo de Platón, cuya madre es la pobreza. Era una persona desconcertante, de eso no cabía duda.

  Vi esta mesa en París la semana pasada. Detrás de ella hay una estantería que contiene los libros que leyó. La habitación es larga y estrecha, como la mesa. Cuando se sentaba detrás, la puerta le quedaba a la izquierda. Esta daba al pasillo: enfrente estaba la consulta de su padre. Cuando recorría el pasillo hacia la puerta principal tenía que pasar por la sala de espera, a su izquierda. Nada más salir de su cuarto se encontraba con los enfermos, o con quienes temían estar enfermos. Es posible que oyera a su padre despedir a cada paciente y recibir al siguiente.

  Bonjour, Madame, siéntese, por favor. Usted me dirá…

  A la derecha de su mesa está la ventana. Una ventana grande orientada al norte. La vivienda está en un sexto piso y la Rue Auguste Comte tiene una ligera pendiente, de modo que hay una extensa vista sobre París, desde los jardines del Luxemburgo, justo debajo, hasta más allá del Sacré-Coeur. Te acercas a la ventana, la abres, te apoyas en la barandilla sobre la que no se podrían posar más de cuatro palomas, y vuelas con la imaginación sobre los tejados y la historia. Es la altura exacta para dejar volar la imaginación: la altura a la que vuelan los pájaros hasta el extremo de la ciudad, hasta las murallas, donde acaba el presente y empieza una nueva época. En ninguna otra ciudad del mundo son tan elegantes estos vuelos. A ella le gustaba la vista de su ventana y desconfiaba profundamente de este privilegio.

  «Entre la verdad y la aflicción existe una alianza natural, porque ambas son suplicantes mudas, condenadas a quedarse eternamente sin habla en nuestra presencia».

  Empezó a escribir en esta mesa cuando estudiaba en el Lycée Henri IV y se preparaba para entrar en la École Normale. Para entonces ya había empezado el tercer cuaderno del diario que continuaría durante el resto de su vida.

  Murió en agosto de 1943 en un sanatorio de Ashford, en Kent. En el informe del juez se especifica que la muerte se debió a un «paro cardíaco debido a la degeneración de los músculos del miocardio como consecuencia de la inanición y de la tuberculosis pulmonar». Tenía treinta y cuatro años. El dictamen fue suicidio, porque había dejado de comer.

  ¿Qué tiene de especial su caligrafía? Es una caligrafía concienzuda, como la de una estudiante, pero cada letra, ya sea romana o griega, ha sido formada (casi dibujada) como un jeroglífico egipcio, tanto deseaba que todas y cada una de las letras de cada palabra tuvieran un cuerpo.

  Viajó a muchas partes y escribía en donde estuviera hospedada, sin embargo todo lo que escribió podría haber sido escrito aquí. Siempre que tenía la pluma en la mano, volvía en su imaginación a esta mesa a fin de empezar a pensar. Luego la olvidaba.

  Si alguien me preguntara cómo sé esto, no podría contestarle.

  Me senté detrás de la mesa y leí un poema que marcó un punto decisivo en su vida. Había copiado el poema en inglés con su caligrafía jeroglífica y se lo había aprendido de memoria. En los momentos en los que la dominaba la desesperación o el dolor de la migraña detrás de los ojos, lo recitaba en voz alta, como una oración.

  En una de esas ocasiones, mientras lo leía, sintió la presencia física de Cristo y se asombró. Las visiones, al igual que los milagros del Nuevo Testamento, la desagradaban; los encontraba demasiado fáciles. «… en ese súbito instalarse de Cristo en mí, ni mi imaginación ni mis sentidos tuvieron parte alguna; sencillamente sentí, cruzándose en mi dolor, la presencia del amor, una presencia similar a la que uno lee en la sonrisa de un rostro querido».

  Cincuenta años después, leyendo el soneto de George Herbert, el poema se transformó en un lugar, en una morada. Estaba deshabitada. Dentro tenía la forma de una colmena de piedra. En el Sahara hay tumbas y refugios así. He leído muchos poemas en mi vida, pero nunca había visitado uno. Las palabras eran las piedras de una habitación que me acogía.

  Abajo, en la calle, sobre la puerta del edificio (hoy tienes que teclear un código para entrar), hay una placa que dice: «Simone Weil, filósofa, vivió aquí entre 1926 y 1942».

En Fotocopias

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