17 sept 2019
Bram Stoker - La noche de la ciénaga ambulante
Pese a la tormenta, salimos sin perder ni un momento. No nos molestamos en llevar una linterna, después de pensar que su luz sería más una molestia que una ayuda, ya que nos impediría ver a lo lejos.
Bajamos la colina en dirección oeste, hasta llegar al borde de la ciénaga. Allí nos separamos, Dick siguió el contorno de la ciénaga colina abajo mientras que yo fui hacia el norte. Habíamos acordado una señal para llamarnos, en caso de que pudiera oírse entre la tormenta: el «coo-ee» australiano, que es el mejor grito para llamar la atención de alguien en el campo.
Cada poco, yo gritaba: «¡Norah! ¡Norah!», con la vana esperanza de que, mientras ella volvía a casa después de intentar encontrar a su padre, oyera mi voz. Pero no obtuve más respuesta que el bramido de la tormenta, entremezclado con el estruendo de las olas contra las rocas de la base de los acantilados.
Seguí adelante, por el borde de la ciénaga, hasta llegar al extremo más al norte, donde el terreno se elevaba, ganando solidez. Descubrí que la ciénaga en aquella zona estaba tan saturada de lluvia que hube de dar un amplio rodeo, por el costado occidental, en lo alto de la colina había un tosco refugio para el ganado, y se me ocurrió que Joyce podía haber ido allí a echar un vistazo a sus animales, y que Norah podía haber ido asimismo, buscándolo. Me apresuré en su dirección. El ganado estaba allí, arracimado al cobijo de un muro de terrones de tierra y de piedras. Grité todo lo fuerte que pude, desde el costado de barlovento, para que mi voz llegara más lejos.
—¡Norah! ¡Norah! ¡Norah! ¿Estás ahí?
Se produjo una pequeña agitación entre los animales, que respondieron con un par de mugidos acallados, pero no conseguí ninguna respuesta de aquellos a los que andaba buscando, así que corrí de nuevo hacia el extremo más alejado de la ciénaga. Al acercarme a la entrada de Cliff Fields grité cuan fuerte pude: «¡Norah! ¡Norah!», pero el viento se llevó mis palabras como si fueran cardos arrancados y, al no obtener ninguna respuesta, me sentí terriblemente solo entre la niebla.
Continué adelante, siguiendo el contorno de la ciénaga. Más abajo me vi protegido, en parte, del viento, ya que un caballete de rocas se interponía entre el mar y yo, lo que me llevó a pensar que quizás allí mi voz se oyera a mayor distancia. Tenía el corazón encogido por la angustia, pero insistí, empujado por la terquedad fruto de la desesperación.
Me pareció oír un grito entre la niebla. Era la voz de Norah. Fue apenas un instante y yo no estaba seguro de haberlo oído realmente o si la angustia había creado un espejismo sonoro para burlarse de mí. Sin embargo, fuera lo que fuera, me espabiló como si hubiera oído un toque de clarín; el corazón me dio un vuelco y la sangre se me agolpó en la cabeza, haciéndome sentir mareado. Agucé el oído, tratando de distinguir desde qué dirección había provenido el grito.
Esperé angustiado. Los segundos parecían siglos y el corazón me golpeaba el pecho como un martinete. Volví a oírlo, débil pero claramente. Grité otra vez, con todas mis fuerzas, pero la fuerza de la tormenta me derrotó de nuevo.
Se produjo entonces una repentina calma pasajera; un rayo iluminó los alrededores, y a unas cincuenta yardas distinguí a dos personas que peleaban al borde de las rocas. Aquel vistazo, que duró apenas una fracción de segundo, me bastó para distinguir la falda roja que, en aquel momento y en aquel lugar, no podía ser otra que la de Norah. Grité al mismo tiempo que me lancé a correr en su dirección, pero justo en aquel momento un trueno restalló sobre mí y, con el fortísimo y largo eco, todos los demás sonidos quedaron reducidos a la nada, como si la réplica del trueno hubiera reinstaurado una quietud primigenia. Cuando el eco estaba pronto a apagarse, oí con toda nitidez la voz de Norah.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Arthur! ¡Padre! ¡Ayuda, ayuda!
Incluso en aquel momento desesperado, el corazón me dio un brinco al oír que mi nombre era el primero que ella exclamaba.
Respondí a gritos, sin dejar de correr, pero el viento no cesaba de llevarse mi voz, y entonces la oí decir, pero más bajo que antes:
—¡Ayuda! ¡Arthur! ¡Padre! ¿Es que nadie va a ayudarme?
A continuación restalló otro rayo, y bajo la luz de la sesgada línea nos vimos, y la oí gritar de alivio antes de que un trueno acallase su voz. Distinguí que su asaltante no era otro que Murdock, y me apresuré hacia ellos, pero él también me había visto y, antes de que yo pudiera ponerle la mano encima, la soltó y, con una maldición ahogada por un fuerte trueno, le asestó un golpe en el corazón y echó a correr.
Levanté a mi pobre amada y la trasladé cerca de allí, al caballete de rocas, ya que a la luz del cielo, más claro cada vez, alcancé a distinguir un reguero de agua que, naciendo en la ciénaga, discurría hacia nosotros. Ella estaba inconsciente. Corrí al reguero y llené mi sombrero de agua fresca. A continuación, colocando las manos a modo de bocina grité: «¡Coo-ee!», una, dos veces. Vi a Murdock correr hacia su casa; el cielo estaba clareando. Los truenos habían barrido las nubes de tormenta, permitiendo el paso del cercano amanecer.
Pero mientras estaba allí —y no me había retrasado ni un segundo más de lo necesario— el suelo pareció ceder debajo de mí. Se produjo un extraño estremecimiento o temblor, y mis pies comenzaron a hundirse. Con un grito de desesperación —pues creía que había llegado el momento fatal, que la ciénaga había empezado a moverse y me había atrapado— me arrojé hacia las rocas. Mi grito despertó a Norah con la misma eficacia que un toque de trompeta. Se puso en pie de un brinco y echó a correr hacia mí. Cuando la vi acercarse, grité:
—¡Atrás! ¡Atrás!
Pero no se detuvo. No cesaba de repetir:
—¡Ya voy, Arthur, ya voy!
A mitad de camino entre los dos había una roca de superficie plana, que se elevaba sobre el nivel de la ciénaga. Antes de llegar a ella, los pies de Norah empezaron también a hundirse, y el terror por su destino se sumó al que yo ya padecía. Pero ella no vaciló ni un instante, y, disponiendo de la ventaja de pesar menos que yo, consiguió alcanzar la roca. Mientras tanto, yo no dejaba de forcejear tratando de alcanzar algún asidero. Entre la roca y yo crecía una mata de aulaga. Me aferré a ella; me sostuvo por unos segundos, tras lo que empezó a hundirse conmigo. A cada instante que pasaba, la tierra se licuaba más y más.
Ningún lenguaje puede describir el horror de sentir cómo el suelo sólido se disuelve bajo tus pies. Estaba muy cerca de la roca que podía ser mi salvación pero, aun así, quedaba fuera de mi alcance. ¡Iba a morir tragado por la tierra! Vi el horror en los ojos de Norah.
Ni siquiera el amor de Norah podía salvarme; me encontraba fuera del alcance de sus brazos, y, al igual que yo, ella era incapaz de encontrar ningún punto de apoyo en la tierra licuada. ¡Ojalá hubiera tenido una cuerda! Pero no. Ni siquiera contaba con su chal, que había perdido durante el forcejeo con Murdock.
Gracias a su instinto femenino, Norah dio con una forma de ayudarme. Rasgó su falda roja, de grueso tejido de fabricación casera, y me lanzó un extremo. Me aferré a él, desesperado, ya que para entonces solo mis brazos y mi cabeza asomaban sobre la superficie.
—¡Dame fuerzas, Dios! —suplicó ella.
Tiró hacia atrás, con los pies bien afianzados en la roca, y pensé que si ninguno de los dos nos soltábamos, quizás pudiera salvarme.
Poco a poco me fui liberando. Cada vez estaba más cerca de la roca. ¡Un poco más! ¡Casi! Conseguí aferrarme con una mano y me quedé colgando sin aliento, todavía desesperado. No podía hacer nada más que sostenerme, pues la viscosa masa que me envolvía contaba con un extraño poder de succión que me retenía, y estaba a punto de consumir todas mis energías, muy mermadas después de la lucha contra la muerte. ¡La ciénaga se movía! Pero Norah se arrodilló sobre la roca, se inclinó hacia delante y me agarró por el cuello del abrigo con ambas manos. El amor y la desesperación le prestaron fuerzas, y con un último esfuerzo tiró de mí hacia arriba, y un segundo después yo yacía sano y salvo sobre la roca, en brazos de Norah.
Mientras sucedía este angustioso episodio, la mañana había proseguido su avance, y ahora una fría luz gris revelaba toda la extensión de la ladera ante nosotros. Vimos a Joyce y a Dick al otro lado de la ciénaga, y entre las ráfagas de viento creímos oír, débilmente, sus gritos.
A nuestra derecha, a buena distancia colina abajo, se alzaba majestuoso el Shleenanaher, con las rocas de la base iluminadas por la luz gris que se colaba sobre la colina. Más cerca, en la misma dirección, se encontraba la casa de Murdock, una silueta negra en el fondo de la hondonada.
Miramos a nuestro alrededor, felices de hallarnos a salvo, pero entonces nos abrazamos con mayor fuerza, y un grito ahogado de miedo subrayó el escalofrío de Norah, pues algo terrible estaba pasando.
Toda la superficie de la ciénaga, hasta donde alcanzábamos a ver bajo la débil luz, se agitó y empezó a desplazarse, a la vez que giraba en pequeños remolinos, como la corriente de un río crecido. El nivel de la ciénaga subió y subió, hasta alcanzar casi la altura a la que nos encontrábamos, e, instintivamente, nos pusimos en pie, horrorizados, abrazados con fuerza uno al otro.
La agitada superficie de la ciénaga empezó a desbordarse por todos los costados, inundando el terreno sólido que antes la contenía, y vimos aliviados que Dick y Joyce se habían refugiado en una roca alta. Todo cuanto asomaba sobre la superficie parecía disolverse y a continuación desaparecía, engullido por la ciénaga. La destrucción silenciosa avanzaba en dirección a la casa de Murdock, y cuando alcanzó la hondonada en la que se ubicaba la casa, aceleró su marcha, como el agua de un río al aproximarse a una catarata.
Por instinto, lanzamos gritos de advertencia a Murdock; pese a ser un villano, no merecía morir de aquel modo. Se había quedado paralizado de horror al ver lo que sucedía. No resultaba extraño, ya que un instante después la casa comenzó a hundirse en el terreno, igual que un barco se va a pique en un mar tormentoso.
El viento había amainado; la luz matutina iluminaba la colina y veíamos con claridad. El sonido de las olas al estrellarse contra las rocas al pie de los acantilados y el de la lejana rompiente colmaban la atmósfera, pero entre ellos llegaba otro sonido, uno como yo nunca había oído: un gorgoteo prolongado y profundo, acompañado de un ruido de succión y de un leve siseo, algo terrible, implacable, un ruido de aguas agitadas buscando una vía de alivio.
La convulsión en la ciénaga aumentó; era como si, en sus profundidades, algo monstruoso luchara por liberarse.
Para entonces la casa de Murdock ya había medio desaparecido bajo la ciénaga. Él había trepado al tejado de paja y miraba hacia nosotros con los brazos extendidos, como si suplicara auxilio. Durante unos minutos, la amplia superficie del tejado sustentó la casa, pero luego también empezó a hundirse. Murdock se arrodilló y entrelazó las manos, rezando desesperado.
Se oyó entonces un estruendo y una suerte de siseo creciente. La ladera de la colina, por debajo de nosotros, pareció reventar. Murdock alzó los brazos, lo oímos gritar mientras la mole que se abalanzó sobre él lo engullía.
A continuación todo concluyó. Con un resoplido y el sonido propio de una portentosa corriente acuática, la totalidad de la ciénaga se desplazó, produciendo olas cada vez de mayor tamaño y una escalofriante agitación, montaña abajo, hacia la entrada del Shleenanaher, impactó contra el portal con un sonido atronador y se elevó hasta una altura portentosa. Y seguidamente millones de toneladas de agua, limo, tierra y roca fracturada desaguaron a través del paso hacia el mar.
Norah y yo caímos de rodillas, tomados de la mano, y dimos las gracias a Dios por habernos salvado de tan terrible muerte.
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