Jules Michelet – La desesperación de la Edad Media

25 sept 2020

Jules Michelet – La desesperación de la Edad Media

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Prohibido inventar, crear. Basta de leyendas, basta de nuevos santos. Ya hay bastantes. Prohibido innovar en el culto por medio de nuevos cantos; queda prohibida la inspiración. Los mártires que se descubran deben seguir modestamente en sus tumbas, esperando ser reconocidos por la Iglesia. Prohibido al clero, a los monjes, dar a los colonos, a los siervos, la tonsura que los libera.

"Sed como recién nacidos (quasi modo geniti infantes); sed pequeñitos, niños por la inocencia del corazón, por la paz, el olvido de las disputas, serenos, bajo la mano de Jesús".

Tal es el amable consejo que da la Iglesia a aquel mundo tan tempestuoso, al día siguiente de la gran caída. Dicho de otra manera: "Volcanes, restos, cenizas, lava, brotad. Campos quemados, cubríos de flores".

Es verdad que una cosa prometía la paz que renueva: todas las escuelas estaban terminadas, el camino de la lógica abandonado. Un método infinitamente simple dispensaba del razonamiento, brindaba a todos la fácil pendiente por la cual no se hace más que descender. Si el credo era oscuro, la vida estaba trazada en el sentido de la leyenda. La primera, la última palabra, fue la misma: imitación.

"Imitad, todo irá bien. Repetid y copiad". Pero ¿es éste el camino de la infancia verdadera, que vivifica el corazón del hombre, que le hace reencontrar las fuentes frescas y fecundas? Yo no veo en este mundo, que se hace pasar por joven y niño más que atributos de vejez, sutileza, servilismo, impotencia. ¿Qué es esta literatura frente a los sublimes monumentos de los griegos y de los judíos? Incluso, ¿qué es ante el genio romano? Es precisamente la caída literaria que se produce en la India entre el bramanismo y el budismo: una verborragia profusa después de la elevada inspiración. Los libros copian a los libros, las iglesias copian a las iglesias, y ya ni siquiera pueden copiarlas. Se roban las unas a las otras. Mármoles arrancados a Ravena adornan Aix-la-Chapelle. Así es esta sociedad. El obispo rey de una ciudad, el bárbaro rey de una tribu, copian a los magistrados romanos. Nuestros monjes, supuestamente originales, no hacen en sus monasterios más que renovar la villa (como dice muy bien Chateaubriand). No tienen la menor idea de hacer una sociedad nueva, ni de fecundar la antigua. Copistas de los monjes de Oriente, querrían en principio que sus servidores fueran también frailecitos trabajadores, un pueblo estéril. Es a pesar de ellos que se rehace la familia, que rehace al mundo.

Cuando se ve que estos viejos envejecen tan rápidamente, cuando en un siglo se pasa del sabio monje San Benito al pedante Benito de Aniane, sentimos perfectamente que estas gentes fueron inocentes de la gran creación popular que floreció sobre las ruinas: hablo de las vidas de los santos. Las escribieron los monjes, pero las hizo el pueblo. Esta joven vegetación puede hacer brotar hojas y flores entre las grietas de la vieja ruina romana convertida en monasterio pero no llega a su meta. Tiene su raíz profunda en el suelo: la siembra el pueblo, la familia la cultiva, todos meten mano, los hombres, las mujeres y los niños. La vida precaria, inquieta de esos tiempos de violencia volvían imaginativas a las pobres tribus, crédulas en sus propios sueños, que las tranquilizaban. Sueños extraños, ricos en milagros, en locuras encantadoras y absurdas.

Estas familias, aisladas en el bosque, en la montaña (como se vive aún hoy en el Tirol o en los Altos Alpes), descendían un día por semana, y no faltaban al desierto de las alucinaciones. Un niño había visto esto; una mujer había soñado aquello. Surgía entonces un nuevo santo. La historia corría por la campiña, coma una queja, rimada groseramente. Se la cantaba y se la bailaba por la noche, junto al roble de la fuente. El sacerdote, que venía a oficiar el domingo en la capilla de madera, encontraba ya esta canción legendaria en todas las bocas: Se decía: "Después de todo la historia es bella, edificante ... Hace honor a la Iglesia. Vox populi, vox Dei! Pero ¿dónde la descubrieron?”

Se le mostraban los testigos verídicos, irrecusables: el árbol, la piedra que habían visto la aparición, el milagro. ¿Qué contestar a esto?

Llevada a la abadía, la historia encontrará un monje, que no sirve para nada, que no sabe más que escribir, que es curioso, y que cree en todo, en todas las cosas maravillosas. El monje escribe la historia, la adorna con su chata retórica, la arruina un poco. Pero ya la tenemos consignada y consagrada, lista para ser leída en el refectorio, bien pronto en la iglesia. Copiada, cargada, a veces sobrecargada de ornamentos grotescos, la leyenda pasará de siglo en siglo hasta que, honorablemente, se coloque por fin en las filas de la Leyenda Dorada.

Todavía hoy en día, cuando leemos estas hermosas historias, cuando escuchamos las sencillas, ingenuas y graves melodías en que esas poblaciones rurales pusieron todo su corazón, no podemos menos de reconocer en ellas un gran aliento, y no podemos menos de enternecernos al pensar en su destino.

Habían tomado al pie de la letra el conmovedor consejo de la Iglesia: "Sed como recién nacidos". Pero lo aplicaron a lo que menos se hubiera supuesto. Mientras el cristianismo temía, odiaba a la naturaleza, ellos la amaron, la creyeron inocente, hasta la santificaron mezclándola con la leyenda.

Los animales, que la Biblia llama duramente peludos, los animales, de los que el monje desconfía, creyendo encontrar en ellos al demonio, intervienen en estas hermosas historias de la manera más conmovedora (por ejemplo, la cierva que da calor y consuela a Genoveva de Brabante).

Hasta fuera de la vida legendaria, en la existencia común, los humildes amigos del hogar, los valerosos ayudantes del trabajo, suben en la estima del hombre. Ellos tienen su derecho. Tienen sus fiestas. Si en la inmensa bondad de Dios hay lugar para los más pequeños, si Él parece tener por ellos una preferencia de piedad, "... ¿por qué? -dice el pueblo de los campos- mi burro no puede entrar a la iglesia? Sin duda tiene defectos, por lo cual todavía se me parece más. Es trabajador rudo, pero cabeza dura: es indócil, obstinado, terco, en fin, igual a mí".

De ahí esas fiestas admirables, las más hermosas de la Edad Media, la fiesta de los Inocentes, de los Locos, del Burro. Es el pueblo mismo quien, en el asno, arrastra su propia imagen y se presenta ante el altar feo, risible, humillado. ¡Conmovedor espectáculo! Traído por Balaam, entra solemnemente entre la Sibila y Virgilio, a dar testimonio. Si rebuzna contra Balaam es porque ve ante él la lanza de la antigua ley. Pero aquí la Ley está terminada, el mundo de la Gracia parece abrirse de par en par para los menores, para los simples. El pueblo lo cree, inocentemente. De ahí la sublime canción, en la cual dice al burro, como se diría a sí mismo:

"De rodillas y di Amén!
¡Basta ya de hierba y de heno!
¡Deja las cosas viejas y ven!
¡Lo nuevo se lleva lo viejo!
¡La verdad echa a la sombra!
¡La luz vence a la noche!"

¡Ruda audacia! ¿Era acaso esto lo que se os pedía, niños imbéciles, vehementes, cuando se os dijo que fuerais niños? Se ofreció leche. Bebisteis vino. Se os llevaba dulcemente, brida en mano, por el estrecho sendero. Dulces, tímidos, vacilabais al avanzar. Y, de pronto, se rompió la rienda... De un salto franqueasteis la carrera.

¡Oh, que imprudencia la de dejaros hacer vuestros santos, preparar el altar, adornarlo, cambiarlo, cubrirlo de flores! Ahora apenas se lo distingue. Y lo que se ve es la herejía antigua, condenada por la Iglesia: la inocencia de la naturaleza; ¿qué digo?, una herejía nueva que no terminará mañana: la independencia del hombre.

Escuchad y obedeced:

Prohibido inventar, crear. Basta de leyendas, basta de nuevos santos. Ya hay bastantes. Prohibido innovar en el culto por medio de nuevos cantos; queda prohibida la inspiración. Los mártires que se descubran deben seguir modestamente en sus tumbas, esperando ser reconocidos por la Iglesia. Prohibido al clero, a los monjes, dar a los colonos, a los siervos, la tonsura que los libera.

He aquí el espíritu viejo, tembloroso de la Iglesia carlovingia . Se desdice, se desmiente, dice a los niños: "¡Sed viejos!”

¡Qué caída! Pero. . . ¿es en serio? Se nos había dicho que fuéramos jóvenes. Oh, el sacerdote ya no es el pueblo. Se inicia un divorcio infinito, un abismo de separación. El sacerdote, señor y príncipe, cantará bajo un alero de oro, en la lengua soberana del gran Imperio que ya no existe. Nosotros, triste rebaño, que hemos perdido el idioma del hombre, el único idioma que Dios quiere oír, ¿qué nos queda sino mugir y balar, junto al inocente compañero que no nos desdeña, que en invierno nos calienta en el establo, nos cubre con su pelaje? Viviremos entre los mudos y seremos también mudos.

En verdad ya no tenemos ganas de ir a la iglesia. Pero ella no nos deja. Exige que vayamos a escuchar lo que ya no entendemos.

Una inmensa niebla, una niebla pesada, gris plomo, ha envuelto al mundo. ¿Por cuánto tiempo, por favor? Por una aterradora duración de mil años. Durante diez siglos enteros una languidez desconocida en todas las épocas anteriores se ha apoderado de la Edad Media, hasta en los últimos tiempos, dejándola en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, bajo el imperio de un fenómeno desolador, intolerable, la convulsión de aburrimiento que se llama el bostezo.

Si la infatigable campana resuena a las horas acostumbradas, bosteza; si un canto gangoso se repite en antiguo latín, se bosteza. Todo está previsto, nada se espera del mundo. Las cosas volverán a ser siempre iguales. El aburrimiento seguro del mañana nos hace bostezar hoy, y la perspectiva de los días, de los años de aburrimiento que llegan, pesan por adelantado, asquean de la vida. Desde el cerebro al estómago, del estómago a la boca, la automática y fatal convulsión va a distender las mandíbulas sin fin y sin remedio. Verdadera enfermedad que la devota Bretaña reconoce, atribuyéndola, es verdad, a la malicia del diablo. Él está escondido en los bosques, dicen los campesinos bretones; ante aquel que pasa y guarda las bestias el diablo canta vísperas y todos los oficios, haciéndolo bostezar hasta morir.

Ser viejo es ser débil. Cuando los sarracenos, los normandos nos amenazaban: ¿qué hubiera sido de nosotros si el pueblo hubiera sido viejo? Carlomagno llora, la Iglesia llora. La Iglesia reconoce que las reliquias contra los demonios bárbaros no protegen el altar! ¿No será necesario recurrir al brazo del niño indócil que se quería atar? ¿El brazo del joven gigante que se quería paralizar? Es un movimiento contradictorio, que llena el siglo noveno. Se contiene al pueblo, se lo lanza. Se lo teme y se lo llama. Con él, por él, apresuradamente, se hacen vallas, refugios que detendrán a los bárbaros, cubrirán a los sacerdotes y a los santos que se han escapado de las iglesias.

A pesar del emperador Calvo, que prohíbe que se construya, sobre la montaña se levanta una torre. Llega allí el fugitivo. "Recibidme en nombre de Dios, recibid por lo menos a mi mujer y a mis hijos. Yo acamparé con mis bestias en vuestra cintura exterior". La torre le da confianza y se siente hombre. Ella le da sombra. Él la defiende, protege a su protector.

Antes, por hambre, los pequeños habían sido dados a los grandes, como siervos. Ahora hay una gran diferencia. El hombre se da como vasallo, que quiere decir bravo y valiente.'Se da y se guarda, bajo reserva de renunciar. "Iré más lejos. La tierra es grande. Yo también, como cualquier otro, podré allá levantar mi torre . . . Si he defendido el exterior, sabré guardar el interior".

Tal el grande, el noble origen, del mundo feudal. El hombre de la torre recibía vasallos, pero diciéndoles: "Te irás cuando quieras, y yo te ayudaré, si es necesario; de tal modo que, si te empantanas, yo descenderé del caballo". Esta es, exactamente, la antigua fórmula.

Pero ¿qué he visto una mañana? ¿Acaso la vista me falla? El señor del valle hace su cabalgata alrededor, pone barreras infranqueables y hasta límites invisibles. "¿Qué es esto? . . . No comprendo nada". Esto quiere decir que el señorío está cerrado. "El señor, bajo puertas y goznes, lo tiene cerrado, desde el cielo hasta la tierra.”

¡Horror! ¿En virtud de qué derecho ese vassus (es decir, valiente), es retenido? Hay quien sostiene que vassus también quiere decir esclavo.

De la misma manera la palabra servus, que quiere decir servidor (muchas veces un servidor muy elevado, un conde o príncipe de Imperio), significa siervo para el débil, para el miserable cuya vida vale un denario.

Los hombres caen atrapados en esta red execrable.

Allá, sin embargo, hay en sus pagos un hombre que sostiene que su tierra es libre, un aleu, o feudo del sol. Y el hombre se sienta en una barrera, se encasqueta el sombrero, mira al señor, al emperador. "Sigue tu camino, pasa, emperador... Tú estás firme sobre tu caballo, pero más lo estoy yo sobre mi barrera. Tú pasas y yo no. Pues yo soy la libertad".

Pero no tengo el valor de decir en qué se convirtió este hombre. El aire se espesó a su alrededor, y empezó a respirar cada vez menos. Parece que estaba encantado. No puede moverse. Está como paralizado. Sus animales también enflaquecen, como si los hubieran hechizado. Sus servidores mueren de hambre. Su tierra ya no produce nada. Los espectros la arrasaron por la noche.

El hombre persiste: "Hombre pobre es rey en su casa".

Pero no lo dejan. Lo citan, debe responder ante la corte imperial. Se presenta como un espectro del viejo mundo, un espectro que ya nadie conoce. "¿Quién es?", dicen los jóvenes. "No es ni señor ni siervo ... ¿Quién es pues? ¿Nadie?”

"¿Quién soy?" ... Soy el que construyó la primera torre, el que os ha defendido; aquel que, dejando la torre, descendió valientemente al puente a esperar a los paganos normandos ... Más aún: cerré la costa, cultivé el aluvión. He creado la tierra misma, como Dios que la sacó de las aguas ... ¿Quién podrá echarme de esta tierra?

"No, amigo -dice el vecino- no te echarán. Cultivarás esa tierra... pero de manera distinta ... Acuérdate, amigo, que aturdidamente, joven todavía (hace cincuenta años de esto) te casaste con Jacqueline, pequeña sierva de mi padre... Recuerda la máxima: Quien monta a mi gallina, es mi gallo . Por lo tanto, perteneces a mi gallinero. Suéltate, tira la espada... A partir de hoy eres mi siervo".

No hay nada de invención en esto. La historia atroz vuelve una y otra vez en la Edad Media. ¡Oh, con qué lanza fue atravesado! Abrevio, suprimo, porque cada vez que lo cuento, el mismo acero, la misma aguda punta nos atraviesa el corazón.

Hubo uno que, al sufrir un ultraje semejante, fue presa de un furor tal que no tuvo ya palabras. Como Rolando cuando fue traicionado. Toda su sangre subió, le llegó a la garganta... Sus ojos relampaguearon, su boca muda, terriblemente elocuente, hizo palidecer a toda la asamblea... Retrocedieron ... Él había muerto. Sus venas habían estallado... sus arterias lanzaban sangre roja a la frente de sus asesinos. La incertidumbre de la condición humana, la pendiente horriblemente resbaladiza por la que el hombre libre se convierte en vasallo, el vasallo en servidor, y el servidor en siervo, es el terror de la Edad Media y el fondo de su desesperación. No hay medio de escapar. Porque el que da un paso está perdido. Se convierte en bien mostrenco, presa salvaje, en siervo o en muerto. La tierra viscosa retiene el pie, sujetando al que pasa. El aire contagioso lo mata, es decir, lo vuelve de mano muerta, un muerto, una nada, una bestia, un alma de cinco sueldos, cuya muerte se expiará con cinco sueldos.

He aquí los dos grandes rasgos generales, externos de la miseria de la Edad Media, los que la entregaron al diablo.


Jules Michelet, La bruja

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