«Señor, ¿para qué me diste la voz, si no me sirve de nada? ¿No deberías haberme dado con ella la capacidad de usarla? ¿Qué te costaba? ¿No te parece un sarcasmo, casi un sadismo, hacerme dueño, como a todos los hombres, de ese instrumento maravilloso que atraviesa el aire como un mensajero del cuerpo inmóvil y es el cuerpo bajo otra forma, el cuerpo, volador… y enrollarlo en mí, en un hechizo de interioridad? Es como si llevara un cadáver adentro, o al menos un inválido, un huésped que no quiere irse… Supongo que de recién nacido yo también podía gritar llamando a mi mamá… pero ¿y después? Mi voz se ha atrofiado en mi garganta, y cuando hablo, cosa que hago sólo cuando me dirigen la palabra, como los fantasmas, lo que sale es un balbuceo gangoso y amanerado, apenas adecuado para transportar a muy corta distancia mis dudas e ignorancias. ¡Si al menos me hubieras hecho mudo, estaría más tranquilo! ¡Entonces podría gritar, y gritaría todo el tiempo, el cielo se llenaría con mis aullidos de mudo! Dirás que he abusado de la lectura de Leibniz, Señor, pero ¿no te parece que, dadas estas circunstancias, deberías mover la cabeza del mozo de modo que me vea?»
En La costurera y el viento
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