En el ámbito desamorado
de la sala taciturnamente rendida
cuyo reloj austero derrama
un tiempo ya sin aventuras ni asombro
sobre la lastimosa blancura
que amortaja la pasión roja de la caoba,
alguien en queja de cariño
pronunció el nombre familiarmente horrendo.
La imagen del tirano
abarrotó el instante
no clara como un mármol en un bosque,
antes grande y umbría
como la sombra de una lejana montaña
y conjeturas y recuerdos
sucedieron al eventual nombramiento
como sucede a un golpe una lucha.
Famosamente infame
ese nombre fue desolación en las calles,
idolátrico amor entre el gauchaje
y horror de puñaladas en la historia.
Hoy el olvido borra su censo de muertes,
pues que son parciales los crímenes
si los cotejamos con la fechoría del Tiempo,
esa inmortalidad infatigable
que anonada con silenciosa culpa las razas
y en cuya herida siempre abierta
que el último dios habrá de restañar el último día
cabe toda la sangre derramada.
No sé si Rosas
fue sólo un ávido puñal como nuestros abuelos decían;
creo que fue como tú y yo
un accidente intercalado en los hechos
que vivió en la cotidiana zozobra
e inquietó para felicidades y penas
la incertidumbre de otros ánimos.
Hoy es el mar una separación caudalosa
entre su reliquia cenizal y la patria,
hoy toda vida por lastimera que sea
puede pisar su aniquilamiento y su noche.
Ya Dios lo habrá olvidado
En Fervor de Buenos Aires, 1923.
Versión original del poema, modificado en sucesivas ediciones
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