8 feb 2024
Natsume Sōseki - La serpiente
Cuando salí de casa por la pequeña puerta lateral, vi que en la calle las huellas de los caballos rebosaban de lluvia. Al pisar el fango percibía una sensación pegajosa en la planta de los pies y necesitaba tirar con fuerza para alzar los talones. Como llevaba un cubo en la mano, no me resultaba nada fácil caminar. Cuando precisaba pisar fuerte o enderezar la parte superior del cuerpo, estaba tentado de soltar el cubo. Pero en una de esas, no me quedó más remedio que afianzar el cubo sobre el fango; me iba de bruces, pero aguanté apoyándome en el asa, y miré hacia delante. Ahí, a un par de metros, estaba mi tío. Tenía la espalda cubierta con una capa de paja y cargaba una red de fondo triangular. En ese momento el amplio sombrero cónico que tenía sobre la cabeza se movió ligeramente, y me pareció escuchar que decía: «El camino está muy embarrado». La silueta cubierta por la capa de paja desapareció enseguida tras una cortina de lluvia.
De pie sobre el puente de piedra podíamos ver la corriente oscura entre las plantas que bordeaban el río. Por lo común, el agua solo cubría unos diez centímetros por encima del tobillo; y era muy bonito ver cómo las hierbas se balanceaban tranquilamente bajo el agua. Pero ese día la corriente bajaba turbia. Del fondo brotaba lodo y la superficie era castigada por la lluvia. Por el centro, la corriente avanzaba formando remolinos. Mi tío, que se había quedado mirando la corriente, masticando las palabras me dijo: «Tendremos buena pesca».
Atravesamos el puente y doblamos a la izquierda. Los remolinos seguían avanzando en zigzag entre los arrozales. Seguimos la senda de aquella corriente que parecía no tener dónde acabar. Caminamos unos cien metros y nos detuvimos en medio de un vasto arrozal. Seguramente parecíamos dos almas solitarias. La lluvia lo llenaba todo. Mi tío alzó la vista a través del amplio sombrero cónico. El cielo oscuro daba la impresión de estar herméticamente cerrado como una lata de té. De algún lugar allá arriba caía sin cesar una lluvia tupida y clara. Parados allí escuchábamos el ruido que producía la lluvia al caer sobre el sombrero y la capa de paja. También nos estaría llegando el murmullo de los vastos arrozales que nos rodeaban. Y seguro que vendrían mezclados con los lejanos ecos del bosque Kio, que se divisaba más allá, al fondo.
Sobre el bosque, como si las ramas de los cedros los atrajeran, nubarrones oscuros se sobreponían uno al otro hasta el horizonte. Parecía que su mismo peso los hiciera descender. Ya casi rozaban la copa de los cedros. Un poco más y aterrizarían en el bosque. Al bajar la vista comprendí que desde arriba la corriente seguía trayendo pequeños remolinos. Tal vez la laguna del santuario Kio se había desbordado a causa de aquellas nubes cargadas de lluvia. Los remolinos parecían haberse animado de repente. Mi tío se había puesto a observar nuevamente las aguas turbulentas, y como si ya hubiera capturado alguna presa dijo: «Es un buen lugar». Al poco rato, sin quitarse la capa de paja, bajó al río. A pesar de la fuerte corriente, el río no era tan profundo. Solo le llegaba hasta la cintura. Mi tío avanzó hacia el centro del río, acomodó la cadera y afianzó bien las piernas. Enfrente tenía el santuario Kio. Luego de bajarse del hombro la red de pesca, la echó corriente arriba. Ambos permanecimos inmóviles bajo el ruido de la lluvia, mirando los remolinos que seguían llegando con fuerza. Pensábamos que bajo aquellas aguas llegarían peces de la laguna de Kio. Si teníamos suerte, pescaríamos grandes piezas. Mirábamos absortos aquella corriente de un color poco usual. Las aguas eran turbias; aunque detectáramos algún movimiento especial en la superficie, no sabríamos qué era lo que corría por debajo. Sin embargo, yo miraba sin pestañear las aguas y esperaba a que mi tío, sumergido hasta la cintura en la corriente, moviera repentinamente las manos. Y ese momento no tardaría en llegar. La cortina de lluvia oscurecía, y el color del río también era cada vez más denso. Los contornos de los remolinos llegaban ya agitados desde arriba. Y cuando una ola negruzca pasó rauda ante mis ojos, pude ver por un instante cierta figura de un color diferente. La figura, mucho más veloz que un parpadeo, tenía cierta longitud. Supuse que se trataba de una anguila bastante grande.
Justo en ese momento, la mano derecha de mi tío, que sostenía contra la corriente el asa de la red, hizo un movimiento repentino de abajo hacia arriba, de la parte inferior de su capa hacia los hombros. Y con él, una cosa larga se desprendió de su mano. Aquello voló en línea curva, como una pesada soga, y fue a caer en el terraplén de la otra orilla. Acto seguido, entre la hierba, irguió la cabeza unos treinta centímetros y, manteniéndola a esa altura, nos miró a ambos con ojos duros: «Ya verás». La voz era de mi tío. La cabeza desapareció enseguida entre la hierba. Mi tío, con el rostro pálido, seguía mirando el lugar donde había arrojado a la serpiente.
—Tío, ¿has sido tú quien ha dicho «Ya verás»?
Mi tío giró la cabeza y me miró.
—No sé quién lo ha dicho —contestó en voz baja.
Aun ahora, cuando le pregunto quién lo dijo, me contesta que no lo sabe, y pone una cara algo extraña
En Misceláneas primaverales
Traducción: Akira Sugiyama
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