2 feb 2024
John Cheever - El ángel del puente
Versión: Isaías Garde
Tal vez hayan visto a mi madre bailando sobre patines de hielo en el Rockefeller Center. Ahora tiene setenta y dos años, es muy delgada y usa un vestido de terciopelo rojo con falda corta. Lleva calzas de color carne, anteojos, una cinta roja en el pelo blanco y baila con uno de los asistentes de la pista. No sé por qué el hecho de que ella baile sobre patines de hielo es tan desconcertante para mí, pero lo es. Durante los meses del invierno, evito ese barrio todo lo que puedo y nunca almuerzo en los restaurantes próximos a la pista. Una vez, cuando pasaba por ahí, un desconocido me tomó del brazo y señalando a mamá, dijo: "Mire esa vieja loca". Me sentí muy avergonzado. Supongo que debería estar agradecido por el hecho de que ella se divierta a su manera y de que no sea una carga para mí, pero sinceramente desearía que tuviera otras recreaciones menos conspicuas. Cuando veo a esas graciosas ancianas arreglando crisantemos y sirviendo el té, pienso en mi madre vestida como la chica del guardarropa, empujando a su asistente rentado alrededor de la pista de hielo en el centro de la tercera ciudad más grande del mundo.
Mi madre aprendió a patinar en St. Botolphs, el pueblito de Nueva Inglaterra de donde provenimos, y su danza es una expresión de su apego al pasado. Cuanto más envejece, más anhela el mundo perdido y provinciano de su juventud. Es una mujer fuerte, como podrán imaginar, pero no le gustan los cambios. Un verano, yo había arreglado que ella volara a Toledo a visitar a sus amigos. La llevé al aeropuerto de Newark. En la sala de espera se la veía preocupada bajo los carteles luminosos, los techos abovedados, entre las tocantes y penosas escenas de separación que se sucedían en un fragor continuo de música de tango. No parecía encontrar en todo eso nada bello ni interesante. Cierto es que, comparado con la estación de trenes de St. Botolphs, era un extraño ambiente para salir de viaje. El vuelo tenía una hora de demora y nos sentamos en el hall de espera. Mamá se veía cansada y vieja. Cuando llevábamos esperando media hora, empezó a mostrar notables dificultades para respirar. Extendió una mano sobre la parte delantera de su vestido y se puso a jadear profundamente, como si le doliera. El rostro se le enrojeció y se le cubrió de manchas. Yo fingía no darme cuenta. Cuando anunciaron el vuelo, se paró y exclamó: "¡Quiero irme a casa! ¡Si me tengo que morir de repente, no quiero que sea en una máquina voladora!". Devolví el pasaje, la llevé de vuelta a su departamento y nunca mencioné ese ataque, ni a ella ni a ningún otro, pero su miedo caprichoso o neurótico a morir en un accidente aéreo, fue la primera señal que tuve de cómo, a medida que envejecía, el camino se le poblaba de rocas invisibles y de leones y de lo excéntricos que eran los rumbos que tomaba, mientras su mundo parecía modificar sus límites y volverse cada vez menos comprensible.
En el tiempo sobre el cual escribo, yo también volaba mucho. Tenía asuntos en Roma, New York, San Francisco y Los Ángeles y en ocasiones viajaba una vez al mes entre esas ciudades. Me gustaba volar. Me gustaba la incandescencia del cielo en las alturas. Me gustaban los vuelos hacia el este, donde puede verse desde las ventanillas el borde de la noche moviéndose sobre el continente y a las cuatro en punto de tu hora californiana, las amas de casa de Garden City lavan los platos de la cena y en el avión las azafatas reparten la segunda ronda de tragos. Hacia el final del vuelo, el aire es rancio. Estás cansado. Un hilo dorado del tapizado te raspa la mejilla y aparece una momentánea sensación de desamparo, un malhumorado e infantil estado de extrañamiento. Se encuentran buenas compañías, por supuesto aburridas, porque la mayoría de los asuntos que manejamos a semejante altura son humildes y terrenales. Esa anciana, que vuela sobre el Polo Norte, lleva un pote de gelatina de ternera para su hermana en París; y el hombre que va a su lado vende plantillas de imitación de cuero. Una noche oscura, volando hacia el oeste -ya habíamos cruzado la divisoria continental pero todavía estábamos a una hora de Los Ángeles, pero todavía no habíamos comenzado a descender y la perspectiva de casas, ciudades y personas allá abajo se había perdido- vi una formación, un trazo de luz como de hogueras que ardían a lo largo de la costa. No había ninguna costa en esa parte del mundo; me di cuenta de que nunca sabría si se trataba del borde del desierto, o si algún acantilado o montaña explicarían ese arco luminoso que parecía, en semejante oscuridad y a esa velocidad y altura, como el surgimiento de un mundo nuevo, una amable señal de mi propia obsolescencia, de un retraso en el tiempo de mi vida, de mi incapacidad para entender las cosas que solía ver. Era el sentimiento agradable, totalmente libre de pesadumbre, de estar atrapado en medio de un pasadizo cuya última extensión tal vez la descifraran mis hijos.
Como dije, me gustaba volar, y no sentía nada de las ansiedades que sentía mi madre. Fue mi hermano mayor -el preferido de ella, el que heredó su firmeza, su terquedad, su vajilla de plata y algunas de sus excentricidades. Una noche, mi hermano -haría cosa de un año que no lo veía- me llamó para preguntarme si podía venir a cenar. Me hizo feliz invitarlo. Vivimos en el piso once de un edificio de departamentos; a las siete y media llamó desde el hall de entrada y me pidió que bajara. Pensé que tendría que decirme algo en privado, pero cuando nos encontramos en el hall se metió conmigo en el ascensor y subimos. No bien se cerraron las puertas, él mostró los mismos síntomas de terror que yo había observado en mi madre. El sudor le asomaba en la frente y jadeaba como un corredor.
-¿Qué te pasa?- le pregunté.
-Le tengo miedo a los ascensores- contestó miserablemente.
-¿Pero qué es lo que te da miedo?
-Que el edificio se venga abajo.
Me reí, con crueldad supongo. Resultaba tan cómica su visión de los edificios de New York golpeándose unos contra otros como bolos que se vienen abajo. Siempre había habido una pulsión de celos en nuestros sentimientos mutuos, y soy oscuramente consciente de que él gana más dinero y tiene más de todo que yo, y verlo humillado -quebrado- me entristecía pero a la vez y a pesar de mí mismo, me hacía sentir que yo le había sacado una extraordinaria ventaja en la competencia de honor que operaba en lo profundo de nuestra relación. Él es el mayor, él es el favorito, pero al observar su miseria en el ascensor, yo sentía que era simplemente mi pobre hermano mayor abrumado por la angustia. Se detuvo en el pasillo para recuperar la compostura y me explicó que venía sufriendo esa fobia desde hacía un año. Había ido a un psiquiatra. Me di cuenta de que no le había servido de mucho. Una vez que salió del ascensor estuvo bien, pero noté que se mantenía alejado de las ventanas. A la hora de irse lo acompañe caminando al corredor. Yo sentía curiosidad. Cuando llegó el ascensor, se volvió y me dijo:
-Creo que voy a bajar por la escalera.
Lo llevé hasta la escalera y bajamos lentamente los once pisos. Se aferraba al pasamano. Nos despedimos en el hall. Subí en el ascensor y le conté a mi esposa del miedo de mi hermano a que el edificio se viniera abajo. A ella le resultó triste y extraño, y a mí también, no obstante me resultaba terriblemente divertido.
No fue tan terriblemente divertido cuando, un mes después, la firma para la que trabajaba mi hermano se mudó al piso cincuenta y cinco de un nuevo edificio de oficinas y él tuvo que renunciar. No sé qué motivos habrá alegado. Pasaron seis meses hasta que encontró un nuevo empleo en una oficina en un tercer piso. Un atardecer de invierno lo vi en la esquina de Madison Avenue y la Cincuenta y Nueve, esperando el cambio del semáforo. Se lo veía como un hombre inteligente, civilizado, bien vestido, y yo me pregunté cuántos de los tipos que esperaban junto a él para cruzar la calle se abrían camino, como él, a través de una ruina de delirios absurdos, en los cuales la calle aparecía como un torrente y el taxi que se acercaba era conducido por el ángel de la muerte.
Mi hermano estaba perfectamente bien en tierra firme. Mi mujer y yo fuimos con los chicos a pasar un fin de semana a su casa en New Jersey, y se lo veía bien y saludable. No le pregunté sobre su fobia. Volvimos a New York el domingo a la noche. Al acercarnos al puente George Washington divisé una tormenta eléctrica sobre la ciudad. Un viento fuerte sacudía el auto mientras cruzábamos el puente y casi pierdo el control del volante. Era como si la enorme estructura bailara. En la mitad del puente pensé que el camino empezaba a ceder. No veía signos de colapso, pero estaba convencido de que en el siguiente minuto el puente se partiría en dos y arrojaría las largas filas de autos al agua oscura debajo de nosotros. Ese desastre imaginario era terrorífico. Mis piernas estaban tan flojas que me parecía que no podría frenar el auto si fuera necesario. Ahí empecé a tener dificultades para respirar. Solo abriendo bien la boca y jadeando podía tomar un poco de aire. Me subió la presión y la vista se me nubló. Siempre me pareció que el miedo sigue una trayectoria y que al alcanzar el clímax, el cuerpo y tal vez el espíritu se defienden inventando alguna nueva fuente de energía. Una vez superado el centro del puente, la angustia y el terror disminuyeron. Mi mujer y mis hijos admiraban la tormenta y no parecían haber notado mis espasmos. Yo temía que el puente se cayera pero también que ellos notaran mi pánico.
Repasé aquel fin de semana en busca de algo que explicara mi ridículo miedo de que el puente George Washington se cayera durante la tormenta; había sido un agradable fin de semana y, aún bajo el más exagerado escrutinio, no pude descubrir en mí ninguna causa de disturbio nervioso o ansiedad. Más tarde, durante la semana, tuve que ir a Albany y aunque el día era claro y sin viento, el recuerdo de mi primer ataque era muy manifiesto; di un rodeo por la orilla este del río hacia Troy, hasta encontrar un viejo puentecito que podía cruzar confortablemente. Eso significó desviarme quince o veinte millas de mi camino; resulta humillante encontrar tus desplazamientos obstruidos por barreras insensatas o invisibles. Volví de Albany por la misma ruta y a la mañana siguiente fui a ver al médico de la familia y le conté que le tenía miedo a los puentes.
Se rió.
-¿Vos justamente? -dijo desdeñoso.- Va a ser mejor que te controles.
-Pero mamá le tiene miedo a los aviones -dije- y mi hermano detesta los ascensores.
-Tu madre ya pasó los setenta -dijo- y es una de las mujeres más singulares que conozco. Yo no metería a tu madre en esto. Lo que necesitás es un poco más de agallas.
Eso era todo lo que tenía que decir, así que le pedí que me recomendara un analista. El no incluía al psicoanálisis entre las ciencias médicas y me dijo que perdería mi tiempo y mi dinero, pero como su obligación era ayudarme me dio el nombre y la dirección de un psiquiatra que me dijo que mi miedo a los puentes era la manifestación superficial de una profunda ansiedad y que tendría que encarar un análisis completo. Yo no tenía tiempo ni dinero ni, sobre todo, confianza en el método del doctor como para ponerme en sus manos y le dije que trataría de arreglarme solo.
Obviamente, el dolor puede ser verdadero o falso, el mío era falaz, pero ¿cómo persuadir a mis luces y signos vitales de esto? Mi juventud y mi infancia habían conocido años profundamente turbulentos y años jubilosos ¿podrían las repercusiones de ese pasado explicar mi miedo a las alturas? La idea de llevar una vida limitada por barreras ocultas me resultaba inaceptable, así que decidí hacerle caso al médico de la familia y poner un poco más de mí mismo. Esa semana tenía que ir a Idle Wild y en lugar de tomar un ómnibus o un taxi, manejé el auto yo mismo. Casi pierdo la conciencia en el puente de Triborough. Cuando llegué al aeropuerto pedí una taza de café, pero la mano me temblaba tanto que derramé el café sobre el mostrador. Al hombre que estaba a mi lado le resultó divertido y me dijo que se notaba que yo había pasado una linda noche ¿Cómo explicarle que me había acostado temprano y sobrio, pero que le tenía miedo a los puentes?
Esa tarde volé a Los Ángeles. Cuando aterrizamos era la una en punto en mi reloj, o sea apenas las diez en California. Estaba cansado y tomé un taxi hasta el hotel de siempre, pero no pude dormir. Frente a mi ventana había un monumental cartel de una mujer joven publicitando un night club de Las Vegas. Ella giraba lentamente en un rayo de luz. A las dos de la mañana, la luz se apagó, pero ella siguió girando sin descanso toda la noche. Nunca la vi detenerse y me pregunté en qué momento le engrasarían el mecanismo o le limpiarían los hombros. Sentí algún cariño por ella, ya que ninguno de los dos podía descansar, y me pregunté si tendría familia -¿una madre teatral, un padre quebrantado que manejaba un ómnibus municipal en West Pica Line?-. Cruzando la calle había un restaurant y vi a una mujer borracha con un abrigo de marta que era llevada hasta un auto. Dos veces se estuvo por caer. Las luces cruzadas desde la puerta abierta, la hora avanzada, su borrachera y la solicitud del hombre que la acompañaba, componían, pensé, una escena triste y solitaria. Entonces dos autos que parecían correr una carrera por Sunset Boulevard frenaron en el semáforo bajo mi ventana. Tres hombres saltaron de cada auto y empezaron a trompearse. Podías oír los golpes en los huesos y cartílagos. Cuando la luz cambió, volvieron a sus autos y retomaron la carrera. La pelea, como el arco de luz que yo había visto en el avión, también parecía la señal de un mundo nuevo aunque, en este caso, una emergencia de brutalidad y caos. Entonces recordé que tenía que ir a San Francisco el jueves, y que me esperaban en Berkeley para el almuerzo. Eso significaba que tendría que cruzar el puente San Francisco-Oakland. Resolví tomar un taxi de ida y vuelta y dejar el coche que había alquilado en el garaje del hotel. Traté una vez más de descifrar el motivo de mi temor a que el puente se derrumbara. ¿Estaría siendo víctima de alguna disfunción sexual? Mi vida ha sido promiscua, despreocupada y una fuente de inmensos placeres pero, ¿habría algún secreto que debería ser revelado por un profesional?, ¿eran mis placeres imposturas y evasiones y estaría en realidad enamorado de mi madre en su traje de patinadora?
Contemplando Sunset Boulevard a las tres de la mañana sentí que mi terror a los puentes era una expresión de mi horror, burdamente oculto, hacia aquello en lo que el mundo se estaba convirtiendo. Podía manejar correctamente por las afueras de Cleveland y de Toledo, pasando por el lugar natal del hot dog polaco, los puestos de hamburguesas Buffalo, los parques de autos usados y la monotonía arquitectónica. Afirmo que disfruto paseando por Hollywood Boulevard en una tarde de verano. He alabado alegremente el cielo del atardecer colgando más allá de las desaliñadas y expatriadas palmeras de Doheny Boulevard, firmes contra la incandescencia, alineadas como trapeadores húmedos. Duluth y East Seneca son encantadoras, y si no lo son, bueno, miremos hacia adelante. La horrenda carretera entre San Francisco y Palo Alto no es nada más que la búsqueda de hombres y mujeres honestos de un lugar decente donde vivir. Lo mismo sucede con San Pedro y con toda esa costa. Pero la altura de los puentes parecía un eslabón que no podía cerrar o enlazar a esta cadena hipócrita de admisiones. Lo cierto es que detesto las autopistas y las hamburguesas Buffalo. Las palmeras expatriadas y las urbanizaciones monótonas me deprimen. La música continua de los trenes de tarifa especial exacerba mis sentimientos. Detesto la destrucción de los monumentos familiares, me perturban profundamente la miseria y el alcoholismo que encuentro en mis amigos. Aborrezco las prácticas deshonestas que veo. Y fue en lo más alto del arco del puente donde me di cuenta, de repente, de la profundidad y la amargura de estos sentimientos acerca de la vida moderna y de la profundidad de mi anhelo de un mundo más vívido, más simple y más apacible.
Pero yo no podía reformar Sunset Boulevard, y aunque pudiera, no podía atravesar el puente San Francisco-Oakland. ¿Y qué iba a hacer? ¿Volver a St. Botolphs, ponerme un saco de Norfolk y jugar a las cartas junto a la chimenea? Hay un solo puente ahí, y lo podés cruzar con un tiro de piedra.
Llegué a casa desde San Francisco el sábado y encontré a mi hija que había vuelto del colegio a pasar el fin de semana. El domingo a la mañana me pidió que la llevara a la convención escolar en Jersey, donde estudia. Tenía que volver a tiempo para la misa de las nueve y dejamos el departamento un poco después de las siete. Charlamos y nos reímos, mientras nos aproximábamos (y de hecho ya estábamos ahí) al Puente George Washington, sin recordar mi debilidad. Esta vez no hubo preliminares. El ataque llegó como una ráfaga. Mis piernas perdieron la firmeza, jadeaba para respirar y sentía la aterradora pérdida de la visión. Estaba, a la vez, decidido a ocultar mis síntomas ante mi hija. Llegué al otro lado del puente, pero temblaba con violencia. Mi hija no pareció darse cuenta. La dejé en la escuela a tiempo, le di un beso de despedida y volví a casa. Ni pensar en cruzar de nuevo el puente George Washington, así que decidí encarar hacia el norte hasta Nyack y cruzar por el puente de Tappan Zee. Lo recordaba como más gradual y anclado en las orillas con más seguridad. Manejando por la orilla oeste, decidí que lo que necesitaba era oxígeno y abrí todas las ventanillas del auto. El aire fresco me ayudó, aunque por un momento. Podía sentir cómo menguaba mi sentido de realidad. La banquina y el auto mismo parecían tener menos sustancia que un sueño. Tenía algunos amigos en la zona; pensé en parar y pedirles un trago, pero faltaba poco para las nueve de la mañana y no sabía cómo enfrentar la incomodidad de pedirles alcohol tan temprano y explicarles que le tenía terror a los puentes. Pensé que me sentiría mejor si hablara con alguien; paré en una estación de servicio y cargué nafta. El empleado era lacónico y estaba medio dormido, y yo me sentí incapaz de decirle que su conversación haría la diferencia entre la vida y la muerte. Para entonces ya tenía que volver a ponerme en camino y empecé a considerar de qué alternativas disponía si no podía cruzar el puente. Podría llamar a mi esposa y pedirle que arreglara las cosas para relevarme, pero nuestra relación implicaba tanta autoestima, que tener que admitir abiertamente esta estupidez podría dañar nuestra felicidad conyugal. Podría llamar al garaje y pedirles que me mandaran un chofer. Podría estacionar y esperar hasta la una, cuando abrían los bares y atiborrarme de whisky, pero había gastado todo en la nafta. Decidí darme una oportunidad y volví a acercarme al puente.
Volvieron todos los síntomas, y esta vez mucho peor que antes. De golpe me quedé sin aire. Mi equilibrio era tan tembloroso que el auto se movía de un carril a otro. Manejé hasta un costado y puse el freno de mano. El desamparo de mi situación era espeluznante. Si en ese momento me hubiera sentido miserable por un amor romántico, atormentado por la enfermedad o estuviera bestialmente borracho, me hubiera sentido más digno. Recordé el rostro de mi hermano, pálido y sudoroso en el ascensor, y a mi madre con su falda roja, levantando graciosamente una pierna en brazos del asistente de la pista de patinaje, y me pareció que los tres éramos actores de una tragedia sórdida y amarga, cargando pesos insoportables y separados del resto de la humanidad por nuestros infortunios. Mi vida se había terminado y nunca volvería. Todo lo que había amado, los cielos azules, la valentía, la lujuria y el natural entendimiento con las cosas nunca volverían. Yo terminaría en la guardia de un psiquiátrico, aullando que los puentes, todos los puentes del mundo, se estaban viniendo abajo.
Fue entonces cuando una chica abrió la puerta del auto y entró.
-Pensé que nadie me iba a levantar en el medio del puente -dijo.
Llevaba una valija de cartón y -créanme- un arpa pequeña envuelta en una funda gastada. Su pelo lacio castaño claro, muy cepillado, con mechones rubios, se derramaba como una capa sobre sus hombros.
Su rostro era pleno y feliz.
-¿Estás haciendo dedo? -le pregunté.
-Sí.
-¿No es peligroso para una chica de tu edad?
-No, para nada.
-¿Viajás mucho?
-Constantemente. Canto un poco. Actúo en los cafés.
-¿Y qué cantás?
-Música folk, mayormente. Y algunas cosas antiguas, Purcell y Dowland. Pero mayormente música folk. I gave my love a cherry that had no stone -cantó con voz pura y hermosa- I gave my love a chicken chat had no bone /I told my love a story that had no end / I gave my love a baby with no cry in.
Cantó para mí a través de ese puente que ahora parecía ser increíblemente racional, durable y la construcción más hermosa diseñada por hombres inteligentes para simplificar mis viajes. Y las aguas del Hudson allá abajo lucían encantadoras y tranquilas. Todo volvió, los cielos azules, la valentía, los altos espíritus de la lujuria, una extática serenidad. Su canción terminó cuando llegamos al peaje de la orilla este. Me agradeció, me dijo adiós y se bajó del auto. Me ofrecí para llevarla donde sea que tuviera que ir, pero ella sacudió su pelo y se alejó caminando y yo manejé hacia la ciudad a través de un mundo que, restaurado para mí, se veía maravilloso y justo. Cuando llegué a casa, pensé en llamar a mi hermano y contarle lo que había pasado, por si hubiera también un ángel de los ascensores, aunque el arpa -ese solo detalle- me ponía en riesgo de parecer ridículo o loco. Y no lo llamé.
Me gustaría decir que estoy convencido de que en todos los momentos difíciles contaré siempre con alguna misericordiosa intercesión, pero no pretendo desafiar a la suerte, así es que me mantendré lejos del Puente George Washington mientras pueda cruzar el Triborough y el Tappan Zee con facilidad. Mi hermano le sigue teniendo miedo a los ascensores y mi madre, aunque un poco rígida, sigue dando vueltas y vueltas sobre el hielo.
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