Rainer Maria Rilke - El fantasma

17 jul 2020

Rainer Maria Rilke - El fantasma


Rainer Maria Rilke - El fantasma
  

El conde Paul pasaba por irritable. Cuando la muerte le arrebató prematuramente a su joven esposa, lo arrojó todo tras ella: sus propiedades, su dinero y hasta sus queridas. Servía entonces en los dragones de Windischgrátz.

  El barón Stowitz le dijo un día:

  —Posee la boca de la difunta condesa.

  Esas palabras conmovieron al viudo. Desde entonces, tenía siempre un vaso de vino al alcance de la mano. Le parecía que era la única manera que tenía de ver esa boca amada que iba constantemente a su encuentro. El hecho es que dos años más tarde ya no le quedaba ni una moneda.

  Sin embargo, cuando un día nos encontramos, por azar, en la vecindad de uno de los dominios de familia de Felderode, el conde nos invitó a acompañarlo.

  —Es necesario que os muestre el lugar de mi dicha —declaró y, volviéndose hacia las damas—: El sitio donde ha transcurrido mi infancia.

  Un lindo atardecer de agosto llegamos en gran número a Gran-Rohozec. El buen humor del conde nos había demorado. Estaba chispeante de ingenio. Nos sentíamos encantados los unos con los otros y no adelantábamos. Al fin decidimos, pues la hora de las visitas había pasado, ir al castillo justo al día siguiente y asistir a la puesta del sol desde lo alto de la ruina.

  —¡Mi ruina! —exclamó el conde, y parecía envolver su esbelta silueta en esas viejas murallas como en una capa de oficial.

  Tuvimos la sorpresa de descubrir allí arriba un pequeño albergue, y nuestro humor se puso más alegre aún.

  —Estoy apegado a esas viejas piedras con todas mis fibras —proclamó el conde Paul, yendo y viniendo detrás de las almenas del torreón.

  —¿Te han anunciado para mañana nuestra visita allá abajo?

  Y una voz de mujer inquirió:

  —¿A quién pertenece ahora Gran-Rohozec?

  El conde hubiera hecho, de buen grado, oídos sordos:

  —¡Oh, un excelente joven!… Financiero, naturalmente… cónsul, o no sé qué.

  —¿Casado? —preguntó otra voz de mujer.

  —No, provisionalmente acompañado por su madre —respondió el conde riendo.

  Después encontró excelente el vino, encantadora la compañía, inmejorable la tertulia, y grandiosa su idea de venir aquí. Entretanto, cantó romanzas italianas, no sin pasión, y bailó danzas campesinas ejercitándose en hacer los saltos necesarios.

  Cuando al fin dejó de cantar, juzgué bueno dar la señal de partida.

  Pretextamos fatiga, lo comprometimos a quedarse una corta hora más en «su ruina»; en cuanto a nosotros, bajamos al albergue del pueblo.

  Nuestro camino pasaba delante del castillo que, aquella noche, desafiaba la oscuridad por todas sus ventanas. El cónsul ofrecía justamente una recepción.

  Era casi media noche cuando los últimos carruajes abandonaron el parque. La madre del cónsul apagaba las candelas en el vestíbulo entreabierto. Cada nuevo paño de oscuridad parecía formar cuerpo con ella, que se tornaba de más en más informe a medida que desabotonaba su vestido de raso de talle demasiado estrecho.

  Parecía ser la oscuridad misma, que no tardaría en colmar el castillo por entero.

También el hijo iba y venía, puntiagudo y anguloso como un torpedo; se hubiera dicho que buscaba retener a su madre al borde de las tinieblas. En realidad se movía a causa de la frescura. La madre y el hijo se cruzaban muy a menudo delante del fastuoso espejo que tenía prisa por arrojar aquella madeja de pliegues y de miembros. Estaba halagado por las imágenes que había reflejado esa noche: dos condes, un barón, numerosas damas y señores muy presentables. ¿Y ahora querían que se aviniera a ese cónsul negro y enclenque?

  Indignado, el espejo mostraba al nuevo castellano su propio rostro.

  Era una figura bastante mezquina. Sin embargo, el interesado la juzgaba muy nueva e intacta.

  Entretanto, también la madre había callado. Estaba como encogida en un rincón de la pieza, y sólo al cabo de algunos instantes el cónsul se explicó el entrechocarse que emanaba de ella.

  —Mais laissez done, les domestiques… —exclamó él, en francés, de pie ante el espejo, cuando hubo comprendido.

  Luego se olvidó y tradujo él mismo:

  —¿Qué va a pensar la gente? ¡Deja pues eso, mamá! Vete a acostar, llamaré a Friedrich.

  Esta última amenaza tuvo un efecto decisivo. Era una suerte haber conservado al antiguo mayordomo del conde. Si no, ¿cómo se hubiera logrado organizar esa comida? Nunca se sabía qué vestidos se debía poner, y habían tantos otros problemas del mismo tipo. En todo caso algo era cierto, en ese momento: no debe contarse por sí misma la platería, ¿verdad?

  —De modo que deja eso, mamá, te lo ruego.

  La opulenta matrona en raso negro se retiró. En el fondo, despreciaba un poco a su Leon. ¿Por qué no había adquirido un título más reluciente y cuyo brillo se extendiera también sobre ella? «¡Cónsul! ¿Y yo qué?», se decía. Era vergonzoso. Sin embargo se retiró. Leon descuidó vigilar sus manos y las encontró de pronto ocupadas en manipular cucharas de plata. «25, 28, 29», contaba, como si hubiera recitado versos. Oyó de súbito un grito penetrante.

  —¿Qué es lo que pasa? —exclamó con grosería, como si estuviera detrás de un mostrador de mercader.

  «30, 32», contaba maquinalmente.

  No habiendo recibido ninguna respuesta, comprendió que sólo podría contar hasta la tercera docena y, rechazando la 35, atravesó corriendo el salón amarillo, el salón de juegos y el salón verde.

  Ante la puerta acristalada que se abría sobre el dormitorio de su madre, estaba desplomada una forma negra. Era ella, la mujer sin título. Gemía. Intentó primero reanimarla; pero de pronto renunció a esa tentativa y, espantado, miró a través de los cristales de la puerta. Como luchando contra la penumbra, una alta y blanca forma se adelantaba tanteando a lo largo de la pared, se inclinaba, se hundía en las tinieblas, luego reaparecía, imprecisa como un enorme fuego fatuo.

  Leon comprendió, no por un razonamiento, sino por el miedo que experimentó, que aquello era aparentemente algún difunto y lejano abuelo de los Felderode; después pensó que ese hecho sin precedentes era particularmente peligroso porque no se había borrado el escudo de armas condal del techo ni de las sillas. Ese fantasma no podía pues sospechar que el castillo había sido vendido. De ello se seguirían complicaciones interminables. A pesar de la rareza del acontecimiento, el cónsul olvidó durante algunos instantes su propia situación y examinó todas las posibilidades. Una aparición diabólica, tal fue su conclusión. Lo que dura un segundo pensó en precipitarse en la capilla del castillo, pero advirtió que era demasiado novicio y muy inexperto en las cosas del cristianismo para mostrarse a la altura de una situación tan difícil.

  En el mismo instante en que recibió a su pobre madre entre sus brazos, la decoración cambió en el interior de la pieza. Se oyó pronunciar una suerte de violenta fórmula mágica, y de inmediato la bujía ardió sobre la mesa de noche. El fantasma se tendió en el lecho y pareció materializarse estrepitosamente, porque sus gestos se tornaban más y más humanos y más comprensibles. Leon se sintió de repente tentado de estallar en una gran risa y se descubrió una agudeza.

  —¡He aquí otra de esas virtudes aristocráticas! Cuando nosotros nos morimos, estamos bien muertos. Pero esas gentes hacen como si nada hubiera pasado todavía cinco siglos más tarde.

  Llegó hasta demostrar maldad:

  —Naturalmente, antaño esos señores sólo estaban vivos a medias; ahora son sólo muertos a medias…

Juzgó esta observación tan notable que quiso con fines útiles comunicarla a su madre. Ésta recobró el sentido con el tiempo preciso para ver al fantasma sacar las sábanas de noche de debajo de la almohada y arrojarlas a lo lejos, como al mar. Estuvo a punto de desvanecerse otra vez, pero su sentido moral ganó terreno y exclamó:

  —¡Qué individuo grosero! ¡Friedrich, Johanna, August!

  Luego asió a su hijo por el brazo, haciéndole atragantar su buen humor, y lo apremió:

  —¡Ve ahí, Leon, agarra la pistola y ve ahí!

  Leon sintió doblársele las rodillas.

  —Enseguida —gimió con una voz seca, empujando con las dos manos la puerta que cedió; pero una mano se alzó del lecho, como en un gesto de advertencia, se elevó, se cernió y volvió a caer sobre la candela que murió humildemente.

  En el mismo instante, el viejo Friedrich apareció en el umbral del salón verde. Llevaba ante sí un pesado candelabro de plata y permaneció en una posición de espera absolutamente inmóvil tanto tiempo como la madre del cónsul continuó rugiendo:

  —¡Qué individuo grosero! ¡Qué individuo grosero!

  En cambio, Leon demostró oportunidad y coraje. Se expresó más claramente:

  —Un extraño, Friedrich, un ladrón seguramente, se esconde en la habitación de la señora. ¡Ve ahí, Friedrich! Vuelve a poner orden ahí dentro; llama a gente. Yo no puedo…

  El viejo mayordomo se dirigió prestamente hacia la habitación hundida en la sombra. Marchó, por así decirlo, en pos de las últimas palabras del cónsul. Los otros le siguieron con los ojos, ansiosos e impacientes.

  Friedrich asió el cobertor del lecho e iluminó con un gesto brusco el rostro del hombre tendido. Sus movimientos eran tan enérgicos que Leon se sintió capaz de heroísmo y gritó con una voz estridente:

  —¡Echa eso afuera… ese miserable… ese holgazán…!

  Trataba de excusarse a los ojos de su madre con su cólera. Pero Friedrich estuvo de pronto ante él, rígido y severo como un tribunal. Tenía puesto un dedo atento sobre sus labios discretos. Con ese gesto expulsó suavemente a su amo del dormitorio, volvió a cerrar con cuidado la puerta acristalada, hizo caer la mampara, y apagó despaciosamente las cuatro bujías del candelabro, una tras otra. La madre y el hijo acompañaban todos sus gestos con mudas interrogaciones.

  Entonces el viejo servidor se inclinó respetuosamente ante su amo y anunció, como se anuncia una visita:

  —Su Excelencia el conde Paul Felderode, comandante de caballería retirado.

  El cónsul quiso hablar, pero le faltó la voz. Se pasó varias veces el pañuelo por la frente. No se atrevía a mirar a su madre. Pero sintió de pronto que la anciana le tomaba la mano y la retenía dulcemente en la suya. Esa pequeña ternura lo conmovió. Esto unía a esos dos seres y los elevaba por encima de la vida cotidiana, haciéndolos participar un instante del destino de todos aquellos que están sin hogar.

  Friedrich se inclinó otra vez, más profundamente que antes, y dijo:

  —¿Puedo hacer aprestar las habitaciones de los amigos?

  Enseguida apagó la luz en el salón verde y siguió a sus amos caminando sobre la punta de los pies.

En Primavera sagrada y otros cuentos de Bohemia