Ray Bradbury - La muerte y la doncella

29 abr 2020

Ray Bradbury - La muerte y la doncella

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Ray Bradbury - Imagen: Charley Gallay / Getty Images / June 6, 2012


MUY LEJOS, MAS ALLÁ del bosque, más allá del mundo, vivía la vieja Mam, y allí había vivido noventa años, con la puerta herméticamente cerrada, sin abrirle a nadie, fuese el viento, la lluvia, un gorrión que andaba picoteando, o un niño que traía un balde de cangrejos. Si alguien daba unos golpecitos en los postigos; ella gritaba sin abrir:

—¡Vete, Muerte!

—¡No soy la Muerte! —le contestaban.

Pero ella respondía. —Muerte, te conozco, hoy traes la forma de una muchacha. ¡Pero te veo los huesos detrás de las pecas!

O a cualquier otro que llamara:

—¡Te veo, Muerte! —exclamaba la vieja Mam—. ¡Hoy vienes como afilador de tijeras! Pero la puerta tiene triple cerradura y doble tranca. ¡He puesto papel matamoscas en las rendijas, cintas en los agujeros de las llaves, trapos en las chimeneas, telas de araña en los postigos, y he cortado la electricidad para que no entres deslizándote con la corriente! No hay teléfono para que no puedas llamar a mi casa a las tres de la oscura mañana. Y tengo tapones de algodón en las orejas para no oír lo que respondes a lo que estoy diciendo. ¡Vete, pues, Muerte!

Así había sido a lo largo de la historia del pueblo. La gente de aquel mundo que estaba más allá del bosque hablaba de ella y a veces los chicos que dudaban del cuento, tiraban palos a las tejas del tejado para oírle gritar a la vieja Mam: —¡Sigue, adiós, tú que vas de negro con la cara blanca, blanca!

Y el cuento era que la vieja Mam, con semejante táctica, viviría siempre. Después de todo, la Muerte no podría entrar, ¿verdad? Los viejos microbios de la casa ya habían abandonado la lucha hacía tiempo, y se habrían ido a dormir. Todos los microbios nuevos que corrían por el país con nombres nuevos cada semana o cada diez días, si uno les creía a los periódicos, no podrían atravesar el olor del musgo, la ruda, el tabaco negro y la semilla de ricino en puertas y ventanas.

—Nos enterrará a todos —decían en el pueblo alejado por donde pasaba el tren.

—Los enterraré a todos —decía la vieja Mam, sola y haciendo solitarios en la oscuridad con barajas en Braille.

Y así fue.

Pasaron los años sin que otro visitante, fuera muchacho, muchacha, vagabundo o buhonero, llamara a la puerta. Dos veces por año un dependiente de almacén del lejano mundo, un viejo de setenta años, llegaba con paquetes que quizá eran semillas para pájaros, que podrían haber sido bizcochos de leche, pero que venían sin duda dentro de brillantes cajas de acero, con leones amarillos y demonios rojos pintados en las brillantes envolturas, y que el hombre dejaba en la galería de entrada, sobre el agitado mar de leña. Los alimentos podían quedar allí una semana, cocinados por el sol, helados por la luna, durante un adecuado período de antisepsia. Y una mañana desaparecían.

La carrera de la vieja Mam era esperar. Lo hacía bien, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas y el vello de las orejas tembloroso, siempre escuchando, siempre lista.

De modo que no se sorprendió cuando el séptimo día de agosto de su nonagésimo primer año de vida, un joven de cara tostada por el sol cruzó el bosque y se detuvo delante de la casa.

Llevaba un traje como esa nieve que se desliza susurrando en lienzos blancos desde un tejado de invierno, para depositarse plegada sobre la tierra dormida. No tenía coche; había caminado un largo trecho, pero parecía fresco y limpio. No usaba bastón en que apoyarse ni sombrero para protegerse de los rayos aturdidores del sol. No transpiraba. Lo más importante es que sólo llevaba una cosa consigo: una botella de ocho onzas de un líquido verde brillante. Mirando hondamente en este color verde, sintió que estaba frente a la casa de la vieja Mam, y miró hacia arriba.

No tocó la puerta. Caminó lentamente alrededor de la casa y dejó que ella lo oyera andar en círculo.

Después, con ojos de rayos X, dejó que ella sintiera la tranquila mirada.

—¡Oh! —exclamó la vieja Mam, despertándose con una migaja de galleta negra todavía en la boca—. ¡Eres tú! ¡Sé como quién vienes esta vez!

—¿Como quién?

—Como un joven con cara de melocotón rosado. ¡Pero no tienes sombra! ¿Por qué es así? ¿Por qué?

—La gente tiene miedo de las sombras. Por eso dejé la mía del otro lado del bosque.

—Así te veo, sin mirar.

—Oh —dijo el joven con admiración—. Tienes Poderes.

—¡Grandes Poderes para mantenerte a ti afuera y a mí adentro!

Los labios del joven se movieron apenas. —Ni siquiera me molestaré en discutir contigo.

Pero la vieja Mam oyó: —¡Perderías, perderías!

—Y me gusta ganar. Por eso me limitaré a dejar esta botella en los peldaños de la entrada.

A través de las paredes de la casa, el joven oyó los latidos del corazón de la vieja.

—¡Espera! ¿Qué hay adentro? Tengo el derecho de saber qué es lo que dejas en mi propiedad.

—Bueno.

—¡Sigue!

—En esta botella —dijo el joven— está la primera noche y el primer día en que cumpliste dieciocho años.

—¿Qué, qué, qué?

—Lo que has oído.

—¿La noche en que cumplí dieciocho años... el día?

—Eso es.

—¿En una botella?

El joven la levantó y la botella tenía curvas y era como una mujer joven. Tomaba la luz del mundo y la devolvía en un fuego caliente y verde, como los carbones que arden en los ojos del tigre. Parecía de pronto serena, de pronto agitada y turbulenta en las manos del joven.

—¡No lo creo! —exclamó la vieja Mam.

—La dejo y me voy —dijo el joven—. Cuando me haya ido, prueba una cucharada de los pensamientos verdes contenidos en esta botella. Entonces sabrás.

—¡Es veneno!

—No.

—¿Me lo prometes por la memoria de tu madre?

—No tengo madre.

—¿Por quién juras?

—Por mí mismo.

—¡Me matará, eso es lo que quieres!

—Te resucitará de entre los muertos.

—¡Yo no estoy muerta!

El joven sonrió a la casa.

—¿No? —preguntó.

—¡Espera! Deja que me lo pregunte a mí misma: ¿Estás muerta? ¿Lo estás? ¿O lo has estado casi, todos estos años?

—El día y la noche en que cumpliste dieciocho años —dijo el joven—. Piénsalo.

—¡Hace tanto tiempo!

Algo se movió como un ratón junto a una ventana del tamaño de un ataúd.

—Esto te lo devolverá.

El joven dejó que el sol pasara a través del elixir, que brilló como una savia extraída de mil hojas de hierba de verano. Parecía caliente y quieto como un sol verde, parecía salvaje e hinchado como el mar.

—Fue un buen día de un buen año de tu vida.

—Un buen año —murmuró la anciana, escondida.

—Un año de vendimia. Entonces tu vida tenía sabor. ¡Un trago y conocerías el gusto! ¿Por qué no pruebas, eh? ¿Por qué?

El joven sostuvo la botella aún más arriba, y de pronto fue un telescopio, y si uno miraba por un extremo, cualquiera que fuese, se enfocaba una época de un año desaparecido mucho tiempo atrás. Una época verde y amarilla muy parecida a esta luna en la que el joven ofrecía el pasado como un vidrio ardiente entre los dedos serenos. El joven inclinó el frasco brillante y una mariposa de luz al rojo blanco subió y bajó aleteando por los postigos de la ventana, tocándolos como las teclas de un piano gris, sin sonido. Con una hipnótica soltura las alas ardientes se deslizaban por las ranuras del postigo, atrapando un labio, una nariz, un ojo, y posándose allí. El ojo se escabullía; luego, curioso, volvía a encenderse en el haz de luz. Habiendo así atrapado lo que quería atrapar el joven inmovilizó el reflejo de la mariposa, excepto el temblor de las alas vehementes, de modo que el fuego verde del día distante se vertiera a través de los postigos, no sólo de la vieja casa sino también de la vieja mujer. Se oyó que ella respiraba conteniendo el asombro, con un secreto deleite.

—¡No, no, no podrás engañarme! —Sonaba como alguien muy hundido en el agua, que trata de no ahogarse en la perezosa marea.— ¡Venir metido en esa carne! ¡Esa máscara que no puedo ver del todo! Hablar con esa voz que recuerdo de algún año del pasado. ¿La voz de quién? ¡No me importa! ¡Mi mesa de tres patas me dice quién eres realmente, y qué vendes!

—Vendo sólo estas veinticuatro horas de tu joven vida.

—¡Vendes algo más!

—No, no puedo vender lo que soy.

—Si salgo me atraparás y me empujarás a dos metros de profundidad. Te he engañado, te he esquivado durante años. ¡Ahora vuelves gimoteando con nuevos planes, pero ninguno resultará!

—Si sales por esa puerta, no haré más que besarte la mano, damisela.

—¡No me llames lo que no soy!

—Te llamo lo que podrías ser dentro de una hora.

—Dentro de una hora... —susurró la mujer.

—¿Cuánto hace que no caminas por el bosque?

—Desde otra guerra, desde otra paz —dijo la vieja—. No veo nada. El agua está turbia.

—Damisela —dijo el joven—, es un hermoso día de verano. Hay un tapiz de abejas doradas que ahora dibujan esto, ahora aquello en la nave de árboles de esta iglesia verde. En una encina hueca hay miel que fluye como un río de fuego. Quítate los zapatos, aplastarás la menta del campo, te hundirás en ella. Flores silvestres como nubes de mariposas amarillas cubren el valle. Debajo de esos árboles el aire es como agua de pozo profundo, fría y clara, que bebes con la nariz. Un día de verano, joven como ha sido siempre la juventud.

—Pero yo soy vieja, vieja como siempre ha sido la vejez.

—¡Si escuchas, no! Aquí están mi oferta perfecta, mi trato, mi venta, una transacción entre tú, yo y el tiempo de agosto.

—¿Qué clase de trato, qué conseguiré con mi inversión?

—Veinticuatro largas horas de dulce verano, a partir de ahora. Cuando hayamos atravesado este bosque, comiendo la miel y recogiendo las fresas, iremos al pueblo y compraremos el más hermoso vestido de verano, como de tela de araña, y luego subiremos al tren.

—¡Al tren!

—El tren a la ciudad, a una hora de distancia, donde comeremos y bailaremos toda la noche. Te compraré cuatro zapatos, los necesitarás, gastarás un par.

—Mis huesos... no puedo moverme.

—Más que caminar correrás, más que correr bailarás. Miraremos las estrellas que giran en el cielo y haremos salir el sol, ardiente. Tenderemos una cuerda de pisadas a lo largo de la orilla del lago, al alba. Tomaremos el desayuno más grande de la historia de la humanidad y nos tenderemos en la arena como dos pasteles de pollo que se calientan al mediodía. Después, más tarde, con una caja de bombones de dos kilos en el regazo, nos reiremos de vuelta en el tren, cubiertos por el confetti que sale de la perforadora del guarda, azul, verde, naranja, como si nos hubiéramos casado, y caminaremos por el pueblo sin ver a nadie, a nadie, y volveremos a través del bosque en la oscuridad dulcemente perfumada, hasta tu casa...

Silencio.

—Ya ha terminado —murmuró la voz de la mujer—. Y no ha empezado. —Y luego: —¿Por qué lo haces? ¿Qué interés tienes?

El joven sonrió tiernamente. —Pero muchacha, quiero dormir contigo.

La vieja se sofocó. —¡Nunca he dormido con nadie en mi vida!

—¿Eres... virgen?

—¡Y a mucha honra!

El joven suspiró, meneando la cabeza. —Así que es cierto... eres realmente virgen.

No oyó ningún sonido desde la casa y se quedó escuchando.

Suavemente, como si en alguna parte se hubiera abierto con dificultad una canilla secreta, y gota a gota un viejo sistema se pusiera a funcionar por primera vez en medio siglo, la anciana se echó a llorar.

—Vieja Mam, ¿por qué lloras?

—No sé —se lamentó ella.

El llanto se fue calmando al fin y el joven la oyó mecerse en la mecedora, con un ritmo de cuna que al fin la sosegó.

—Vieja Mam —murmuró el joven.

—¡No me llames así!

—Muy bien —dijo él—. Clarinda.

—¿Cómo sabes mi nombre? ¡Nadie lo sabe!

—Clarinda, ¿por qué te escondiste en esta casa hace tanto tiempo?

—No me acuerdo. Sí me acuerdo. Tenía miedo.

—¿Miedo?

—Es extraño. La mitad de mis años miedo de la vida. La otra mitad, miedo de la muerte. Siempre algún tipo de miedo. ¡Ahora, dime tú la verdad! Cuando hayan pasado mis veinticuatro horas, después que hayamos caminado por la orilla del lago y tomado el tren de vuelta y atravesado el bosque en dirección a mi casa, ¿quieres...

El esperó a que lo dijera.

—... dormir conmigo? —susurró la anciana.

—Durante diez mil millones de años.

—Oh. —La voz de la anciana enmudeció.— Es mucho tiempo.

El joven asintió.

—Mucho tiempo —repitió la anciana—. ¿Qué clase de trato es ese, muchacho? Tú me das veinticuatro horas de mis dieciocho años y yo te doy diez mil millones de años de mi precioso tiempo.

—No te olvides, de mi tiempo también. Nunca me iré.

—¿Te quedarás acostado conmigo?

—Sí.

—Oh muchacho, muchacho. Tu voz. Tan familiar.

—Mira —dijo él, y vio que la anciana destapaba el agujero de la cerradura y que el ojo lo espiaba.

El joven sonrió a los girasoles del campo y al girasol del cielo.

—Estoy ciega, casi ciega —gimió la anciana—. ¿Pero es posible que el que esté ahí sea Willy Winchester?

El joven no dijo nada.

—¡Pero Willy, parece que tuvieras apenas veintiún años, ni un día distinto a como eras hace setenta años!

El joven dejó la botella junto a la puerta de entrada y retrocedió deteniéndose entre las malezas.

—¿Puedes...? —Tartamudeó.— ¿Puedes hacer que yo parezca como tú?

El joven asintió.

—Oh, Willy, Willy, ¿eres tú de veras?

La anciana esperó, mirando a través del aire del verano allí donde él estaba descansando y feliz y joven, con el sol centelleándole en el pelo y las mejillas.

Pasó un minuto.

—¿Entonces? —dijo el joven.

—¡Espera! —gimió la anciana—. ¡Déjame pensar!

Y él sintió que allí en la casa la anciana dejaba que los recuerdos le cayeran en la mente como arena que cae en un reloj, depositándose así en un montón de polvo y cenizas.

La anciana alcanzaba a oír el vacío de esos recuerdos que le quemaban la mente mientras caían y caían en un montón cada vez más alto de arena.

Tanto desierto, pensó, y ni un oasis.

La anciana se estremeció.

—¿Entonces? —dijo el joven otra vez.

Y por fin la mujer contestó.

—Extraño —murmuró—. Ahora, de pronto, veinticuatro horas, un día, a cambio de diez millones de billones de años, parece justo, bueno, correcto.

—Lo es, Clarinda. Oh, sí, lo es.

Los pestillos retrocedieron, los cerrojos rechinaron, la puerta crujió. La mano salió rápidamente, tomó la botella y retrocedió revoloteando.

Pasó un minuto.

Entonces, como si se hubiera disparado un arma, unos pasos repiquetearon a través de los cuartos. La puerta trasera se abrió de golpe. Arriba, las ventanas se abrieron de par en par, los postigos cayeron desmoronándose en la hierba. Abajo, un momento después, lo mismo. Los postigos se hicieron trizas cuando ella los empujó. Las ventanas soltaron polvo.

Por último, por la puerta principal, abierta de golpe, de par en par, la botella salió proyectada y fue a estrellarse contra una piedra.

La mujer estaba en la galería, rápida como un pájaro. La luz del sol le daba en la cara. Se quedó como alguien en un escenario, en un solo movimiento revelador, saliendo de la oscuridad. Después, bajando los peldaños, tendió la mano para tomar la mano del joven.

Un niño que pasaba por el camino de abajo se detuvo miró y desapareció retrocediendo con los ojos todavía desencajados.

—¿Por qué me miró así? ¿Soy hermosa?

—Muy hermosa.

—¡Necesito un espejo!

—No, no, no lo necesitas.

—¿Todo el mundo en el pueblo me verá hermosa? ¿No es que lo piense yo solamente, o que tú me lo hagas creer?

—Eres hermosa.

—Entonces soy hermosa, porque así me siento. ¿Todos querrán bailar conmigo esta noche, los hombres se pelearán por tenerme?

—Sí, absolutamente todos.

Abajo, en el sendero, entre el zumbido de las abejas y el movimiento de las hojas, ella se detuvo de pronto y miró al joven a la cara, tan parecida al sol del verano.

—Oh Willy, Willy, cuando todo haya terminado y volvamos aquí, ¿serás bueno conmigo?

El la miró hondamente a los ojos y le tocó la mejilla con los dedos.

—Sí —dijo suavemente—. Seré bueno.

—Te creo, oh, Willy, te creo.

Y bajaron por el sendero hasta perderse de vista, dejando polvo en el aire, dejando abierta la puerta de la casa y los postigos y las ventanas para que la luz del sol se reflejara allí y los pájaros entraran a hacer sus nidos, a criar sus familias, y los pétalos de las deliciosas flores del verano volaran en lluvias nupciales por los largos corredores, sobre una alfombra, y en los cuartos, y sobre la cama que esperaba, vacía. Y el verano, con la brisa, cambió el aire en todos los grandes espacios de la casa para hacerla oler como en el Comienzo o como en la primera hora después del Comienzo, cuando el mundo era nuevo y nada cambiaría y nadie envejecería nunca.

En alguna parte corrían los conejos martillando como acelerados corazones, en el bosque.

Lejos, un tren silbaba, corriendo más rápido, más rápido, más rápido, hacia la ciudad.


En Las maquinarias de la alegría
Traducción de Aurora Bernárdez
Imagen: Charley Gallay / Getty Images / June 6, 2012

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