Gilles Lipovetsky - El suicidio y la falta

29 jun 2019

Gilles Lipovetsky - El suicidio y la falta

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Gilles Lipovetsky - El suicidio y la falta


Durante mucho tiempo, entre los mandatos de la moral individual, el de conservar la vida se benefició de una autoridad supereminente. Como los deberes hacia uno mismo y hacia la sociedad obligaban al hombre a respetar su propia vida, el suicidio sólo podía ser asimilado a un acto indigno. El proceso moderno de laicización de los valores no ha roto en absoluto con la tradición religiosa de reprobación del suicidio, tan sólo ha modificado las razones: de transgresión de los deberes del hombre hacia Dios, se ha convertido en crimen social y en falta moral respecto de uno mismo. Rousseau denuncia el suicidio como «una muerte furtiva y vergonzosa... un robo al género humano»; Comte lo considera un acto inmoral porque al matarse el hombre se desentiende de sus obligaciones hacia la sociedad; Durkheim lo condena porque ofende el culto de la persona humana constitutivo de nuestra moral. Crimen social, el suicidio aparece igualmente como una inobservancia de los deberes del hombre hacia sí mismo, un signo de cobardía frente a las dificultades de la vida. El hombre que pone fin a sus días no es sólo inmoral porque se desentiende de sus obligaciones hacia la colectividad sino porque se sustrae a un deber individual absoluto. Así Kant puede considerar la conservación del propio ser como el primero y el más importante de los deberes del hombre hacia sí mismo, el hombre que se destruye se ofende a sí mismo, atenta contra la dignidad de la humanidad en su propia persona ya que dispone de su cuerpo como de un simple medio. Liberado de la noción de pecado, el suicidio se ha convertido en un comportamiento inmoral en y para sí mismo.

El pensamiento moralista se ha negado a sacar todas las consecuencias del principio de soberanía individual constitutivo de la era moderna democrática, que se ha rebelado contra el axioma individualista afirmando que el sujeto es fundamentalmente el propietario de sí mismo y como tal, libre de poder acortar su vida si así lo desea. Si la Revolución de 1789 dejó de considerar el suicidio como un crimen, el pensamiento moral siguió siendo ampliamente inflexible: los deberes respecto de sí son los primeros, tienen una autoridad superior a los derechos subjetivos y prohíben categóricamente destruirnos. El Estado y el derecho modernos se han desprendido de sus lazos milenarios con el más allá religioso y se han reacomodado a partir de los derechos del individuo, pero la moral y parcialmente las costumbres han seguido siendo tributarias, aunque fuera de manera secularizada, del esquema religioso de la primacía de los deberes, y han vuelto a dar vigencia a la absolutidad del imperativo de autoconservación a contracorriente de la radicalidad liberal individualista.

La más elemental observación del presente señala el final de ese ciclo rigorista. Al suicidio se lo ha liberado masivamente de la idea de falta; en nuestras sociedades ya no tiene connotación inmoral, metamorfoseado como está en drama psicológico y tragedia íntima. Mientras que el acto de autodestrucción ya no provoca la condena colectiva, la conservación del propio ser ha dejado de verse como un deber absoluto hacia uno mismo: el suicidio es una desgracia personal, no una falta a una obligación moral, suscita antes el interrogante que la desaprobación, más la compasión que el ostracismo. Este cambio en las actitudes y representaciones traduce el hundimiento de la cultura de los deberes individuales y correlativamente el triunfo de la lógica de los derechos subjetivos que despliegan sus últimas consecuencias: el individuo pertenece, en primer lugar, a sí mismo, ningún principio está por encima del derecho a disponer de la propia vida. La disminución de la afiliación religiosa, la legitimidad creciente de los valores de libertad privada, la generalización de la cultura psicológica han convergido para «desmoralizan) la muerte voluntaria. La era moralista estigmatizaba el suicidio como una ofensa a un deber individual y social; la era posmoralista reconoce en él el signo extremo de la desesperación, un síntoma depresivo, el efecto de un déficit comunicacional y afectivo. A veces una autoliberación. El referente psicológico ha eclipsado los mandatos imperativos de la moral individual, el deber de conservarnos con vida se ha vaciado de su sustancia, lo hemos reemplazado por el derecho a no sufrir sin que por eso se haya desculpabilizado totalmente el acto suicida. El particular momento de quien oscila fuera del deber no elimina todo juicio moral, trastoca la dirección de las responsabilidades: la falta ya no está unida a la persona que se mata, en lo esencial es asumida por los más cercanos, por los que no pudieron o no supieron impedir el acto de autodestrucción. En nuestra cultura individualista remodelada por el psicologismo, los deberes hacia uno mismo han cedido paso a las exigencias interiorizadas de escucha y de apoyo afectivo de las personas de nuestro entorno.

Aunque ya no sea faltar a un deber, el suicidio no se impone sin embargo como un derecho en sentido estricto. Hablando con propiedad, no es ilegítimo ni legítimo: los que no ayudan a las personas que buscan poner fin a sus vidas son reconocidos como culpables de no asistencia a persona en peligro, los que lo exhortan —Jim Jones y el suicidio colectivo del Templo de Dios— son considerados criminales o monstruos, los que indican con precisión los medios para darse muerte provocan la indignación y son en adelante merecedores de sanciones penales. La emoción suscitada por el libro Suicide, mode d’emploi (Suicidio, instrucciones de uso) ilustra las antinomias de la cultura individualista posmoralista: por un lado, el suicidio ya no se considera una indignidad moral, por el otro, nos rebelamos contra las publicaciones que dan la información adecuada para llevarlo a cabo. Cada cual es reconocido como dueño de su vida, pero la sociedad se dedica a impedir, de diferentes maneras, que los seres «logren» su acto de autodestrucción; cada cual goza, de reconocida autonomía, pero más que nunca la fragilidad emocional de las personas legitima medidas de protección, de reglamentación, de prohibición. Contradicciones de la era neoindividualista que expresa la inclinación del suicidio en el marco de la sola moral interindividual: ya no hay deberes hacia uno mismo, es sólo el respeto a la vida del otro y la consideración de la fragilidad psicológica de las personas lo que se halla en la base del debate sobre la muerte voluntaria en las democracias contemporáneas.

En El crepúsculo del deber

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