Hans Georg Gadamer - La música y el tiempo

16 jul 2020

Hans Georg Gadamer - La música y el tiempo



Hans Georg Gadamer - La música y el tiempo


Si el asunto de la filosofía es entender el pensar, y el aspirar y el preguntar humanos y hacer nuevamente comprensible lo que va de suyo, esta tarea lo incluye casi todo. Sin embargo, pueden darse algunas pocas cosas que ofrecen una resistencia insuperable a esa empresa, como en este caso. Dondequiera que el lenguaje vaya, por delante, con nosotros, el concebir de los conceptos puede lograr sobrepasar algunas barreras. Pero allí donde el lenguaje no va por delante, sino que queda rezagado, hay dos grandes enigmas que nos atormentan, que son reiteradamente encomendados al filosofar sin permitir ver vías de solución.

Concretamente, esto es lo que ocurre, sin duda, en dos campos de nuestro mundo cultural europeo, en el ámbito de la música y en el ámbito de la matemática. Ambas están, desde los comienzos, estrechamente emparentadas y son casi inseparables, tanto entonces, en los pitagóricos, como hoy. El enigma de los números, que no están en otro sitio que en nuestra acción pensante, afecta a una realidad independiente que es absolutamente ajena a nuestro capricho. Precisamente esto es lo que nos deja tan perplejos. Nuestro pensar está asombrado ante la cuestión: qué es eso que obedece su propia ley. Igual que los números, el espacio es, e incluso los espacios que ni siquiera podemos representarnos son entia rationis y, sin embargo, no encuentran amparo en el universo del lenguaje. Los sistemas simbólicos de signos, con cuya ayuda se articulan, conducen a un enigmático ápeiron con que, a fin de cuentas, probablemente comience el pensar humano. Pero ante estos sistemas de signos éste retrocede continuamente. Para el pensar que acompaña al lenguaje y que cubre un extenso espacio de sentido, para el pensar de los poetas y de los que continúan pensando mediante conceptos, el uso de estos signos abstractos es como un deslumbramiento que, más que iluminar la oscuridad habitual, la oculta.

Ciertamente, nos figuramos que este mundo de la matemática es más que un mero instrumental con cuya ayuda, mediante los signos, se fija lo concebido. Pero, ¿qué es? ¿Y qué es el otro mundo del lenguaje, al que Heidegger ha llamado la casa del ser? Los investigadores de la naturaleza apenas pueden concebir por qué los lenguajes simbólicos, tan útiles como son, no pueden ser útiles para otros menesteres; en efecto, con frecuencia sólo plantean la tarea adicional de volver a traducir el lenguaje de fórmulas a palabras y conceptos hasta que pierde la apariencia de univocidad.

¿Qué ocurre con la música, con el lenguaje de los sonidos? ¿Y qué ocurre con la música del lenguaje? Ambos pueden ser cantos y a menudo se los llama así. Cuando es «realmente» canto, se da un juego conjunto del mundo de la palabra y del mundo del sonido, un juego entre dos mundos. Es bien conocido que el poeta y su lector nunca vuelven a encontrarse ni a escucharse plenamente en una poesía a la que se le ha puesto música. Goethe prefería la música de compositores menores al prodigio de las canciones de Schubert y, en fin, la «poesía» de los libretos del grandioso arte de la ópera no pertenece a la literatura universal. ¿Realmente es el mundo de los sonidos, como el de la matemática, un mundo tan completamente distinto del mundo interpretado por los sonidos naturales del lenguaje humano?

En el fondo, en el caso especial del mencionado juego conjunto de palabra y sonido que se da en la canción y en la ópera notamos que este juego conjunto de mundos diversos alude a un secreto fondo común. Este fondo oculto se pone de relieve claramente en algunas manifestaciones de la música occidental, como en el canto gregoriano y en su interpretación en la polifonía flamenca o en el estilo lingüístico de la música de Heinrich Schütz. Estas manifestaciones han inspirado, sobre todo, a Georgiades y, a veces, me parece que las canciones de Hugo Wolf son hasta tal punto así que un aficionado a las poesías de Mörike apenas las puede separar del ductus de Hugo Wolf. Sin embargo, en conjunto, parece que en la palabra poética algo se resiste a la fusión de la música con la melodía lingüística de la poesía, aunque uno se incline finalmente, dócil y agradecido, ante el no menos elevado arte de los compositores de canciones y ante la autonomía del mundo del sonido.

Pero, ¿qué clase de mundo, qué clase de totalidad está por registrar? Incluso quien no esté bien familiarizado con el alfabeto de la música, percibe su legalidad propia y encuentra que es muy distinta del juego de fórmulas matemáticas, que tienen, por cierto, su propio encanto. Así, me pregunto: ¿acaso es el lenguaje de los sonidos un lenguaje real, como el lenguaje del arte poético? Ciertamente, incluso en la lectura silenciosa de poesías, cualquiera «oye», aunque el sonido se da de una manera peculiar, idealizada, inaudible. Así que me pregunto: ¿acaso no hay en juego, cuando «se hace música», una audición parecida a la de esa clase de lectura? Queda, en efecto, una distancia infranqueable entre la forma del sentido y el sonido, que se «oye» leyendo, y cualquier sonido audible que se le dé a esa forma, aunque sea el de la propia voz. Al dejar que un texto hable, al poderlo hacer, lo llamamos interpretación. Parece ser lo mismo que hace quien hace música y lo mismo que hace el lector cuando lee con comprensión.

En este contexto, nos ayuda mucho el uso lingüístico. Nos previene de seguir a aquellos que atribuyen un sentido «secundario» a la interpretación de la música o a la representación de una pieza teatral, un sentido distinto del de la ciencia, cuya «interpretación» de los textos lleva el sello de la cientificidad. En realidad, ¿no es este esfuerzo lo secundario, no es más parecido a la afinación de los instrumentos para que todo resulte «puro» y, a continuación, aparezca la entonación colectiva que conduce al afinado de la orquesta en una forma fónica homogénea? Tanto aquí como allí, lo que resulta nunca es, del todo, repetible. Un oyente lector de una poesía nunca volverá a leer, del todo, como alguna otra vez, aunque siempre lo comprenda «del todo». Lo que lleva a cabo el inspirado director de orquesta —y, en principio, cualquiera de sus músicos (o el director escénico o cualquiera de sus actores)—, sólo puede ser, a fin de cuentas, un modelo para nosotros y para las ciencias interpretativas. El verdadero objetivo de la comprensión no se presenta en la interlocución de los intérpretes, cuyos comentarios llenan gruesos volúmenes, sino en que llegue a hablar la obra que tenemos a la vista. Ningún intérprete, sea de la clase que sea, debería desear existir de otro modo que desapareciendo en este objetivo; no debería querer otra cosa.

Pero, ¿cómo lo puede llevar a cabo? El gran artista debe saber, como cualquiera que comprenda de verdad, si comprende un texto o a una persona. No es casual que me haya venido a las mientes la palabra Vollzug (llevar a cabo), una palabra asombrosa, llena de tensión dialéctica. Toda Zug (tendencia) es un transcurso en el tiempo y todo transcurso en el tiempo deja tras de sí el tiempo transcurrido y deja vacío el emplazamiento que uno acaba de atravesar a toda prisa. Por contra, el interpretar que es comprender no deja nada vacío, ni tras de sí ni ante sí. Quien comprende, sabe esperar y espera, como el buen actor, que no recita de memoria completando los espacios vacíos, sino que tiene la capacidad de esperar, como si buscara y encontrara la palabra, como si estuviera «hablando».

Es verdad que la dialéctica del tiempo que transcurre y se consume lo rige todo. Y, sin embargo, cuando alguien comprende, algo queda detenido. Quien comprende algo, lo retiene en una configuración del tiempo en medio de la tendencia, del discurrir, a que damos el nombre de vida y que no termina en una duración permanente. Pero lo que queda detenido no es el célebre nunc stans, como instante de inspiración. Es, antes bien, una suerte de demora en la que no se demora el ahora, sino el tiempo mismo. Tenemos conocimiento de ello. Quien se abandona a algo, olvida el tiempo.

A veces me parece que, diciendo esto, se aclara el enigma de la música y lo que la distingue de todas las demás artes. La música que «hacemos» interiormente y la música que existe realmente no es otra cosa que ese quedar detenido en el mismo llevar a cabo. Es cierto que en las demás artes el «comprender» ha de tener la misma configuración del tiempo, y la verdad también ha de consistir, en estos casos, en llevar a cabo la comprensión. Pero sólo en la música discurre como pura prolongación. En cualquier otro lugar siempre hay algo que queda detenido dentro de esa prolongación, ya sea el significado terminante de las palabras o el sentido perceptible del discurso. Así ocurre en la poesía y también en la prosa del pensamiento. También hay algo en la secuencia de las figuras de la danza, e incluso en la secuencia estructurada del cuadro, de la escultura, de la obra arquitectónica. La verdad del llevar a cabo en que consiste la música es que no quede detenida otra cosa que la prolongación misma. La llamamos, con buen acuerdo, juego. Pero, ¿qué es, entonces, lo serio?

Si se toma la cultura musical europea como una unidad, uno puede preguntarse si un enunciado tan general acierta a describir su peculiaridad específica y si no queda pendiente la singular afinidad que la música posee con la matemática de los números y las proporciones. En este sentido, la música europea alcanzó su madurez en el clasicismo vienés. Ahora bien, tanto en la música como en las demás artes, nuestro siglo ha recogido nuevos impulsos de otros mundos culturales —piénsese en la violencia desenfrenada del ritmo y en los estimulantes efectos que ejerce una retórica foránea del sonido, vocal e instrumental—. También esto, sin duda, acrecienta la subida y la bajada del pulso vital y existe de un modo enigmático y nos entusiasma. Son, de nuevo, configuraciones del tiempo. Ahora bien, es significativo que, a la vez que irrumpe esa música, y casi acompasando el paso con la expansión de la cultura científica europea y de la técnica industrial, la cultura musical occidental experimente una expansión verdaderamente planetaria. En este paralelismo se anuncia todo un nuevo ámbito de cuestiones —y también en la impresionante velocidad con que se están realizando en nuestro siglo ambas expansiones—. La música «absoluta», en un puesto destacado, forma parte de la maduración de la cultura musical occidental. Con ella entramos de lleno en una nueva dimensión, en un más allá de la multiplicidad de lenguas humanas y, no obstante, enlazando con ellas. Aquí se va abriendo paso una comunicación planetaria, que no es una especie de soplo inmaterial del espíritu, sino que se debe a una acción corporal, a un hacer música, siempre la misma y siempre nueva. Sean dedicadas estas meditaciones a los mensajeros de esa cultura musical de la humanidad.



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