Truman Capote - Música para camaleones

3 may 2020

Truman Capote - Música para camaleones

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Truman Capote - Música para camaleones


Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleáns. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.

Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:

  —Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música? —me contempla con sus bellos ojos negros—. ¿No me cree?

  A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas. Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscuro, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que está enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.

  —Si, claro que le creo.

  Ladea su cabeza plateada.

  —No, no me cree. Pero se lo demostrare.

  Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.

  Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones sales disparados coma chispas de una estrella en explosión.

  Ahora me mira.

  —Et maintenant? C’est vrai?

  —En efecto. Pero resulta muy extraño.

  Sonríe.

  —Alors. Toda la isla flota en lo extraño. Esta misma casa esta encantada. La habitan muchos fantasmas. Y no en la oscuridad. Algunos aparecen en pleno día, con toda la insolencia que pueda imaginarse. Impertinentes.

  —Eso también es corriente en Haití. Allá, los fantasmas se pasean a la luz del día. Una vez vi una horda de fantasmas que trabajaban en el campo, cerca de Petionville. Quitaban insectos de las plantar de café.

  Ella lo acepta como un hecho, y continúa:

  —Oui. Oui. Los haitianos dan empleo a sus muertos. Son famosos por eso. Nosotros los abandonamos a sus penas. Y a sus alegrías. Tan vulgares, los haitianos. Tan criollos. Y uno no puede bañarse allí, los tiburones son muy imponentes. Y los mosquitos: ¡qué tamaño, que audacia! Aquí, en la Martinica, no tenemos mosquitos. Ni uno.

  —Lo he notado; me ha sorprendido.

  —Y a nosotros. La Martinica es la única isla del Caribe que no esta atormentada por los mosquitos, y nadie puede explicárselo.

—Quizá se los traguen todas las mariposas nocturnas.

  Se ríe.

  —O los fantasmas.

  —No. Creo que los fantasmas preferirían las mariposas.

  —Si, las mariposas nocturnas quizá sean más alimento fantasmal. Si yo fuera un fantasma hambriento, preferiría comer cualquier cosa antes que mosquitos. ¿Quiere usted mas hielo en su vaso? ¿Ajenjo?

  —Ajenjo. Es algo que no podemos conseguir en mi país. Ni siquiera en Nueva Orleáns.

  —Mi abuela paterna era de Nueva Orleáns.

  —La mía también.

  Mientras escancia ajenjo de una destellante botella esmeralda, sugiere:

  —Entonces, quizá seamos parientes. Su nombre de soltera era Dufont. Alouette Dufont.

  —¿Alouette? ¿De veras? Muy bonito. Conozco a dos familias Dufont en Nueva Orleáns, pero no estoy emparentado con ninguna de ellas.

  —Lastima. Hubiera sido divertido llamarle primo. Alors. Claudine Paulot me ha dicho que esta es su primera visita a la Martinica.

  —¿Claudine Paulot?

  —Claudine y Jacques Paulot. Los conoció la otra noche, en la cena del gobernador.

Me acuerdo: el era un hombre alto y guapo, el primer presidente del Tribunal de Apelación de la Martinica y la Guyana francesa, que comprende la Isla del Diablo.

  —Los Paulot. Si. Tienen ocho hijos. El es muy partidario de la pena de muerte.

  —¿Como es que siendo viajero, según parece, no la ha visitado antes?

  —¿La Martinica? Bueno, sentía cierta desgana. Aquí asesinaron a un buen amigo mío.

  Los hermosos ojos de madame son una pizca menos amables que antes. Hace una lenta declaración:

  —El asesinato es un caso raro por acá. No somos gente violenta. Serios, pero no violentos.

  —Serios. Sí. En los restaurantes, en las calles, incluso en las playas, la gente tiene unas expresiones bastante severas. Parecen muy preocupados. Como los rusos.

  —No debe olvidarse que aquí la esclavitud no terminó hasta 1848.

  No puedo establecer la relación, pero no pregunto, pues ya esta explicando:

  —Además, Martinica es trés cher. Una pastilla de jabón comprada en París por cinco francos, aquí cuesta el doble. Todo cuesta el doble de lo debido, porque todo es de importación. Si esos revoltosos consiguieran lo que quieren, y Martinica se hiciera independiente de Francia, sería el fin. Martinica no podría existir sin subvención de Francia. Sencillamente, pereceríamos. Alors, algunos de nosotros tienen expresiones serias. Pero, hablando en términos generales, ¿encuentra usted atractivos a los habitantes?

—A las mujeres. He visto a algunas sorprendentemente hermosas. Cimbreantes, suaves, de posturas magníficas, arrogantes; con una estructura ósea tan fina como la de los gatos. Además, poseen cierta fascinante agresividad.

  —Eso es de la sangre senegalesa. Aquí tenemos muchos senegaleses. Pero a los hombres, ¿no les encuentra usted tan atractivos?

  —No.

  —Estoy de acuerdo. Los hombres no son atractivos. Comparados con nuestras mujeres, resultan improcedentes, sin carácter: vin ordinaire. Martinica, comprende usted, es una sociedad matriarcal. Cuando ese es el caso, como en la India, por ejemplo, entonces los hombres nunca llegan a mucho. Veo que está mirando a mi espejo negro.

  Lo estoy mirando. Mis ojos lo consultan aturdidos: quedan fijos en el contra mi voluntad, como a veces lo están por los absurdos destellos de un aparato de televisión mal ajustado. Tiene esa clase de frívolo poder. Por consiguiente, lo describiré con todos sus pormenores; a la manera de esos novelistas franceses de avant-garde, quienes al prescindir de la narración, del personaje y de la estructura, se limitan a párrafos de una página de extensión donde detallan los contornos de un solo objeto, el mecanismo de un movimiento aislado: un tabique, una blanca pared con una mosca vagando a su través. Así: el objeto de la sala de visitas de madame es un espejo negro. Tiene siete pulgadas de alto y seis de ancho. Esta enmarcado en una caja de gastado cuero negro en forma de libro. De hecho, la caja yace abierta encima de una mesa, igual que si fuera una edición de lujo puesta para cogerla y hojearla, pero en ella no hay nada que leer ni que ver, salvo el misterio de la misma imagen de uno proyectada por la superficie del espejo negro antes de alejarse hacia sus profundidades sin fin, hacia sus corredores de oscuridad.

  —Perteneció a Gauguin —explica ella—. Ya sabe usted, por supuesto, que vivió y pinto aquí antes de establecerse entre los polinesios. Este era su espejo negro. Eran artefactos bastante comunes entre artistas del siglo pasado. Van Gogh usó uno. Igual que Renoir.

  —No logro entenderlo. ¿Para que los usaban?

  —Para refrescar su visión. Para renovar su reacción al color, las variaciones tonales. Tras una sesión de trabajo, con los ojos fatigados, descansaban mirando al interior de esos espejos oscuros. Igual que en un banquete los gourmets vuelven a despertarse el paladar entre platos complicados, con un sombat de citron —levanta de la mesa el pequeño volumen que contiene el espejo y me lo tiende—. Lo uso a menudo, cuando tengo los ojos debilitados por tomar demasiado sol. Es sedante.

  Sedante, y también inquietante. La oscuridad, a medida que uno mira dentro de ella, deja de ser negra, pero se convierte en un extraño azul plateado: el umbral de visiones secretas. Como Alicia, me siento al comienzo de un viaje a través de un espejo, recorrido que vacilo en emprender.

  A lo lejos oigo su voz, recelosa, serena, cultivada:

  —¿Así que tenía usted un amigo al que asesinaron aquí?

  —Sí.

  —¿Un americano?

—Sí. Era un hombre de mucho talento. Músico. Compositor.

  —¡Ah! Ya me acuerdo. ¡El hombre que escribía operas! Judío. Llevaba bigote.

  —Se llamaba Marc Blitzstein.

  —Pero eso fue hace mucho tiempo. Quince años, por lo menos. O más. Entiendo que se aloja usted en el hotel nuevo. La Bataille. ¿Cómo lo encuentra?

  —Muy agradable. Con un poco de alboroto, porque están abriendo un casino. El encargado del casino se llama Shelley Keats. Al principio creí que era una broma, pero resulta que es su nombre auténtico.

  —Marcel Proust trabaja en Le Foulard, ese pequeño y excelente restaurante marisquero de Schoelcher, el pueblo de pescadores. Marcel es camarero. ¿Le han decepcionado nuestros restaurantes?

  —Sí y no. Son mejores que en cualquier otra parte del Caribe, pero demasiado caros.

  —Alors. Como he observado, todo es de importación. Ni siquiera cultivamos nuestras propias verduras. Los nativos son demasiado desganados —un colibrí penetra en la terraza y con la mayor naturalidad del mundo, se queda suspendido en el aire—. Pero nuestros mariscos son extraordinarios.

  —Si y no. Jamás he visto unas langostas tan enormes. Absolutas ballenas; criaturas prehistóricas. Pedí una, pero era tan insípida como el yeso, y tan dura de masticar que se me cayó un empaste. Es como la fruta de California: esplendida a la vista, pero sin gusto.

  Sonríe, no de contento:

—Pues le pido disculpas —y yo lamento mi crítica, y me doy cuenta de que no me estoy comportando con mucha gracia.

  —La semana pasada comí en su hotel. En la terraza que da a la piscina. Me quede sorprendida.

  —¿Por qué?

  —Por las bañistas. Las damas extranjeras reunidas en torno a la piscina sin llevar nada por arriba y muy poco por abajo. ¿Esta permitido eso en su país? ¿Mujeres que se exhiban prácticamente desnudas?

  —No en un lugar tan público como la piscina de un hotel.

  —Exactamente. Y no creo que deba tolerarse aquí. Pero, claro, no podemos permitirnos que se incomode a los turistas. ¿Se ha aburrido usted con alguna de nuestras atracciones turísticas?

  —Ayer fuimos a ver la casa donde nació la emperatriz Josefina.

  —Nunca aconsejo a nadie que vaya a visitarla. Ese viejo, el conservador, ¡que charlatán! Y no se cual es peor, si su francés, su inglés o su alemán. ¡Que pelmazo! Como si el viaje hasta allá no fuera lo bastante fatigoso.

  Se va nuestro colibrí. Muy a lo lejos oímos bandas de percusión, panderetas, coros de borrachos (Ce soir, ce soir nous danserons sans chemise, sans pan talons: Esta noche, esta noche bailaremos sin camisa, sin pantalones), sonidos que nos recuerdan que es la semana de Carnaval en Martinica.

  —Normalmente —proclama— me voy de la isla durante el Carnaval. Se pone imposible. El griterío, el hedor.

  Al planear esta experiencia martiniqueña, que incluía viajar con tres compañeros, no sabía yo que nuestra visita coincidiría con el Carnaval; como nativo de Nueva Orleáns, estaba harto de tales cosas. No obstante, la variante martiniqueña demostró ser sorprendentemente vital, espontánea y vívida como la explosión de una bomba en una fabrica de fuegos artificiales.

  —Mis amigos y yo lo estamos disfrutando. Anoche desfiló un grupo maravilloso: cincuenta hombres llevando paraguas negros y sombreros de copa, con los huesos del esqueleto pintados en el torso con pintura fosforescente. Adoro a esas viejas damas con pelucas de lentejuelas doradas y adornos de metal brillante pegados por toda la cara. ¡Y todos esos hombres que llevan los blancos vestidos de novia de sus mujeres! Y los millones de niños llevando cirios, refulgentes como luciérnagas. En realidad, casi nos ocurrió una desgracia. Tomamos prestado un coche del hotel, y justo cuando llegamos a Fort de France, avanzando lentamente por en medio de la multitud, se nos reventó una rueda e inmediatamente quedamos rodeados de rojos diablos con tridentes…

  Madame se divierte:

  —Oui. Oui. Los muchachitos que se visten como demonios colorados. Eso viene de siglos atrás.

  —Si, pero se pusieron a bailar encima del coche. Causando enormes destrozos. El techo era una absoluta plataforma de samba. Pero no podíamos abandonarlo, por miedo de que lo destruyeran por completo. De modo que el más caluroso de mis amigos, Bob McBride, se prestó a cambiar la rueda allí mismo. El problema era que llevaba un traje nuevo de hilo, blanco, y no quería echarlo a perder.

  —En consecuencia, se desvistió. Muy sensato.

—Al menos fue divertido. Ver a McBride, que es un tipo muy formal, en calzoncillos y tratando de cambiar una rueda con la locura del Mardi Gras haciendo remolinos a su alrededor, mientras diablos rojos lo aguijaban con tridentes. Tridentes de papel, por fortuna.

  —Pero mister McBride tuvo éxito.

  —Si no lo hubiese tenido, dudo que yo estuviera aquí, abusando de su hospitalidad.

  —No habría pasado nada. No somos gente violenta.

  —Por favor. No estoy sugiriendo que corriéramos peligro alguno. Solo era…, bueno parte de la diversión.

  —¿Ajenjo? Un peu?

  —Una pizca. Gracias.

  Vuelve el colibrí.

  —¿Y su amigo, el compositor?

  —Marc Blitzstein.

  —He estado pensando. Vino a cenar a casa, una vez. Lo trajo madame Derain. Y aquella noche estaba aquí lord Snowdon. Con su tío, el inglés que construyó todas esas casas en Mustique.

  —Oliver Messel.

  —Oui. Oui. Era cuando aun vivía mi marido. Mi marido tenía buen oído para la música. Le pidió a su amigo de usted que tocara el piano. Tocó varias canciones alemanas —ahora se ha puesto de pie, y me doy cuenta de lo exquisita que es su figura, lo etérea que parece, perfilada en el verde delicado de su vestido parisiense—. Me acuerdo de eso, pero no puedo recordar como murió. ¿Quién lo mató?

  Durante todo el rato, el espejo negro ha reposado en mi regazo, y una vez más mis ojos buscan sus profundidades. Es extraño adónde nos llevan nuestras pasiones, persiguiéndonos como un azote, obligándonos a aceptar sueños indeseables, destinos inoportunos.

  —Dos marineros.

  —¿De aquí? ¿De Martinica?

  —No. Dos marineros portugueses con permiso de un barco que estaba en el puerto. Se los encontró en un bar. El estaba aquí trabajando en una Ópera, y alquiló una casa. Se los llevó a casa con él…

  —Ya me acuerdo. Le robaron y lo mataron a golpes. Fue horroroso. Una tragedia impresionante.

  —Un trágico accidente.

  El espejo negro se burla de mí. ¿Por que has dicho eso? No fue un accidente.

  —Pero nuestra policía cogió a esos marineros. Los juzgaron y condenaron y los mandaron a prisión, a la Guyana. Me pregunto si aún siguen ahí. Le preguntaré a Paulot. El lo sabrá. Después de todo, es el primer presidente del Tribunal de Apelación.

  —En realidad, no importa.

  —¡Que no importa! Deberían haber guillotinado a esos miserables.

  —No. Pero no me disgustaría verlos trabajar en los campos de Haití, quitando insectos de las plantas de café.

Al levantar los ojos del demoníaco brillo del espejo, noto que mi anfitriona se ha retirado momentáneamente de la terraza y ha entrado en su salón umbrío. Resuena un acorde de piano, y otro. Madame esta jugando con el mismo son. En seguida se reúnen los amantes de la música, camaleones escarlatas, verdes, espliego, un auditorio que, alineado en el suelo de terracota de la terraza, se asemeja a una extraña adaptación escrita de notas musicales. Un mosaico mozartiano.


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