Este es un réquiem a
Jorge Luis Borges, escrito el mismo día de su muerte a pedido de Il
Manifesto. El diario quería que yo
intentara explicar lo inexplicable: por qué el más grande escritor de este
siglo había preferido vivir en Buenos Aires, pero morir y ser sepultado en Suiza.
En la Argentina, Borges tiene demasiados
estudiosos de su obra y nadie espera que un novelista que ni siquiera lo
conoció le rinda homenaje sin ir a hurgar en las tripas de sus cuentos y poemas
inolvidables. Recién al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento,
Jorge Lanata me pidió que publicara el artículo en el suplemento Culturas, de Página/12.
De cuantos he leído, mi cuento preferido es
«El muerto». Siempre pensé que la peor desgracia que puede ocurrirle a un
escritor es intentar escribir a la manera de Borges, Cortázar o Bioy Casares.
Si uno siente la necesidad de tomar prestada una voz hasta afinar la propia, lo
mejor es acudir a una de tono menor. Por eso de las estridencias y los vecinos.
Cuando supo que iba a morir, Borges debe haber sentido un
irrefrenable deseo de reencontrar su lejanísima juventud en Ginebra. De un día
para otro levantó su casa de la calle Maipú, en Buenos Aires, despidió a Fanny,
la mucama que lo había cuidado durante treinta años, y se casó con María Kodama,
que era su asistente, su lazarillo, su amiga desde hacía más de una década.
Como lo había hecho
Julio Cortázar en Buenos Aires dos años antes, Borges fue a mirarse al espejo
que reflejaba los días más ingenuos y radiantes de su juventud. Cortázar, en
cambio, necesitaba asomarse al sucio Riachuelo que Borges había mistificado en
poemas y cuentos donde los imaginarios compadritos del arrabal asumían un
destino de tragedia griega.
Curiosa simetría la
de los dos más grandes escritores de este país: Cortázar, espantado por el
peronismo y la mediocridad, decidió vivir en Europa desde la publicación de sus
primeros libros, en 1951. Fue en París que asumió su condición de
latinoamericano por encima de la mezquina fatalidad de ser argentino.
Borges, en cambio,
no pudo vivir nunca en otra parte. Tal vez porque estaba ciego desde muy joven
y se había inventado una Buenos Aires exaltante y épica que nunca existió. Un
universo donde sublimaba las frustraciones y el honor perdido de una clase que
había construido un país sin futuro, una factoría próspera y desalmada.
Borges se creía un
europeo privilegiado por no haber nacido en Europa. Aprendió a leer en inglés y
en francés pero hizo más que nadie en este siglo para que el castellano pudiera
expresar aquello que hasta entonces solo se había dicho en latín, en griego, en
el árabe de los conquistadores o en el atronador inglés de Shakespeare.
De Las mil y una noches y La Divina Comedia extrajo los avatares
del alma que están por encima de las diferencias sociales y los enfrentamientos
de clase. De Spinoza y Schopenhauer dedujo que la inmortalidad no estaba
vinculada con los dioses y que el destino de los hombres solo podía explicarse
en la tragedia. De allí llegó al tango y a los poetas menores de Buenos Aires,
los reinventó y les dio el aliento heroico de los fundadores que han cambiado
la espada por el cuchillo, la estrategia por la intriga, el mar por el campo
abierto. El Rey Lear es Azevedo Bandeira, degradado y oscuramente redimido en
«El muerto». Goethe está en el perplejo alemán de «El sur» que va a morir sin
esperanza y sin temor en una pulpería de la pampa.
En cada uno de sus
textos magistrales, con los que todos tenemos una deuda, un rencor, un
irremediable parentesco bastardo, Borges plantea la cuestión esencial
—dicotómica para él—, de la deformación argentina: la civilización europea
enfrentada a la barbarie americana. Como el escritor Sarmiento y el guerrero
Roca, que fundaron la Argentina moderna y dependiente sobre el aniquilamiento
de indios, gauchos y negros, Borges vio siempre en las masas mestizas y
analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza. Pertenecía a una cultura que
estaba convencida de que Europa era la dueña del conocimiento y de la razón.
Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y las armas de Alemania se
llevó adelante el genocidio «civilizador», la pacificación de esas tierras
irredentas. De aquí, de los criollos, solo podía emanar un discurso salvaje,
retrógrado, sin sustento filosófico, enigmático frente a la consagrada palabra
de Rousseau y Montesquieu.
Borges es el atónito
liberal del siglo XIX que se propone poetizar antes que comprender. La ciencia
no está entre sus herramientas: ni Hegel, ni Marx, ni Freud, ni Einstein son
dignos de ser leídos con el mismo fervor que Virgilio, Plinio, Dante,
Cervantes, Schiller o Carlyle. El único mundo posible para Borges era el de la
literatura bendecida por cien años de supervivencia. De modo que se dedicó a
recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a
contracorriente de las escuelas y las grandes mutaciones de las ideas y las
letras. Fue un renovador del estilo, el más colosal que haya dado la lengua
española, y esa forma, fluida y asombrosa, nos devolvía a las incógnitas y los
asombros de las primeras civilizaciones. Unió, desde su biblioteca
incomparable, las culturas que parecían muertas con los estallidos de Melville,
Joyce y Faulkner. Su genio consistió en transcribir a una lengua nueva los
asombros y los sobresaltos de los papiros y los manuscritos fundacionales. No
amaba la música ni el ajedrez, no lo apasionaban las mujeres, ni los hombres,
ni la justicia. El día que lo condecoró en Chile la dictadura de Pinochet, el
escritor reclamó para estas tierras feroces «doscientos años de dictadura» como
medio de curar sus males. Más tarde, cuando Alfonsín derrotó al peronismo, es
decir a la barbarie americana, escribió un poema de regocijo y esperanza.
En esos días, Julio
Cortázar había retornado a Buenos Aires para verse a sí mismo entre las ruinas
que dejaba la dictadura. Iba a morir muy pronto y volvía a reconocer el suelo
de su infancia, los zaguanes de sus cuentos y las arboledas de las calles por
donde había paseado sus primeros amores. El gobierno lo ignoró (su modelo de
intelectual es Ernesto Sabato) y Borges se molestó porque creía que el único
contemporáneo al que admiraba no había querido saludarlo.
En verdad, Cortázar
—tímido y huidizo— no se atrevió a molestarlo y temía que las diferencias
políticas, ahondadas por la distancias, fueran insalvables. Él le debía tanto a
Borges como cualquiera de nosotros, o más aún, porque el autor de «El Aleph» le
había publicado el primer cuento en la revista Sur.
Muchas veces, en
París, evocamos a Borges. Cuando aparecía uno de sus últimos libros o alguna
declaración terrible de apoyo a la dictadura. Cortázar sostenía —como todos los
que lo admiramos— que había que juzgar al escritor genial por un lado, al
hombre insensato por otro. Había que disociarlos para comprenderlos, ir contra
todas las reglas de razonamiento para crear otra que nos permitiera amarlo y
sentirlo como nuestro a pesar de él mismo.
Porque ese creador
de sofismas, que pensaba como el último de los antiguos, nos ha dejado la
escritura más moderna y perfecta que se conoce en castellano. La que ha sido
más imitada y la que ha dejado más víctimas, porque hoy nadie puede escribir,
sin caer en el ridículo, «una vehemencia de sol último lo define», o rematar un
cuento con algo que se parezca a «Suárez, casi con desdén, hace fuego», o «En
esa magia estaba cuando lo borró la descarga» o «el sueño de uno es parte de la
memoria de todos» o «No tenía destino sobre la tierra y había matado a un
hombre».
Esta contundencia
viene de las lecturas de Sarmiento, pero no tiene continuadores porque la
Argentina que ellos imaginaron se fue enfermando a medida que crecía, como los
huesos sin calcio. El sueño del conocimiento se convirtió en la pesadilla de la
falsificación y varias generaciones de intelectuales escamotearon la realidad o
se quedaron prisioneros de ella. La literatura de Borges es la última elegía
liberal, el canto del cisne de una inteligencia restallante pero ajena. No por
nada los jóvenes de las últimas generaciones quisieran haber escrito El juguete rabioso o Los siete locos, de Roberto Arlt, aunque
admiren la simétrica perfección de «Funes el memorioso» y «Las ruinas
circulares».
Es que la perfección
está tan alejada de lo argentino como el futuro o el pensamiento de los gatos.
Borges no es grandilocuente, los argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento
y Cortázar, que se interna, como Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena
a amigo, a compañero, y Borges a maestro, a sabio cínico.
Así como Cortázar
había asumido su destino latinoamericano pero no podía separarse de París,
Borges vivía en Buenos Aires porque creía que así estaba más cerca de Europa.
Antes de morir, ambos fueron a cumplir con el juego de los espejos y las
nostalgias: uno en los corralones de Barracas y el empedrado de San Telmo; otro
en los parques nevados de Ginebra donde había escrito en latín sus primeros
versos y en inglés su primer manual de mitología griega.
Borges fue a morir
lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes Cortázar
había preferido que lo enterraran en París.
Fue, quizás, un
postrero gesto de desdén para la tierra donde imaginó indómitos compadritos que
descubrían la clave del universo, gauchos que temían el castigo de la
eternidad, califas que leían el destino en la cara de una moneda china, bibliotecas
circulares que descifraban el secreto de la creación.
Pocos son los
hombres que han hecho algo por este país y han podido o querido descansar en
él. Mariano Moreno, el revolucionario, murió en alta mar; San Martín, el
libertador, en Francia; Rosas, el dictador, en Inglaterra; Sarmiento, el
civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en París; Gardel, que
nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la selva de Bolivia.
Es como si el país y
su gente no fueran una misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la
separación, al exilio o al desprecio.
En Rebeldes, soñadores y fugitivos
Imagen: Alejandra López
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