21 abr 2020
Silvina Ocampo - El piano incendiado
Empecé por las fotografías: eran de 1950. Las miré con horror, luego me
conmovieron y llegué a ver a niños vestidos de blanco, con los delantales recién
planchados, en un teatro de posturas y movimientos. Miré mi cara. Lo que más
me gustó fueron los ojos. Tenían un color indefinido, azul, verde, violeta. No
puedo explayarme sobre el color de los ojos. Los ojos son lo mejor que tenemos,
pero el color desaparecía en esa foto borrosa. Qué lindos ojos tenía entonces.
Ahora se nota el tiempo, que arrugó los contornos de los párpados y dejó el
resto casi borrado. La foto de mi abuela, tan famosa por su belleza, no tenía
belleza alguna para mi gusto. Un vestido largo, que parecía un batón, la cubría
hasta los pies. El pelo, aparentemente rubio, trenzado, no la favorecía. Pobre,
cómo se enojaría si supiera que no me gusta este retrato. La foto de papá era
horrible, con esas manchas de humedad que lo afeaban; la de mamá, en cambio,
era tan preciosa que durante media hora la miré atentamente, sin sacar los ojos
de encima. Estaba acodada al balcón, sola, como si no existiera otra persona que
la quisiera; los ojos tristes, la boca entreabierta, mirando más allá de donde es
posible mirar. A medida que iba buscando nuevas fotografías y que se alegraba
el tiempo con polleras más cortas y pequeñas travesuras en los tablones de las
faldas, surgió de pronto Herminia, con ese rostro que no dejaba saber si era
buena o mala o simplemente distraída. Nada en el rostro anticipaba la tristeza
profunda que me trajo a lo largo de los años. Pensé que era (como siempre
pensé) perversa, pero no por su culpa, sino por la culpa terrible del tiempo que
va deformando lo bueno y caricaturizando lo malo. Qué triste mundo nos unía y nos desunía. Qué haría yo para alejarme de su lado, sino los subterfugios que
Dios me ofrecía. Dediqué toda mi vida a quererla, sin pedirle nada, ni siquiera el
amor que no era amor sino atención, atención por tal cosa o tal otra; y así fue
cómo llegamos a una situación despareja, en que ella reinaba sobre mí, porque,
debo confesarlo, yo la odiaba. Poco a poco advertí que la odiaba. No podía
soportar que me tocara para pedirme un vaso de agua o un terrón de azúcar;
tampoco que me agradeciera por haberlos traído. El odio subió en mí con su
efervescencia, hasta el día en que Herminia (tal vez por ser mayor que yo) se
unió a una gente en un rincón de la casa donde había un piano negro, de cola.
Que un piano sea maligno no parece posible; el nuestro, en ese momento, lo fue.
En una mesa de vidrio había miles de vasos de distintas bebidas. Lo primero que
pensé fue cuál sería más inflamable. ¿Por qué pensé eso?.
Herminia, con desenvoltura, se sentó frente al piano. Salieron los acordes
más armoniosos que oí en mi vida. Herminia, en vez de mirar el piano, miraba a
un joven a los ojos como si fuera la música. Entonces, sin saber lo que hacía, me
acerqué y le dije:
—Si sigues tocando el piano, lo incendio.
No parecieron oír mi voz. Apoyado en el piano, el joven escuchaba con
atención. Tan rápida como silenciosa, fui al antecomedor y busqué una tela y un
frasco de alcohol, algo para incendiar el piano. ¿Para qué hice esto?. En el
momento más íntimo, sin que nadie me viera, pensé colocar dentro del piano,
que tenía la tapa abierta, la tela empapada en alcohol. Pensé incendiarla y
esperar. Pero ahí estaban los vasos, las bebidas. Dejé caer el alcohol de algunos
vasos, rocié el piano. No tardó en arder, pero nadie lo notó. Estaban entregados
al deseo de oír. Por último alguien gritó:
—Se incendió algo en este cuarto. ¿No sienten olor a quemado?.
Nos asomamos para mirar el piano y vimos llamas altísimas. Herminia y el
joven se asomaron al balcón, abrieron todas las ventanas, buscaron un balde con
agua. Todo fue inútil. El piano se quemaba. Yo me tiré al suelo y recé. Nadie me
miraba, porque miraban el fuego. El fuego ardía menos que yo. Entonces sucedió
lo increíble. Herminia se arrodilló a mi lado y me dijo:
—¿Te das cuenta?. Toqué el piano con tanta pasión que se incendiaron las
notas.
Advertí que el joven la tenía de la mano. Mi odio creció, como crecen las
plantas cuando han estado mucho tiempo sin agua y se les da de beber.
Cuando se apagó el fuego (costó mucho trabajo apagarlo) quedaron unas
pocas notas que todavía sonaban, como si fuera en un sueño.
Durante algún tiempo se habló del piano misterioso. Nadie pensó que
alguien lo había incendiado. Bastaba imaginar el resto, y muchos lo imaginaban:
la colilla de un cigarrillo, un fósforo encendido, cualquier cosa. ¿No se incendian
los campos enteros sin que nadie sepa por qué?. Yo prefiero no imaginar nada y
dejar que la gente siga suponiendo cosas realmente absurdas. ¿Qué era lo que el
piano tocaba y que podía por sus propios medios incendiar?. Todo era Brahms,
los valses de Brahms. Nunca sabré cuál era, aunque podría hasta cantarlo, pero
si lo canto alguien me contesta: "Esto no es de Brahms" y, si lo canto a otra
persona, dice que es Schumann o Grieg, pero yo sigo con mi música dentro de
mi oído, sin poder saber si es ésa o si cantando desafino tanto que la gente no la
reconoce. Qué bueno sería reproducirla y que alguien me dijera: "Mirá, aquí la
tengo, no busques más”, sin saber que las notas se fueron en el fuego para
siempre. Recordé sin embargo las canciones serias, profundas, que duelen. Creo
que nadie olvida ni el aire de la voz que las canta ni el acompañamiento solo,
triste, en el piano. Creo que se trata de dos obras: una la voz, otra la voz del piano, que la acompaña. Si alguien siente la gran tristeza de estas canciones sin
resucitar, no siente el valor de la música. Hay algo en el dolor tan idéntico al más
gran goce que sólo un músico puede apreciar, y por eso, cuando me piden de
contar toda la historia del piano incendiado, la cuento a mi modo. No fui yo quien
lo incendió, fue él mismo el que produjo fuego con sus acordes, y me dejó un
recuerdo tan lleno de amor que sólo así puedo contarlo de un modo más real y
más íntimo, más penetrante, ya que no puedo recurrir a la misma obra, pues
perdí su título, su partitura, todo lo que permitiría demostrar su grandeza, su
inimitable perfección. Pienso que a veces sólo con música puedo descubrirlo, sin
saber de qué autor es la melodía que recuerdo. Probablemente le cambio el tono
y la voz y siempre vuelvo a interpretar la auténtica melodía, dando con la
verdadera luz que la ilustra. No creo que el amor a la música sea único, como tal
vez no creo que la pintura de un cuadro se parezca a la de otro. En el mundo de
un cuadro o de una música, de ese mundo visual surge la faz del amor en una
resolución perfecta que da un goce inasible, como la luz que sale de una
composición lograda. Yo quisiera morir un día de la perfección de un cuadro o de
una música o de un poema.
En Cuentos completos
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