9 oct 2019
Mircea Cărtărescu - «… A lovely little jewish princess…»
LOS CRÍTICOS DIVIDEN A LOS ESCRITORES de diferentes maneras, por afinidades, por generaciones, por familias espirituales y según corrientes literarias, pero por lo que a mí respecta, también se les podría dividir en escritores que han tenido pocas mujeres y escritores que han tenido muchas mujeres. No voy a entrar aquí en detalles, aunque resultarían significativos: ¿qué representa, pues, tener una mujer, por qué me refiero solamente a escritores varones, qué ocurre con los autores gay, etc.? Reconoces inmediatamente a los escritores que han tenido muchas mujeres en su vida: en sus páginas los personajes femeninos son una especie de autómatas de pelo largo (y rubio), con pechos grandes y posaderas redondas, que vienen cuando los llamas y desaparecen una vez la acción —si la hay— ha llegado a su fin. En ellos el erotismo no es más importante que la gastronomía o una partida de tenis.
En cambio, los que han tenido pocas mujeres (por no hablar de los que no han tenido ninguna, los más infelices de entre ellos) tienen la tendencia delirante a describir en decenas de páginas cualquier detalle de sus sonrisas, restituir cual quier palabra suya, filosofar sobre la feminidad como arquetipo, desarrollar una entera mística alrededor de las grandes diosas del amor y de la muerte. Se refieren, claro, a las pobres dos o tres mujeres con las que han tenido trato como si tuviesen que suplir de esta manera, por la calidad de la escritura, la cantidad deficitaria de experiencia. Por mucho que nos esforcemos, por lo demás, no podremos salir del dilema voicaniano: la metafísica en un extremo del espectro y una parte delicada de la anatomía femenina en el otro.
Bueno, yo me cuento entre los que están más cerca de la metafísica en este continuum de la feminidad. Del grupito de mujeres (¡pero qué mujeres!) que han honrado mi pensamiento, mi vida y mi lecho, he escrito decenas de veces. Las volutas de su cuerpo, el rictus de su boca, y los rizos de sus caprichos no han dejado de figurar en páginas arrugadas y ardorosas como las sábanas de un hombre solitario. Innumerables veces me he paseado por el museo helado y desnudo bajo la bóveda de mi cráneo, mirando una y otra vez a esas pocas muestras: mujeres espectrales, cientos de veces más altas que yo, encaramadas a pedestales criselefantinos, con sus nombres cincelados en placas de ónice. Las conozco como me conozco a mí mismo. Ellas, que envejecen oscuramente en algún rincón del mundo, que envejece a su vez, han dejado una huella definitiva en el nitrato de plata de mis páginas, donde viven, jóvenes y extraordinarias, sin las deformaciones de la gravidez y de la nostalgia.
Ahora pienso en Ester, con la que no me acosté nunca, una circunstancia que evoca la menuda pero tan intensa pregunta: ¿qué significa tener una mujer? Porque en realidad no has tenido decenas de mujeres con las que has hecho el amor, y en cambio sientes que nunca has poseído a ninguna más plenamente, más extáticamente que a la pobrecilla que te ha lanzado una mirada en un trolebús abarrotado y a la que desde entonces nunca más has vuelto a ver. Me he acordado varios días seguidos de Ester (que en mi relato REM, escrito cuando nos paseábamos de la mano una noche por el muelle de Dâmboviţa, es la que, disfrazada de hombre, besa por primera vez a la heroína que allí se llama Nana, y que ya no sé cómo se llamaba en realidad) mientras me paseaba al azar por el barrio judío del corazón de Cracovia, mirando los edificios mercantiles, pintados de azul y ladrillo, con letreros con las letras vueltas y cancelas en forma de candelabros de siete brazos. Nuestro grupo de turistas entró después a cenar en el Klezmer Hois, un restaurante «de los suyos» que me trajo al recuerdo inmediatamente a los auténticos Arnoteni de Mateiu Caragiale: una casa de la alta burguesía, con las paredes cubiertas de fotos amarillentas, armarios barrocos con vitrinas llenas de recipientes extraños, carteles de cabaret… La sala, con una columna central como aquella en la que se apoyara en su día Sansón, estaba impregnada de espíritu hebraico. En las ventanas colgaban cortinas de malla ancha hechas a mano, igual que los macramés de encima de las mesas. Una matrona con falda de lentejuelas verde y malva tocaba al violín melodías klezmer, acompañada por un contrabajo y un acordeón. Lavé con cerveza que olía a jengibre la amargura acumulada a lo largo del día (veníamos directamente de Auschwitz), escuchando aquellas frases melódicas que recordaban a veces a nuestras sârbele y a veces a los valses vieneses, y comí después pollo con miel y canela. Sentadas a una mesa muy larga, unas trece mujeres, la mayoría con la inconfundible, aunque inefable, figura oriental de los judíos, se divertían en grande, moviendo alegremente la cabeza al ritmo de la música. Estábamos en Chagall y en Şalom Alehem. Me rondaba por la cabeza la canción de Zappa I need a lovely little Jewish princess, cuando, entre las mujeres de la mesa larga, me pareció ver a Ester. No era ella, naturalmente, pero una de las mujeres tenía su aspecto, incluso aquel aire inefable, aquella dulzura en los rasgos redondeados, aquellas arrugas soñadoras en sus ojos verdes, incluso aquella alteridad que sientes un instante, pero que es tan difícil expresar. Al salir, bajo la bóveda cubierta de estrellas —todas las que relucían en el cielo de Cracovia eran amarillas y tenían seis puntas—, no pensaba más que en Ester, como si hubiera sido transportado veinti… ¿cuántos? años atrás, a la solitaria estación del año en la que fuimos amigos.
Aquella estación resultó ser el verano, un verano bucarestino de los que crees que nunca más vas a despertarte, profundo y lleno de polvo, en el que no tienes ganas más que de pasear por las callejuelas desiertas y sonoras. Ester era una compañera de mi hermana y vivía además en una de aquellas callejas dentro de un barrio de chalets. El apartamento de sus padres (estuve en su casa solamente una vez) era exactamente como la sala de la Klezmer Hois, pero ella, muchos años más joven, tenía el aire exótico y extraño de aquellas mujeres de la mesa larga. De hecho, nacida en nuestro país de padres nacidos también en nuestro país, parecía, sin embargo, una extranjera que hablara muy bien nuestra lengua. Sus gestos, su actitud, la manera siempre sorprendente de reaccionar, más antigua que la lengua, contradecían sus palabras a cada momento. Era muy bonita. De perfil parecía una criatura sutil, delicada, concentrada entera en la mirada. Su cuerpo parecía elástico y erguido, como el de una modelo en la pasarela. Pero en cuanto se volvía hacia uno, en su cara se reflejaba el Sefer-na-Bahir, el Libro de los resplandores: cara redonda, ojos verdes y boca suave y sensual, pero tan sensual que rayaba en lo místico, vaciándose de sexualidad. Ester se convertía entonces en su homónima de la Biblia, aquella hacia la cual el gran rey asirio había extendido su cetro de oro, otorgándole así la vida.
Y hete aquí al escritor que ha tenido pocas mujeres: dispuesto siempre a mitificar… de hecho, con Ester tuve una relación de varios meses, en los que no hablamos de amor ni hicimos el amor, aunque algunas veces llegó a faltar muy poco. Nos paseamos diariamente horas seguidas, estuvimos en tertulias en las que su presencia era hipnótica, en las que sus cabellos larguísimos se desplegaban intempestivamente atrayendo todas las miradas («¡Anda, suertudo!, ¿quién es tu chica?») Estuve también en piscinas sórdidas, en las que no se podía entrar en el agua viscosa. Cuando la llevaba a casa, bien entrada la noche (bajo las estrellas de seis puntas, claro), nos deteníamos por el camino a la luz espectral de algún farol de gas o de las ventanillas de algún trolebús que pasaba fatigosamente, y nos besábamos con desesperación.
Nunca había tenido en mis brazos un cuerpo tan hermoso, una muchacha tan sencilla y, al mismo tiempo, misteriosa. No ocurrió nada especial en todo aquel tiempo. Sus padres no tenían en el brazo ningún tatuaje de Auschwitz que pudiera salvar mi relato de la monotonía (en realidad, para transformarlo en un relato). Ni siquiera hubo nada que se deslizara hacia lo fantástico: Ester no llevaba al cuello ninguna perla que brillara bruscamente en la penumbra ni me dijo nunca, mirándome a los ojos «Hevel havolim, hakol hevel».
Los días empezaron a hacerse más fríos, y aquella tarde en la que Ester me dijo que iba a emigrar con su familia a Israel me vino frío antes de que oyera las palabras. Después me quedé helado. Nos habíamos propuesto tácitamente no enamorarnos el uno del otro, pero es probable que, sin que me hubiera dado cuenta, yo, o algo de mí, hubiese transgredido los límites impuestos. Estábamos en un parque miserable y solitario, apoyados en una mesa de ajedrez de cemento. La llevé a casa, como siempre, nos besamos, como siempre, no nos dijimos adiós, ni siquiera hasta la vista, y después ya no nos volvimos a ver nunca más. Su avión despegó de una pista cubierta de bruma, en aquel otoño (ya) del 86, sin que mis miradas la siguieran mientras se perdía en un cielo cubierto de nubes. Ella habría de vivir a partir de entonces en Haifa, una ciudad muy acorde, por su nombre, con su pelo y su mirada. Yo me quedé en Bucarest, pegado a tierra (creía sinceramente entonces que no iba a poder salir del país nunca), sufrí como un perro durante algunas semanas, y después olvidé. Le envíe cartas sabiendo con seguridad que no le iban a llegar, lo mismo que no me llegó nunca ni una sola carta de Haifa.
Mi cuento tiene un epílogo que se cierra diez años más tarde. Era durante la guerra del Golfo. Sadam había conseguido lanzar algunos misiles anémicos que cayeron en suelo israelí. Estaba escuchando plácidamente las noticias de la BBC, en las que unos testigos de lo sucedido, judíos, de origen rumano, tomaban alternativamente la palabra, cuando «la señora Ester X. de Haifa» (y el otro apellido, también hebreo, que llevaba) dejó de pronto oír su voz: su vieja voz, titubeante, inconfundible. Era como si la Justine de Durrell me hubiese hablado de repente desde el éter. Escuché, con pulso tembloroso, unas pocas frases asustadizas, estuve deambulando por casa, arriba y abajo, durante media hora, farfullando decenas de veces, «Hevel havolim, hakol hevel…» (vanidad de vanidades y todo vanidad), y sobre todo ello se abatió el silencio.
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