27 sept 2019
Angela Carter - El hombre lobo
Es un país del norte; tienen clima frío, tienen corazones fríos.
Frío, tempestad, bestias salvajes en el bosque. Es una vida dura. Las casas son de troncos, oscuras y llenas de humo por dentro. Hay una burda representación de la Virgen tras una vela parpadeante, un pernil de cerdo colgado para que se cure y una sarta de mustios champiñones. Una cama, un taburete, una mesa. Penosas, breves, pobres vidas.
Para los hombres de las tierras altas, el diablo es tan real como vosotros y yo. O más aún, porque no nos han visto a nosotros ni tienen constancia de nuestra existencia, pero el diablo se deja vislumbrar con frecuencia en los cementerios, en los inhóspitos y conmovedores pueblos de los muertos donde las tumbas se decoran con retratos naif de los fallecidos y, como no hay flores para poner, como allí no crecen flores, ponen pequeños exvotos, panecillos y, en ocasiones, pasteles que los osos, surgiendo pesadamente de las lindes del bosque, roban. A medianoche, sobre todo en la Walpurgisnacht, el diablo organiza meriendas en los camposantos e invita a las brujas; luego, desentierran los cadáveres frescos y se los comen. Cualquiera os lo podría decir.
En las puertas, las ristras de ajos cierran el paso a los vampiros. Si un bebé de ojos azules nace con los pies por delante en la noche de san Juan, tendrá el don de la clarividencia. Si descubren a una bruja —una anciana cuyos quesos maduran cuando los quesos de sus vecinos se resisten u otra vieja a quien su gato negro, ¡qué siniestro!, sigue todo el tiempo—, la desnudan y buscan la marca, el pezón supernumerario que amamanta a su familia. Lo encuentran pronto. Después, la lapidan.
Invierno y clima frío.
—Ve a visitar a la abuela, que ha estado enferma. Llévale las galletas de avena que le he preparado en el hogar y un botecito de mantequilla.
La obediente niña hace lo que su madre le dice. Ocho kilómetros de camino por el bosque.
—No dejes el camino, que hay osos, jabalíes, lobos. Ven, toma el cuchillo de montero de tu padre; sabes usarlo.
La niña tenía una roñosa capa de piel de oveja para protegerse del frío; conocía tan bien el bosque que no le daba miedo, pero nunca bajaba la guardia. Cuando oyó el aterrador aullido de un lobo, dejó caer los regalos, sacó el cuchillo y se volvió hacia la bestia.
Era enorme, de ojos rojos y fauces grandes y babeantes. Cualquiera se habría muerto de miedo al verlo, excepto la hija de unos montañeses. Se le lanzó a la garganta, como hacen los lobos, pero ella le asestó un golpe con el cuchillo de su padre y le cortó la pata derecha.
El lobo soltó un aullido, casi un sollozo, cuando vio lo que le había pasado; los lobos son menos valientes de lo que parecen. Se alejó desconsolado entre los árboles, tanto como se lo permitían sus tres patas, dejando un reguero de sangre. La niña limpió la hoja del cuchillo en su mandil, envolvió la pata del lobo en el paño con el que su madre había cubierto las galletas y siguió hacia la casa de su abuela. Poco después, empezó a nevar tan pesadamente que el camino y todas las huellas, marcas y rastros que pudiera haber quedaron sepultados.
Descubrió que su abuela estaba tan enferma que se había acostado, cayendo en un sueño inquieto. Por sus gemidos y temblores, la niña supo que tenía fiebre. Le puso una mano en la frente; ardía. Sacó el paño de la cesta para hacerle una compresa fría y la pata del lobo cayó al suelo.
Pero ya no era la pata de un lobo. Era una mano, cortada por la muñeca; una mano endurecida por el trabajo y moteada por la edad. En el índice tenía una verruga y, en el corazón, una alianza. Por la verruga, supo que era la mano de su abuela.
Apartó la sábana, pero la anciana se despertó y empezó a forcejear con ella, chillando y gritando como una posesa. Sin embargo, la niña era fuerte y, armada con el cuchillo de montero de su padre, logró someter a su abuela el tiempo necesario para descubrir la causa de la fiebre. En el lugar donde había estado su mano derecha había un muñón, ya purulento.
La niña se santiguó y gritó tan alto que los vecinos la oyeron y aparecieron al instante. En cuanto vieron la verruga del índice, supieron que se trataba del pezón de una bruja. A palos, sacaron a la bruja de la cama y, tal como estaba, en enaguas, la arrastraron hasta la linde del bosque, donde la acribillaron a pedradas hasta que murió.
Desde entonces, la niña vivió en la casa de su abuela. Y prosperó.
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