14 ago 2019
Henry David Thoreau - Soledad
Es deliciosa la tarde cuando el cuerpo todo es un solo sentido que absorbe placer por cada uno de sus poros. Voy y vengo en la naturaleza con una extraña libertad, parte de ella misma. Mientras recorro la pedregosa orilla del lago, en mangas de camisa pese al fresco, las nubes y el viento reinando, y sin ver nada que me atraiga en especial, los elementos todos me resultan extraordinariamente simpáticos. Las ranas anuncian estentóreamente la llegada de la noche y la voz del chotacabras vuela con el viento ondulante que atraviesa las aguas. El sentimiento de simpatía hacia las agitadas hojas de los alisos y álamos casi me corta la respiración, pero al igual que la laguna, mi serenidad se riza, pero no se trastorna. Estas pequeñas olas levantadas por el viento vespertino distan de la tormenta como la tersa superficie llena de reflejos. Aunque ya ha oscurecido, el viento sopla y ruge todavía en los bosques, las olas siguen acosándose y algunas criaturas invitan al reposo con sus cantos. La quietud no es nunca, empero, completa. Los animales más salvajes no la conocen y es precisamente ahora cuando acechan a su presa. El zorro, la mofeta y el conejo vagan sin temor ahora por los campos; son los guardianes de la Naturaleza, eslabones que unen los días de la vida animada.
De regreso a casa descubro que he tenido visitantes, y que han dejado allí su tarjeta, un ramo de flores, una guirnalda de siemprevivas o un nombre escrito a lápiz sobre la hoja amarilla de un nogal o en una astilla. Los que no vienen a menudo a los bosques suelen entretener el camino tomando entre las manos algo que luego abandonarán deliberada o accidentalmente. Uno ha pelado una barita de sauce, la ha trenzado en forma de anillo y la ha dejado sobre mi mesa. Siempre podía adivinar si había tenido visitantes en mi ausencia, por las ramitas dobladas, por la hierba chafada, por las huellas de zapatos, etc., y hasta de qué sexo, edad o categoría eran por alguna señal que hubieran dejado, como una flor caída o un manojo de hierba, arrojado luego tan lejos como la vía, a media milla de distancia, o por el olor aún persistente de un cigarro o de una pipa. Más aún, con frecuencia era advertido del paso de un viajero por la carretera que discurría a más de trescientas perchas de distancia por el solo olor de su pipa.
Por lo general hay suficiente espacio a nuestro alrededor y nuestro horizonte no llega jamás a agobiarnos. El denso bosque no se halla justo a la puerta, tampoco el lago, y siempre existe algún claro, familiar y usado por nosotros, que hemos hecho propio y cercado de algún modo, que hemos reclamado a la Naturaleza. ¿Por qué dispongo de este vasto espacio, de este recorrido, de algunas millas cuadradas de bosque despoblado a mi albedrío, abandonado de los hombres para mí? Mi vecino más próximo se encuentra a una milla, y desde mi colina no se divisa casa alguna en derredor, sino la cima de los cerros que se levantan en un kilómetro a la redonda. Mi horizonte está limitado por bosques de mi exclusivo uso; de un lado, la vía lejana, donde tropieza con la laguna; del otro, la cerca que bordea el camino de la arboleda. Pero, en su mayor parte, el lugar donde vivo es tan solitario como las mismas praderas. Es tan Asia o África como Nueva Inglaterra.
Diríase que poseo mi propio sol, mi luna y mis estrellas; un pequeño mundo para mí solo. Jamás pasó viajero alguno de noche junto a la casa o llamó a mi puerta -es como si yo fuera el último de los hombres- salvo en primavera cuando, con grandes intervalos, alguien se acercaba desde el pueblo para pescar fanecas, aunque, francamente, cobraran más bien parte de su propia naturaleza, cebando sus anzuelos en plena oscuridad; pero volvían pronto, por lo común con cestas livianas, dejando «el mundo a la oscuridad y a mí». La noche cerrada no fue, pues, profanada por intruso alguno. Pienso que los hombres sienten aún algo de temor a las tinieblas, pese a que han sido colgadas ya todas las brujas y al advenimiento de los cirios y del cristianismo. Con todo, algunas veces experimenté que la sociedad más dulce y tierna, más inocente y alentadora puede hallarse en cualquier objeto natural, incluso para el pobre misántropo y más melancólico de los hombres. No puede ser muy negra la melancolía del hombre que vive en medio de la Naturaleza y en posesión aún de sus sentidos. Jamás hubo semejante tormenta, sino música de Eolo, para el oído inocente y sano. Nada puede imponer una tristeza vulgar al hombre sencillo y valeroso. Y mientras disfrute de la amistad de las estaciones, confío en que no hay nada que pueda hacer de la vida una carga para mí. La suave lluvia que riega mis judías y me retiene hoy en casa no es aburrida ni melancólica, sino que hasta me hace bien. Aunque me impide escardarlas, su valor supera con mucho el del trabajo. Y si persistiere tanto que pudriere la simiente en el terreno, acarreando la destrucción de las patatas de las tierras bajas, no dejaría de ser buena para la hierba de los pastos elevados, y siendo buena para ellos lo sería para mí. Algunas veces, cuando me comparo con otros hombres, se me antoja que acaso los dioses me hayan favorecido preferentemente, a pesar de algunas lagunas de que soy consciente; es como si dispusiera de una garantía y seguridad con respecto a ellos, que mis compañeros no poseen, y de ahí, de guía y protección especiales. No me alabo, sino que en todo caso soy halagado por los demás. Nunca me he sentido solo ni oprimido en modo alguno por un sentimiento de soledad sino una sola vez, y ello fue a las pocas semanas de mi llegada a los bosques cuando, por una hora, me asaltó la duda de si la vecindad próxima del hombre no sería esencial para disfrutar de una vida serena y saludable.
El estar solo resultaba ingrato. Con todo, era consciente de la anormalidad de mi ánimo y presentía ya mi recuperación. En medio de una suave lluvia, en tanto prevalecían estos pensamientos, me di cuenta de pronto de la dulce y beneficiosa compañía que me reportaba la Naturaleza misma, con el tamborilear acompasado de las gotas y con cada uno de los sonidos e imágenes que arropaban mi casa. Era una sensación de solidaridad tan infinita e inefable, cual atmósfera que me guardara en su seno, que hacía insignificantes todas las ventajas imaginarias que pudiere comportar la vecindad humana, en las que no he vuelto a pensar ya desde entonces. Cada pequeña aguja de pino se dilataba, henchida de simpatía y amistad para conmigo. Tan patente se me hizo la presencia de algo vinculado a mí, hasta en aquellos paisajes que solemos considerar inhóspitos y tristes, y que lo más allegado a mí por humanidad y sangre no era persona ni ciudadano alguno, que pensé que ningún lugar podría ya resultarme jamás extraño.
Mourning untimely consumes the sad;
Few are their days in the land of the living,
Beautiful daughter of Toscar
«El llorar a destiempo consume a los tristes; / Pocos son sus días en la tierra de los vivos, / Hermosa hija de Toscar.» Del Ossian, de Macpherson.
Algunas de mis horas más gratas fueron las que transcurrieron durante los prolongados chaparrones de primavera y otoño, que me recluían en casa mañana y tarde arrullado por su incesante fragor, cuando un crepúsculo temprano anunciaba un largo anochecer en el que muchos pensamientos tenían tiempo de arraigar y desarrollarse. En aquellas lluvias que se apresuraban hacia el nordeste, que tanto ponían a prueba las casas de la villa y a las mujeres apremiaban, balde y estropajo en ristre a la entrada de las casas, para salvarlas de aquel diluvio, yo me sentaba tras la puerta de mi cabaña, toda ella vestíbulo o entrada, y gozaba plenamente de su protección. En una ocasión la tormenta se acompañó de gran aparato eléctrico, y un rayo cayó sobre un gran pino pitea del otro lado de la laguna abriendo un surco en perfecta espiral, de arriba abajo, de dos o más dedos de hondo y como de medio palmo de anchura, como si pretendiera tallarse con él un bastón. Pasé por allí no ha mucho, y me sobrecoge todavía la huella, hoy más visible que nunca, dejada hace ya ocho años por aquel terrorífico e irresistible rayo caído del inofensivo cielo. No es raro que se me diga: «Se me ocurre que debe sentirse usted solo allí, y ansioso quizá de hallarse cerca de la gente en días de nieve y lluvia, especialmente de noche», a lo que yo me siento tentado de replicar: «Este mundo que habitamos no es sino un punto en el espacio. ¿A qué distancia creéis que viven los dos más alejados habitantes de aquella estrella que veis, la anchura de cuyo disco no puede ser apreciada siquiera por nuestros instrumentos? ¿Por qué habría de sentirme solo? ¿No está nuestro planeta en la Vía Láctea? No me parece, en verdad, que esta pregunta que me habéis hecho sea la más importante. ¿Qué clase de espacio es el que separa a un hombre del prójimo y le hace sentirse solitario? Yo he llegado a la conclusión de que no hay movimiento alguno de las piernas que pueda aproximar dos mentes separadas. ¿De qué queremos vivir cerca principalmente? Seguro que no de muchas personas, ni del almacén, la estafeta de correos, el bar, la capilla, la escuela, el colmado, Beacon Hill, Five Points, donde se congregan la mayoría de los hombres, sino de la fuente perenne de nuestra existencia, de donde nuestras experiencias todas nos han revelado que proviene, como el sauce se alza cerca del agua y proyecta sus raíces en su busca. La conclusión variará, está claro, con cada naturaleza, pero ese es el lugar donde el hombre avisado cavará su sótano…». Un atardecer tropecé en la carretera de Walden con un convecino de camino al mercado con una pareja de reses, hombre que ha acumulado lo que se da en llamar «una bonita propiedad», -aunque yo jamás logré hacerme con una buena impresión de ella-, el cual me preguntó que cómo me las arreglaba para renunciar a tantas comodidades modernas. Le respondí que estaba más que seguro de que, comparativamente, me iba harto bien; y no bromeaba. Así, volví a casa para recogerme en mi lecho y dejé que él siguiera tratando de no errar el camino en plena oscuridad y barro, en ruta hacia Brighton -o Bright-town- adonde llegaría a alguna hora de la mañana.
Toda perspectiva de despertar o volver a la vida al hombre muerto hace indiferente todo lugar y tiempo. Donde pueda ocurrir da igual y ha de resultar siempre indescriptiblemente agradable a nuestros sentidos. Las más de las veces dejamos que circunstancias pasajeras y marginales solamente determinen nuestras ocasiones. De hecho, son la causa de nuestra distracción. Lo más próximo a las cosas es ese poder que modula su ser. Junto a nosotros son ejecutadas las leyes más grandes. Junto a nosotros no se encuentra el operario que hemos contratado, ese con quien tanto gustamos conversar, sino aquel cuya obra somos.
«¡Cuán vasto y profundo es el influjo de los vastos y sutiles poderes del cielo y de la tierra!» «Tratamos de percibirlos y no los vemos; tratamos de oírlos y no podemos; identificados con la sustancia de las cosas, no pueden ser separados de ellas.» «Hacen que en todo el universo, los hombres purifiquen y santifiquen sus corazones, y que vistan sus galas domingueras para ofrecer sacrificios y oblaciones a sus antepasados. Es un océano de sutiles inteligencias, que se encuentran en todas partes, por encima de nosotros, a nuestra izquierda y a nuestra derecha; nos rodean por doquier.» Somos sujetos de un experimento que no guarda interés para mí. ¿Acaso no podemos pasarnos sin la sociedad de nuestros chismorreos por un corto lapso de tiempo, dadas las circunstancias, teniendo nuestros propios pensamientos para que nos contenten? Confiado dice en verdad: «La virtud no queda como huérfano abandonado; necesariamente debe tener vecinos». Con el pensamiento podemos estar fuera de nosotros, en sentido sano. Mediante un esfuerzo consciente de la mente podemos permanecer al margen de los hechos y de sus consecuencias; y todas las cosas, buenas y malas, discurren por nuestro lado como un torrente. No estamos completamente integrados en la Naturaleza. Tanto me cabe ser madero arrastrado por las aguas o Indra que lo observa desde los cielos. Puedo sentirme afectado por una función de teatro; por otra parte, puedo no serlo por un suceso real, que parece concernirme más. Sólo me conozco como ente humano; escena, por así decir, de pensamientos y afectos, y reconozco en mí un cierto desdoblamiento, en virtud del cual puedo resultar tan remoto de mí mismo como de cualquier otra persona. Por muy intensa que sea mi experiencia, soy consciente de que existe un algo crítico de mí que, cabría decir, no forma parte de mi ser sino que es espectador que no comparte mis experiencias, pero que toma buena nota de ellas; y eso no forma parte de mi persona en mayor medida que el prójimo. Cuando la comedia de la vida, acaso tragedia, da fin, el espectador sigue su camino. Por lo que a él respecta, no era sino una especie de ficción, una obra de la imaginación tan sólo. Este desdoblamiento puede hacer de nosotros amigos y vecinos mediocres algunas veces.
Encuentro saludable el estar solo la mayor parte del tiempo. La compañía, aun la mejor, cansa y relaja pronto. Me encanta estar solo.
Jamás di con compañía más acompañadora que la soledad. Las más de las veces solemos estar más solos entre los hombres que cuando nos encerramos en nuestro cuarto. El hombre que piensa o trabaja está siempre solo, doquiera se encuentre. La soledad no se mide por la distancia que media entre una persona y otra. El estudiante verdaderamente diligente es tan solitario en una de las pobladas colmenas de Cambridge College como el derviche en medio del desierto. El labrador puede trabajar solo en los campos o en los bosques de sol a sol, roturando la tierra o afanándose en la tala, y no sentir soledad alguna porque se halla atareado; pero cuando de noche regresa al hogar, no puede sentarse en una habitación acompañado solamente de sus pensamientos, sino que debe tomar plaza donde pueda «ver a los suyos» y distraerse o, como piensa, recompensarse por la soledad del día; y así, se pregunta cómo puede el estudiante permanecer en la casa, solo durante toda la noche y la mayor parte del día sin aburrimiento ni nostalgia, y no repara en que ese estudiante, aunque en la casa, sigue trabajando en su campo y talando en su bosque, como el granjero en los suyos, y busca a su vez la misma diversión y compañía que éste, aunque puede que en una forma más condensada. Por lo común la compañía es poco valiosa. Nos encontramos a intervalos muy cortos, sin haber tenido tiempo de adquirir ningún valor nuevo que ofrecernos unos a otros. Nos vemos tres veces al día con ocasión de las comidas, y nos brindamos una nueva prueba de ese queso rancio que somos. Hemos tenido que convenir en una serie de reglas que llamamos de etiqueta y cortesía para hacer este encuentro frecuente tolerable y para evitarnos una guerra declarada. Nos encontramos en Correos, socialmente, y cada noche junto al fuego; vivimos apretujados, interferimos recíprocamente nuestros caminos y chocamos unos con otros continuamente, con lo que, pienso yo, nos perdemos algo de respeto mutuo. En verdad que menos asiduidad bastaría para todas las comunidades importantes y cordiales. Pensad en las muchachas de un taller, jamás solas, vetadas en sus ensueños. Sería mejor si no hubiera más que un habitante por cada milla cuadrada, como donde yo vivo. El valor de una persona no reside en su piel para que tengamos que manosearla.
He oído de un hombre perdido en los bosques y muriéndose de hambre y fatiga al pie de un árbol, cuya sensación de soledad era aliviada por las grotescas visiones con que, dada la debilidad de su cuerpo, le rodeaba su enferma imaginación, y que él creía reales. De igual modo nosotros, por la salud y fortaleza de cuerpo y mente, podemos sentimos constantemente animados por una compañía semejante, aunque más normal y natural, y llegar al convencimiento de que nunca estamos solos.
Yo tengo mucha compañía en mi casa, especialmente por las mañanas cuando nadie me visita. Séame permitido sugerir algunos ejemplos, por ver si alguno logra dar una idea suficientemente aproximada de mi situación. No estoy más solo que el somormujo en la laguna, que ríe tan sonoramente, o que la laguna misma. ¿Qué compañía tienen, me pregunto, esas aguas solitarias? Y sin embargo, no son los espíritus del desaliento sino los celestes los que tiñen de azul sus ondas. El sol brilla solitario, salvo en tiempo enturbiado, en que a veces parece revelársenos doble, aunque uno no sea sino figura imaginaria de reverberación. Dios está solo, pero no y con mucho el diablo, que cuenta con numerosa compañía, con la que hace legión. Yo no estoy más solo que el sencillo verbasco o amargón de los prados, o que la hoja de mis plantas de judías, que una acedera, que un tábano o que la más humilde de las abejas. No estoy más solo que el arroyo molinero, que una veleta o que la estrella Polar, que el viento solano, el chaparrón abrileño, el deshielo de enero o la primera araña de una casa nueva.
En los largos atardeceres del invierno, cuando la nieve cae aceleradamente y el viento ruge en el bosque, he recibido la visita de un viejo y original propietario que, se cuenta, ha excavado la laguna de Walden, ceñido sus orillas con piedras, y plantado en su entorno los pinares, el cual me cuenta historias de tiempo viejo y eternidad nueva, y entre los dos nos las arreglamos para pasar una agradable velada, de sociedad, encanto y placenteras observaciones sobre las cosas, aun sin manzanas ni sidra. Es el amigo más sabio y mejor dotado de humor, al que mucho quiero, y el que guarda más secretos de los que jamás tuvieran Goffe y Whalley, y aunque se le considera muerto, nadie puede indicar dónde se halla enterrado. En mi vecindad también vive una dama entrada en años, invisible para la mayoría de las personas, en cuyo oloroso jardín de hierbas gusto de pasearme recogiendo muestras al tiempo que escucho sus fábulas, pues posee un genio de sin par fertilidad y su memoria se remonta más allá de la Mitología, con lo que a mí me cabe el conocimiento de los originales genuinos y de los hechos en que éstos se basaron. Al fin y al cabo, aquellos sucesos ocurrieron en su juventud. Es una dama en edad lozana y vigorosa, que gusta de todos los tiempos y estaciones y susceptible sin duda de sobrevivir a todos sus hijos.
La indescriptible inocencia y, beneficencia de la Naturaleza, del sol, del viento, de la lluvia, del verano y del invierno. ¡Qué salud, qué alegría proporcionan siempre! Y es tal la simpatía que vuelcan sobre nuestra raza, que la Naturaleza toda se afectaría, se empañaría el sol, suspirarían los vientos con voz humana, las nubes precipitarían lágrimas y los bosques desecharían su follaje para ponerse de luto en pleno verano, si algún hombre sufriera alguna vez por una causa justa. ¿Acaso no debo yo comulgar con la Naturaleza? ¿No soy en parte hojas y mantillo? ¿Qué pildora nos mantendrá bien, serenos y satisfechos? No la de mi abuelo y el vuestro, sino esas medicinas universales vegetales, remedios botánicos con que nuestra bisabuela Naturaleza se ha conservado siempre joven, sobreviviendo a innumerables Parrs y alimentando su salud con los huesos y carnes de aquellos en corrupción. Como panacea, en vez de esos pomos curanderiles, de mixturas extraídas del Aqueronte y del mar Muerto, que vemos sacar de esas largas carretas aplanadas cual negras goletas hechas para transportar botellas, dejadme aspirar una generosa porción de aire matutino puro. ¡Aire de la mañana! Si los hombres no quieren beber de él en el prístino manantial del alba ¿por qué hemos de embotellarlo para su venta en el mercado, en beneficio de aquellos que han perdido su billete de suscripción a las horas primeras? Recordad, no obstante, que no se mantendrá incólume hasta el mediodía, ni en el más fresco de los sótanos, sino que expulsará los tapones mucho antes, para seguir hacia el oeste los pasos de Aurora. No soy ningún adorador de Hygeia, hija del viejo doctor herborista Esculapio, el que aparece en los monumentos con una serpiente en una mano y una copa en la otra, de la que aquélla bebe en ocasiones, sino de Hebe más bien, hija de Juno y de la lechuga silvestre y sumiller de Júpiter, que tenía el poder de devolver a los dioses y a los hombres el vigor de la juventud. Ella y no otra fue, probablemente, la única joven sana, robusta y perfectamente equilibrada que jamás recorriera el globo llevando consigo la primavera.
En Walden, o la vida en los bosques
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