27 ago 2019
Byung-Chul Han - Huida a la imagen
Hoy las imágenes no son solo copias, sino también modelos. Huimos hacia las imágenes para ser mejores, más bellos, más vivos. Sin duda no solo nos servimos de la técnica, sino también de las imágenes para llevar adelante la evolución. ¿Podría ser que la evolución descansara en una imaginación, que la imaginación fuera constitutiva para la evolución? El medio digital consuma aquella inversión icónica que hace aparecer las imágenes más vivas, más bellas, mejores que la realidad, percibida como defectuosa:
Ante los clientes de un café, alguien me dijo justamente: «Mire qué mates son; en nuestros días las imágenes son más vivientes que la gente». Una de las marcas de nuestro mundo es quizá este cambio: vivimos según un imaginario generalizado. Ved lo que ocurre en Estados Unidos: todo se transforma allí en imágenes: no existe, se produce y se consume más que imágenes. [1]
Las imágenes, que representan una realidad optimizada en cuanto reproducciones, aniquilan precisamente el originario valor icónico de la imagen. Son hechas rehenes por parte de lo real. Por eso hoy, a pesar de, o precisamente por el diluvio de imágenes, somos iconoclastas. Las imágenes hechas consumibles destruyen la especial semántica y poética de la imagen, que no es más que mera copia de lo real. Las imágenes son domesticadas en cuanto se hacen consumibles. Esta domesticación de las imágenes hace desaparecer su locura. Así son privadas de su verdad.
El llamado síndrome de París designa una aguda perturbación psíquica que afecta sobre todo a los turistas de Japón. Los afectados sufren de alucinaciones, desrealización, despersonalización, angustia y síntomas psicosomáticos como mareo, sudor o sobresalto cardíaco. Lo que dispara todo esto es la fuerte diferencia entre la imagen ideal de París, que los japoneses tienen antes del viaje, y la realidad de la ciudad, que se desvía completamente de la imagen ideal. Se puede suponer que la inclinación coactiva, casi histérica, de los turistas japoneses a hacer fotos, representa una reacción inconsciente de protección que tiende a desterrar la terrible realidad mediante imágenes. Las fotos bonitas como imágenes ideales blindan a estos turistas frente a la sucia realidad.
La película de Hitchcock La ventana indiscreta hace intuitiva la conexión entre la experiencia de shock a través de lo real y la imagen como blindaje. La cercanía fonética entre rear y real es otra referencia a esto. La ventana de atrás es un encanto de los ojos. Jeff (James Stewart), el fotógrafo atado a la silla de ruedas, está sentado detrás de la ventana y se recrea en la vida burlesca que el vecino ofrece a través de ella. Un día cree ser testigo de un asesinato. El sospechoso nota cómo Jeff, que habita frente a él, lo observa en secreto. En ese momento él mira a Jeff. Esa terrible mirada del otro, la mirada desde lo real, destruye la mirada atrás como encanto de los ojos. Finalmente el sospechoso, lo terrible real, irrumpe en la vivienda de Jeff. Jeff, el fotógrafo, intenta cegarlo con el fogonazo de la cámara, es decir, intenta desterrarlo de nuevo a la imagen, e incluso refrenarlo, pero no lo consigue. Jeff es arrojado desde la ventana por el sospechoso que, de hecho, se desenmascara como el asesino. En ese momento la ventana trasera se convierte en una ventana real. La conclusión de la película: la ventana real se transforma de nuevo en una ventana trasera.
En contraposición a la ventana trasera, en las ventanas digitales no está dado el peligro de irrupción de lo real, y sobre todo de lo otro. Como ventanas digitales, nos blindan frente a lo real más efectivamente que la ventana trasera. Aquellas siguen el imaginario universalizado. El medio digital crea más distancia frente a lo real que los medios analógicos. En efecto, la analogía entre lo digital y lo real es menor que en los medios analógicos.
Hoy, con ayuda del medio digital, producimos imágenes en enorme cantidad. Esta producción masiva de imágenes puede interpretarse como una reacción de protección y de huida. El delirio de optimación se apodera también de la producción de imágenes. Huimos hacia las imágenes, a la vista de una realidad que percibimos como imperfecta. Aquello con cuya ayuda nos contraponemos a la facticidad, ya sea la de los cuerpos, el tiempo, la muerte, etcétera, ya no son las religiones, sino técnicas de optimación. El medio digital deshace la facticidad.
El medio digital carece de edad, destino y muerte. En él se ha congelado el tiempo mismo. Es un medio atemporal. En cambio, el medio analógico padece por el tiempo. La pasión es su forma de expresión:
La foto corre comúnmente la suerte del papel (perecedero), sino que, incluso si ha sido fijada sobre soportes más duros, no por ello es menos mortal: como un organismo viviente nace a partir de los granos de plata que germinan, alcanza su pleno desarrollo durante un momento, luego envejece. Atacada por la luz, por la humedad, empalidece, se extenúa, desaparece. [2]
Barthes enlaza con la fotografía analógica una forma de vida para la que es constitutiva la negatividad del tiempo. En cambio, la imagen digital, el medio digital, se halla en conexión con otra forma de vida, en la que están extinguidos tanto el devenir como el envejecer, tanto el nacimiento como la muerte. Esa forma de vida se caracteriza por un permanente presente y actualidad. La imagen digital no florece o resplandece, porque el florecer lleva inscrito el marchitarse, y el resplandecer lleva inherente la negatividad del ensombrecer.
[1] R. Barthes, La cámara lúcida
[2] R. Barthes, La cámara lúcida
En En el enjambre
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