Hebe Uhart - El tío y la sobrina

26 ago 2019

Hebe Uhart - El tío y la sobrina

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Hebe Uhart - El tío y la sobrina


Tenía unos tíos que vivían bastante lejos, en Casilda. En casa hablaban siempre de ellos y pronto los iba a visitar. Y decían que mi tía tuvo muchos sufrimientos con su primer marido y ahora estaba casada con mi tío, que era su segundo marido, pero eso no había que mencionarlo delante de ellos. También decían que mi tío había envejecido mucho últimamente y que prácticamente era una sombra y que mi tía, a pesar de los grandes sufrimientos que había padecido, estaba el doble de gorda, y era una persona abnegada porque le hacía todas las fricciones necesarias a mi tío y se quedaba despierta hasta tarde de noche porque él estaba enfermo de los pulmones. Y también había oído decir, una tarde de verano a la hora de la siesta: «¿Antes en esa casa? Uno entraba a las habitaciones y el sombrero en el perchero, la servilleta en las rodillas y ni una mosca. Ahora, en cambio…».

Tardé en darme cuenta de cómo sería todo: el sombrero en las rodillas… no; lo sabía perfectamente; el sombrero en el perchero y ni una mosca; estaba simplemente retardando el «ahora» porque me oprimía. ¿Qué había ahora? ¿Qué harían ahí todas las moscas, montones de moscas sobre la mesa y por el aire? ¿Y no estaría cansada mi tía, a pesar de ser tan abnegada, y se habría quedado acostada y como era demasiado gorda no se podía levantar? Y pronto yo iba a ir allí y mi madre me decía:

—Si preguntan cómo estamos de finanzas, decí que estamos bien.

—Sí —le dije.

—Y no pidas ni un peso. Ni aceptes aunque te los den.

—Bueno —dije.

Era un consejo de práctica, ya lo había oído muchas veces; pero lo dijo con cara demasiado rara. ¿Por qué no me van a dar plata? ¿La tendrán que gastar en inyecciones? ¿Y si me la dan, por qué no la voy a aceptar? Porque se podrían ofender, pensando que yo no la tomo porque pienso que son pobres. Y me dijo que dijera que andábamos bien de finanzas. ¿Para qué? ¿Si somos más ricos que ellos, eso era indudablemente jactancia y si somos más pobres, por qué habría peligro de que ellos nos den y nosotros somos orgullosos? No le pregunté a mi madre a pesar de que siempre quería saber si éramos pobres o ricos, pero nunca recibí una respuesta precisa y me di cuenta de que tampoco esa vez iba a conseguir nada. Los dos días antes de irme estuve pensando en todo lo que se vinculaba con ellos. No me habían recomendado que tuviera cuidado al comer y que no comiera ligero. ¿Por qué eso no? ¿Por qué tampoco que llevara para mostrar las notas altas que me había sacado? Pero eso lo iba a llevar yo por mi cuenta; iba a juntar todas las pruebas con las notas más altas y se las iba a mostrar alguna tarde. Pero lo raro era que no me lo hubieran sugerido.

—¿No llevo nada para salir?

—Es raro que vayas a salir.

—Llevo una pelota para jugar.

—Sí, sí.

No tanto sí, me dije, que aquella vez no me la dejaste llevar. Además me dijo que sí, como si no importara nada que la llevara o no, es decir, se me daba la libertad de llevarla pero tenía su precio: me la dejaban llevar del mismo modo que no me pegarían si me manchara, por ejemplo, porque había asuntos más importantes que tratar. Era la primera vez que salía así, con valija, lejos, y yo misma me la hice. Pregunté:

—¿Llevo perfume?

Y me contestó distraídamente.

—¿Perfume? No.

—Bueno, entonces la cierro —dije.

—¿Cómo la vas a cerrar, si te faltan las medias, la bufanda, la capa, etc.?

—Si no llevo perfume yo la cierro —dije.

Yo misma sabía que había alguna secreta injusticia en cerrar la valija sin medias, pero la cerré igual. «No llevo perfume», pensaba a la tarde, «y así es mejor». Y a la noche no me dormí hasta tarde, y me levanté para ver si la valija estaba ahí.

Lo primero que vi al entrar fue una mujer que me pareció una vecina. Estaba de espaldas, tomando mate y hablando con alguien que debía ser mi tío. «¿Y qué tiene de distinto?» me pregunté. Mi tío era un hombre flaco, no se podía negar, pero comparado con el tipo del circo, era gordísimo y yo a mi tío lo había visto antes cuando era muy chica, de modo que no notaba cambio alguno. Después de charlar un ratito —no me preguntó qué tal andábamos de finanzas— vino mi tía, bastante gorda pero sin llamar la atención. Llegaba de comprar salame en el almacén. Y estaba sonriente con aros. «Muy sacrificada no es», pensé, «desde el momento que va a comprar salame y todo…». Yo siempre imaginaba una persona sacrificada como alguien que está encerrada en un espacio reducido, sin ventanas. Ella me puso la mano en la cabeza y me sujetó algo que se me caía, una hebilla, creo. Entonces fue cuando la vecina salió y mi tío tosió. Tosía muchas veces, sin parar, y mi tía le dijo con una voz agradable, voz de mañana temprano, antes del desayuno:

—¿Te preparo eso?

—No, ahora no, más tarde.

Como cuando a uno le preguntan si va a tomar el desayuno y dice: «más tarde». Así respondió mi tío. Y añadió enseguida, cuando ella volvía con un vaso de agua y una pastillita:

—¿Y el dije nuevo de la pulsera?

—Lo perdí, no sé dónde lo pude haber puesto.

—Hay que buscarlo —dijo mi tío, mientras revolvía la pastillita en el vaso—, era el más lindo de todos.

Y mientras yo arreglaba las cosas en el ropero, él buscó por todas partes y mi tía tarareaba algo. Como era tarde me dormí enseguida y pensé: «Mañana vamos a ver», y no sabía qué iba a ver mañana.

A la mañana siguiente mi tía me dijo:

—Luisa, ¿querés jugar a las damas con tu tío?

—Bueno —dije—. No sé muy bien.

Supuse que no importaría que jugara bien o no, que lo que había que hacer era simplemente pasar la mañana. Jugué distraídamente y mi tío me ganó todos los partidos, incluso dándome ventaja, y después me miró y sonrió. Entonces pensé que mejor hubiera sido haber jugado bien, y me di cuenta de que me había ganado a propósito. Le dije:

—Ahora el último, el último de todos.

—No juego más —dijo—, mañana o pasado.

Mi tía me dijo que fuera a comprar huevos para hacer mayonesa.

—¿Y él puede comer mayonesa?

—Él puede comer de todo —dijo mi tía con aire extrañamente reservado.

Elegí los huevos de color ocre, y le pedí al almacenero que me sacara uno blanco porque no me gustaba. Después ayudé a hacer la mayonesa; la cocina tenía cortinas a cuadros y los almohadones eran también a cuadros; había una ventana grande por donde entraba el sol y se veía pasar la gente bastante cerca.

—¿Y él? —pregunté.

—Está arreglando el gallinero.

—¿Después puedo ir?

—¿Primero terminamos esto?

—Bueno.

Terminamos eso, y al salir de la cocina noté que había algunas moscas. «Y en casa a veces también hay» —dije—. «Lo que pasa es que alguien dejó la puerta abierta». Y el pasto no estaba crecido, estaba parejo «más que en casa», pensé, mientras iba al gallinero. Mi tío se había sentado y estaba descansando sobre un tronco.

—Estás cansado —le dije.

—Algo.

—También —dije conciliadoramente—, trabajaste toda la mañana.

—Ni mucho menos —dijo—. Son las once.

—Pero vos sos jubilado —insistí—. Vos trabajaste toda la vida.

Y no me dijo nada, hizo ademán de empezar a trabajar otra vez y descubrí algo que antes nunca había notado en nadie: caminó por el gallinero, tocaba las maderas, iba con intención de trabajar, y vaya a saber por qué, no hizo más que inspeccionar todo y después se volvió a sentar y se quedó mirando algo que estaba sembrado.

Pensé que indudablemente su primer impulso había sido trabajar. Pensé preguntarle si quería que le ayudara y después me pareció fuera de lugar. En cambio pregunté:

—¿Querés que juguemos a las damas?

—Traé el tablero —dijo.

Y no le pude ganar ni una sola vez, pero no perdí de modo tan escandaloso como la vez anterior.

A la noche, desde mi pieza, oí que hablaban. Mi tía decía:

—No lo tomaste.

—Bueno, no lo tomé.

—¿Cómo, «bueno no lo tomé»? ¿Te das cuenta?

—¿Y para qué lo iba a tomar…? Perdón.

Cuando oí lo último me sobresalté. ¿Por qué había dicho perdón? ¿Quizá porque había contestado con brusquedad? Yo no oía bien, pero estaba segura de que no lo había dicho con brusquedad y me quedé pensando en eso. Después oí que ella insistía, pero lo anterior me parecía incomprensible. Pensé que a la mañana siguiente me iba a dar vergüenza porque ellos no sabían que yo sabía. 

¿«Eso…»? ¿Y qué era «eso»? Repensé el diálogo. «Al fin y al cabo», me dije, «era una cosa que tenía que tomar y no tomó. Parece que porque no se le daba la gana, y después pidió perdón no sé por qué. ¿A qué tanto lío?». Pero a la mañana siguiente mi tío me pareció distinto, más lejano, y no me atreví a invitarlo a jugar a las damas. Después de desayunar mi tía me dijo:

—Al lado hay un chico, solía venir muy a menudo aquí. Andá con el tablero.

—No lo conozco, no sé quién es.

—Decile que te viniste a quedar unos días y que querés jugar. O mejor, yo le digo.

Y mi tía suspendió una cosa importante que estaba haciendo para decirle a la vecina que yo había venido a pasar unos días. Los de al lado me recibieron muy sonrientes. A todo esto yo no había visto a mi tío y mi tía me dijo que no se había levantado. La vecina preguntó qué tal andaba mi tío y ella no contestó. «Podría haber dicho más o menos», pensé, «yo hubiera dicho más o menos». Enseguida dictaminé que la cara del chico de al lado era de candado desde un punto de vista y de toronja, desde otro.

—Tu tío está enfermo —me dijo.

—Ya sé.

—Y se va a morir.

—Es mentira —dije—. ¿Porque vos lo digas se va a morir?

—No porque yo lo diga —y ahora su cara era de toronja—, porque lo dice el médico.

—Es mentira —dije.

—Como quieras —dijo el chico y sacó el tablero.

Entonces pensé que me iba a dejar ganar a propósito y a propósito lo iba a dejar pensar que yo era completamente idiota y así me dejaría en paz. Por la mitad del partido dijo:

—La vez pasada vino una ambulancia.

Quise decir que era mentira, pero me amilanó el pensamiento de que él, con esa cara, sólo porque vivía al lado de la casa de mi tío, y sin ser pariente ni nada, sabía más que yo que era sobrina, y le dije:

—Eso ya lo sabía.

—¿Sabés cuántas veces vino?

—¡Qué importa cuántas veces vino! Sé que viene la ambulancia y basta.

—Vino siete veces —dijo.

Y me ganó. «Es flaco», pensé. «Es flaco y también rencoroso». Y eran las doce y nadie me venía a llamar; y después fueron las doce y media y seguía sin venir nadie. A esa hora dije:

—Me voy a comer.

Y la vecina dijo:

—No, quedate a comer acá, con Leopoldo.

—¿Mi tía sabe?

—Sí, sí.

Y no me acuerdo qué comí, sé sólo que era algo pastoso. A las dos me vino a buscar mi tía, tenía otra blusa y se había puesto zapatos. Estaba más peinada, como si hubiera recibido visitas, y la vecina le apretó la mano.

—¿Y el tío? —pregunté.

—Lo llevaron —dijo—. Lo llevaron a curar.

Y Leopoldo miraba con una ceja levantada, sentado en un rincón. Vi que la vecina tomaba del brazo a mi tía y le daba no sé qué consejos. «La vecina tiene cara de conejo», pensé, y le dije a mi tía tímidamente:

—¿Vamos?

—Sí —dijo ella—, es mejor.

Llegamos a la cocina, de cortinas a cuadros; era un día hermoso, de sol. Y me puse a recorrer la casa como si me faltara algo. Había ropas tiradas por ahí y el ropero no estaba en su lugar. «Ya sé de qué me olvidé», me dije con cierto entusiasmo. «Me olvidé el tablero en lo de Leopoldo. Lo voy a buscar».

—¿Leopoldo, me das el tablero?

—El tablero era mío, yo se lo prestaba.

—Bueno, no sabía —dije.

«Y era eso», pensaba, «era el tablero que me faltaba». Pensé preguntarle a mi tía si Leopoldo mentía. Para qué, me dije, si Leopoldo no mentía. A la tarde, después de pensarlo mucho, dije:

—Tía, yo me voy.

—¿No te quedarías hasta mañana?

—Bueno —dije— pero hago la valija.

Por un momento tuve ganas de preguntarle si tenía perfume, pero me pareció fuera de lugar. «No tengo perfume», me dije, «y no solamente no tengo perfume: tampoco tengo medias, ni bufanda, ni capa y además voy a dejar un saco, y algo también voy a tirar por la calle cuando nadie me vea, pero no llevar esta valija tan pesada». En ese pensamiento me entretuve toda la tarde. Y a la mañana siguiente (dejé en la casa de mi tía la pelota y el saco), cuando tiré a la calle una pollera, me estremecí y me latió el corazón.

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