15 jul 2019
Ernest Hemingway: Gato bajo la lluvia
Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las
personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus
habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al
monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y
verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su
caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes
colores de los hoteles situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la
guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se
deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra.
Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa,
para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se
alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la
entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora
solitario.
La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la
derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes.
Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que
caían a los lados de su refugio.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una
reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el
escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó
desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó
detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le
gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le
gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de
hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza.
La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza
vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez
pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas
se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada,
sin duda, por el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana
marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la
ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se
había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con
curiosidad.
–Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
–Sí il gatto.
–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!
Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en
la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la
oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó
una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez,
importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de
subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía
leyendo en la cama.
–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se ha ido.
–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.
La mujer se sentó en la cama.
–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese
pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la
lluvia.
George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo
del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el
perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en
la nuca y en el cuello.
–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
–A mí me gusta como está.
–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
–¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy
cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también
quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando
yo lo acariciara.
–¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia
vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al
espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo
eso.
–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un
gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo
menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana,
ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la
puerta.
–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta
estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba
por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.
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