10 jul 2019
Ernest Hemingway - El hombre marcado para la muerte
Aquella tarde en que conocí a Ernest Walsh, el poeta, en el estudio de Ezra, al poeta le acompañaban dos chicas con largos abrigos de visón, y afuera en la calle le esperaba un largo coche reluciente, alquilado en el Claridge, con un chófer de uniforme. Las chicas eran rubias y habían atravesado el Atlántico en el mismo barco en que iba Walsh. El barco había llegado la víspera, y el poeta llevó las chicas a visitar a Ezra.
Ernest Walsh era moreno, vehemente, impecablemente irlandés, poético, y visiblemente marcado para la muerte, tal como en las películas salen personajes marcados para la muerte. Conversó con Ezra mientras yo hablaba con las chicas, que me preguntaron si había leído los poemas de Mr. Walsh. No los había leído, y una de ellas sacó un número, de verde cubierta, de la revista de Harriet Monroe, Poetry: A Magazine of Verse, y me enseñó unos poemas de Walsh que la revista traía.
—Le pagan mil doscientos dólares por poema —dijo la muchacha.
—Por cada poema —dijo la otra.
Si mi memoria no fallaba, yo recibía doce dólares por página, en el mejor de los casos, de la misma revista.
—Debe ser un gran poeta —dije.
—A Eddie Guest no le pagan tanto por sus canciones —me informó la primera chica.
—No le pagan tampoco tanto a ese otro poeta. Ese, ya sabe usted.
—Kipling —dijo su amiga.
—A nadie más le pagan tanto —dijo la chica primera.
—¿Se quedan en París mucho tiempo? —les pregunté.
—Pues no. No puede decirse que por mucho tiempo. Vinimos con un grupo de amigos.
—Llegamos en el barco ese, ya sabe usted. Pero en realidad no había nadie a bordo. Bueno, claro que estaba Mr. Walsh.
—¿No será Mr. Walsh el jugador, el célebre especialista de los naipes?
Ella me miró con mirada decepcionada, pero comprensiva.
—No. No necesita esas cosas. Pudiendo escribir poemas como los suyos…
—¿En qué barco regresan ustedes?
—Bueno, depende. Depende de los barcos y de otras muchas cosas. ¿Piensa usted regresar?
—No. Aquí me defiendo.
—Este barrio parece más bien pobre, de todos modos.
—Sí. Pero no es mal barrio. Yo trabajo en los cafés, y de vez en cuando doy una vuelta por los hipódromos.
—¿Puede ir al hipódromo vestido así?
—No. Este es mi traje de café.
—Ah, ya entiendo el truco —dijo una de las chicas—. Me gustaría conocer un poco esa vida de cafés. ¿No te gustaría a ti, rica?
—Sí me gustaría —contestó la otra chica.
Apunté sus nombres en mi libreta de direcciones y prometí que las llamaría al Claridge. Eran buenas chicas, y les dije adiós a ellas y a Walsh y a Ezra. Walsh estaba todavía hablando a Ezra con gran vehemencia.
—No se olvide —dijo la más alta de las dos chicas.
—Imposible olvidarlo —dije, y les estreché otra vez la mano a las dos.
La primera vez que volví a tener noticias de Walsh fue cuando Ezra me contó que para que pudiera dejar el Claridge tuvieron que pagarle la factura ciertas damas devotas de la poesía y de los poetas marcados para la muerte y lo siguiente, al cabo de algún tiempo, fue que había obtenido apoyo financiero de otra fuente y que iba a fundar una nueva revista trimestral de la que sería codirector.
Por entonces el Dial, una revista literaria americana que dirigía Scofield Thayer, daba un premio anual, me parece que de mil dólares, a un colaborador que se hubiera excedido en el ejercicio de las letras. En aquellos días era una suma considerable para un escritor puro, aparte del prestigio, y el premio se había dado ya a varias personas, todas ellas muy meritorias, naturalmente. Entonces, una pareja podía vivir cómodamente y bien en Europa por cinco dólares al día, y podía viajar.
Aquella revista trimestral de la que Walsh iba a ser un director tenía en cartera, según se decía, el proyecto de premiar con una suma muy apreciable al colaborador cuya obra se considerara la mejor al cabo de cuatro números.
Si la noticia circuló a base de chismorreo y rumor, y si hubo alguna confidencia personal, no es cosa que pueda precisarse. Queremos esperar y creer siempre que se procedió en todo con la mayor honradez. Ciertamente, nunca pudo afirmarse ni imputarse nada contra la otra persona, compañera de Walsh en la dirección.
No hacía mucho que yo había oído rumores de aquel supuesto premio, cuando Walsh me invitó un día a almorzar en cierto restaurante que era el mejor y más caro de los alrededores del boulevard Saint-Michel, y después de las ostras, que fueron de las caras marennes planas y con un dejo a cobre, y no de las ordinarias y baratas portugaises redondeadas, y después de una botella de Poully-Fuissé, empezó a guiarme delicadamente hacia su terreno. Parecía como si estuviera transformándome a mí en puta y transformándose él en mi chulo, tal como se había transformado en el chulo de las putillas del barco, claro que suponiendo que fueran putillas y que él fuera su chulo, y cuando me preguntó si me gustaría comer otra docena de las ostras planas, como él las llamaba, dije que tendría muchísimo gusto. Conmigo no se esforzaba por parecer marcado para la muerte, y esto siempre era un alivio. Él sabía que yo sabía que él estaba podrido, y no quiero decir podrido como los chulos sino podrido como los tísicos que mueren de la tisis, y que yo sabía que estaba grave, y conmigo no se esforzaba por toser, y ya que estábamos en la mesa yo se lo agradecía. Me pregunté si comía las ostras planas según el mismo principio de las putas de Kansas City, que estaban marcadas para la muerte y puede decirse que para todo, y que siempre querían tragar esperma como soberano remedio contra la tisis; pero no se lo pregunté. Empecé mi segunda docena de ostras planas, levantándolas de su lecho de hielo machacado en la bandeja de plata, y observando cómo sus increíbles sutiles bordes pardos reaccionaban y se encogían cuando les caía encima el zumo de limón que yo estrujaba, y cortando el músculo que las juntaba con la concha, y llevándomelas a la boca para masticarlas con minucia.
—Ezra es un poeta grande, muy grande —dijo Walsh, mirándome con sus sombríos ojos también de poeta.
—Sí —dije—. Y muy buena persona.
—Noble —dijo Walsh—. Noble de pies a cabeza.
Comimos y bebimos en silencio, como tributo a la nobleza de Ezra. Eché de menos a Ezra, y me hubiera gustado que estuviera con nosotros. Él tampoco comía marennes de ordinario.
—Joyce es grande —dijo Walsh—. Grande. Grande.
—Grande —dije—. Y un buen amigo.
Nos habíamos hecho amigos en aquel maravilloso intervalo después de terminado el Ulysses y antes de que Joyce empezara aquello que durante largos años se tituló Work in Progress. Pensé en Joyce, y me acordé de muchas cosas.
—Deseo que su vista mejore —dijo Walsh.
—Él lo desea también —dije yo.
—Es la tragedia de nuestra época —me comunicó Walsh.
—Todo el mundo tiene algo estropeado —dije, procurando alegrar el banquete.
—Tú no tienes nada.
Walsh me arrojo encima todo su encanto y un poco más, y luego se marcó a sí mismo para la muerte.
—¿Quieres decir que no estoy marcado para la muerte? —pregunté, sin poder contenerme.
—No. Tú estas marcado para la Vida —declaró, pronunciando la palabra con mayúscula.
—Espera un poco —dije.
Walsh quería comer un buen steak, un steak de rara calidad, y pedí dos tournedos con salsa bearnesa. Pensé que la mantequilla le haría un efecto saludable.
—¿Qué dirías de un vino tinto? —preguntó.
Vino el sommelier y pedí un Châteauneuf-du-Pape. Luego iba a darme un paseo por los muelles para eliminarlo. Walsh podía dormir su vino o hacer con él lo que le gustara. Lo que es a mí, el vino no va a pesarme demasiado, pensé.
El asunto gordo amaneció por fin, cuando acabábamos la carne y las patatas y andábamos por los dos tercios del Châteauneuf-du-Pape, que no es un vino de mesa.
—Es inútil andarse con rodeos —dijo Walsh—. Ya sabes que vas a tener el premio, ¿verdad?
—¿Yo? —dije—. ¿Por qué?
—Vas a recibirlo —dijo.
Se puso a hablar de mi obra y yo me puse a no escucharle. Me daban angustia las gentes que me hablaban de mi obra a la cara, y le miré y vi su expresión de marcado para la muerte, y pensé, podrido que quieres pudrirme con tu podre. He visto a batallones que caminaban por el polvo de la carretera hacia el frente, y una tercera parte de aquellos hombres iban a la muerte o algo peor, y no se veía en ellos ninguna marca particular, el polvo era el mismo para todos, y ahí estás tú con tu aspecto de marcado para la muerte. Ahora quieres pudrirme a mí. No pudras a los demás lo que no quieras que te pudran a ti. Lo único no podrido era su muerte. Estaba al llegar, sin trampa.
—No creo merecerlo, Ernest —le dije, divirtiéndome en llamarle por mi propio nombre, que aborrezco—. Además, Ernest, no sería ético, Ernest.
—Es curioso que tengamos el mismo nombre, ¿no te parece?
—Sí, Ernest —dije—. Es un nombre del que debemos responsabilizarnos sin reservas. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad, Ernest?
—Sí, Ernest —dijo.
Me miró expresándome su completa, su morriñosa, su irlandesa comprensión, y desplegando todo su encanto.
Por consiguiente, fui siempre muy amable con él y con su revista, y cuando tuvo sus hemoptisis y se fue de París, y me pidió que cuidara de la impresión de la revista ya que los tipógrafos no sabían inglés, lo hice. Asistí a una de las hemoptisis, era perfectamente auténtica, y me di cuenta de que iba a morirse sin escapatoria, y en aquel momento, que era un momento difícil de mi vida, me satisfacía ser en extremo amable con él, igual que me satisfacía llamarle Ernest. Además, por su compañera en la dirección yo sentía simpatía y admiración. Ella no me había prometido ningún premio. Ella solo quería hacer una buena revista y pagar bien a los colaboradores.
Un día, pasado mucho tiempo, encontré a Joyce que se paseaba por el boulevard Saint-Germain, tras haber pasado la tarde, solo, en el teatro. Le gustaba escuchar a los actores, aunque no les veía. Me invitó a beber una copa con él, y nos sentamos en los Deux Magots y pedimos jerez seco, aunque todos los biógrafos escriben que él nunca bebió más que vino blanco de Suiza.
—¿Qué me dice de Walsh? —preguntó Joyce.
—De tal vivo, tal muerto —contesté.
—¿Le prometió a usted aquel premio?
—Sí.
—Me lo figuraba —dijo Joyce.
—¿Se lo prometió a usted?
—Sí —contestó Joyce, y después de un silencio preguntó—: ¿Se lo prometería a Pound, qué le parece a usted?
—No sé.
—Mejor no preguntárselo —dijo Joyce.
Así lo dejamos. Le conté a Joyce mi primer encuentro con Walsh en el estudio de Ezra, con las chicas de los largos abrigos de pieles, y la anécdota le divirtió.
En París era una fiesta
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