10 jul 2019
Graham Green - El espía
Charlie Stowe esperó hasta escuchar los ronquidos de su madre para salir de la cama. Aun entonces se movió con cautela y caminó de puntillas hasta la ventana. La forma irregular de la fachada de la casa permitía ver si había luz en el cuarto de su madre. Pero ahora todas las ventanas estaban oscuras. Un reflector atravesó el cielo, iluminando los bancos de nubes, sondeando los espacios oscuros y profundos entre ellos, buscando aeronaves enemigas. El viento soplaba desde el mar y Charlie Stowe podía escuchar detrás de los ronquidos de su madre el golpe de las olas. Una corriente de aire que entró por las rendijas del marco de la ventana le movió el camisón. Charlie Stowe tenía miedo.
Pero la idea de la tabaquería que su padre tenía doce escalones de madera abajo lo alentó para seguir adelante. Tenía doce años, y ya los muchachos de la escuela municipal se burlaban de él porque nunca había fumado un cigarro. Los paquetes estaban acomodados en pilas de doce, Gold Flake y Player’s, De Regzke, Abdulla, Woodbines. Una delgada capa de humo rancio envolvía la tiendita y disfrazaría por completo su crimen. A Charlie Stowe no le cabía duda que era un crimen robar de la mercancía de su padre, pero no amaba a su padre. Su padre le era alguien irreal, un espectro, pálido, escuálido, indefinido, que se percataba de él solo de vez en cuando y que hasta los castigos le dejaba a la madre. Por su madre sentía un amor apasionado y efusivo. Su amplia y bulliciosa presencia y su ruidosa caridad le llenaban su mundo. Por su manera de hablar la juzgaba amiga de todos, desde la esposa del director hasta la «querida Reina», con excepción de los «hunos»: esos monstruos que acechaban en zepelines en las nubes. Sin embargo, el afecto y aversión de su padre eran tan indefinidos como sus movimientos. Esta noche había dicho que estaría en Norwich, pero nunca se sabía. Charlie Stowe no se sentía a salvo al bajar los escalones de madera. Cada vez que crujían apretaba los dedos que se aferraban al cuello de su camisón.
Al llegar al pie de la escalera se encontró de pronto en la tienda. Estaba demasiado oscuro para ver su camino y no se atrevía a tocar el interruptor. Durante medio minuto estuvo sentado en el último escalón, la barbilla apoyada en las manos. En ese momento, el movimiento regular del reflector proyectó su luz a través de una de las ventanas superiores, y el muchacho tuvo tiempo de grabarse en la memoria la pila de cigarros, el mostrador y el pequeño hueco debajo de este. Las pisadas de un policía sobre el pavimento hicieron que tomara el primer paquete a su alcance y se metiera en el hueco. Una lámpara alumbró el piso y una mano trató de abrir la puerta, después los pasos se alejaron y Charlie se acurrucaba en la oscuridad.
Finalmente recobró su valor diciéndose en su manera tan curiosamente adulta que si lo pescaban en ese momento no habría nada que hacer al respecto, así que bien podía fumarse su cigarro. Se puso un cigarro en la boca y recordó entonces que no tenía cerillos. Por un momento no se atrevió a moverse. Tres veces el reflector iluminó la tienda, mientras él murmuraba retos y palabras de aliento. «Igual me cuelgan por robar una oveja», «maricón, maricón, marica», entremezclando de forma curiosa exhortaciones adultas e infantiles.
Pero al moverse escuchó pasos en la calle, el sonido de varios hombres caminando apresuradamente. Charlie Stowe tenía edad suficiente como para sorprenderse de que alguien anduviera por ahí. Los pasos se acercaron, se detuvieron. Una llave dio vuelta en el cerrojo de la puerta de la tienda. Una voz dijo: «Déjelo entrar». Luego escuchó a su padre: «¿No les importaría guardar silencio, caballeros? No quisiera despertar a mi familia». Había un tono desconocido para Charlie en esa voz indecisa. Una linterna se encendió y el foco eléctrico estalló en una luz azul. El muchacho contuvo su respiración, se preguntaba si su padre oiría los latidos de su corazón y agarrando fuertemente su camisón rezó «Dios mío, no dejes que me descubran». A través de una grieta del mostrador podía ver a su padre donde estaba, de pie, con una mano en el alto y tieso cuello de la camisa, entre dos hombres con bombín y gabardina ajustada con un cinturón. Eran desconocidos.
—Un cigarro —dijo su padre con voz tan seca como un bizcocho. Uno de los hombres movió la cabeza—. No va, no cuando estamos de servicio. Gracias de todos modos —hablaba suavemente pero sin bondad. Charlie Stowe pensó que su padre debía sentirse mal.
—¿Le importaría si meto algunos en mi bolsillo? —preguntó el señor Stowe y al asentir el hombre con la cabeza, levantó una pila de Gold Falke y Player’s del estante y acarició los paquetes con las yemas de los dedos.
—Bien —dijo— no hay nada que se pueda hacer al respecto, así que igual da fumarme un cigarro —por un momento Charlie Stowe temió ser descubierto, pues su padre miraba fijamente la tienda a su alrededor de manera tan minuciosa que bien podía estarla viendo por primera vez—. Es un buen negocio —dijo— para quien le guste. La esposa lo venderá, supongo. De otro modo los vecinos lo destrozarán. Bien, querrán irse; no tardo nada. Voy por mi abrigo.
—Uno de nosotros lo acompañará, si no le importa —dijo suavemente el desconocido.
—No se molesten. Está en ese gancho. Ya estoy listo. El otro hombre dijo avergonzado: «¿No quiere hablar con su esposa?». La voz delgada estaba decidida: «Yo no, no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana. Ya tendrá su oportunidad después, ¿o no?».
—Sí, sí —dijo uno de los desconocidos y se mostró animado y alentador—. No se preocupe demasiado. Mientras haya vida… —y de repente su padre intentó reírse.
Cuando la puerta se había cerrado, Charlie Stowe subió de puntillas y se metió en la cama. Se preguntaba por qué su padre había vuelto a salir de casa tan noche y quiénes eran esos extraños. La sorpresa y el temor lo mantuvieron despierto por un breve rato. Era como si una fotografía familiar se hubiera salido de su marco para reprocharle a él su negligencia. Recordaba como su padre había agarrado fuertemente el cuello de su camisa, fortaleciéndose con proverbios, y pensó por primera vez que mientras su madre era bulliciosa y cordial, su padre era mucho como él, haciendo cosas en la oscuridad que le daban miedo. Le hubiera gustado bajar con su padre y decirle que lo amaba, pero pudo oír a través de la ventana los pasos rápidos alejarse. Estaba solo en casa con su madre y se quedó dormido.
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