31 mar 2024
Juan José Saer – La araña
El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estremecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los cigarrillos y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldosas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un grumo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebrazo, y los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de su cuerpo, chocando contra las baldosas coloradas. Se incorpora todavía un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y las sillas, las paredes blancas, el rectángulo de la ventana por el que la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una luminosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de barro cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las alpargatas. Y sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la araña.
Aunque la punta de la alpargata casi la toca, sigue inmóvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es demasiado gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido, una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está ahí. Cuando la alpargata la toca retrocede un momento —parece como que va a retroceder pero no hace más que poner en movimiento las patas traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero. No ha terminado de tocar el suelo que ya la planta de la alpargata, que el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del cuerpo negro se ha convertido en una masa viscosa, pero las patas continúan moviéndose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a dejarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de arañitas idénticas, réplicas reducidas de la que agoniza, que se dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre camino una sonrisa perpleja, maravillada, y después de un segundo de vacilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa, resonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas, producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.
Imagen: Juan José Saer, 1987. Thierry Rajic/GAMMA-RAPHO
En Nadie nada nunca
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