Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones (de las hablas), en la que solamente es un juguete, puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de lugar (es atópico). Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura), el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los sistemas a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en sí mismo privado de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, el mushotoku zen, sin deseo de tomar nada sino el goce perverso de las palabras (pero el goce no es nunca un tomar: nada lo separa del satori, de la pérdida). Paradoja: esta gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la muerte) es silenciada por el escritor: se contracta, se musculiza, niega la deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar sobre sí mismo: sobre su propio lenguaje).
En El placer del texto
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