El hombre con su canto distraído,
con la medianoche estrellada,
con la luz del cigarro sobre el labio
y el pensamiento cerca de su lástima,
con la mirada sin resoluciones
y la gracia menor de aquel lucero,
con el cuerpo rendido
desde el alba que en vano ofrece el mundo
hasta el sueño que apaga el mediodía.
El apartado de honras y de luces,
en la amorosa ruina de la sombra,
se aleja por desiertas avenidas,
agraciado de ausencia y de secreto
y contrariando al ángel que lo guía.
Esa perdida luna lo descubre
paseando por las calles que lo cansan,
despreocupado y sin honrar sus horas,
en la ciudad porteña, un aislamiento,
concedido al azar y a la costumbre,
ignorando su parte luminosa,
con paso desganado y sin destino
busca el suave destierro de la noche.
Distante de la muerte y de la rosa,
caminando en la gracia solitaria,
igual en el cariño y su ceniza,
aquí viene y se borra de mis frases,
la sombra dolorida de seguirlo.
Cumpliendo oscuridad, perdido en sus regalos,
el que pasa sin lucha y sin nombrar a nadie.
El hombre a maravillas convidado,
que sigue, alma sin gente, voz sin armas,
fue alguna vez guardián de su ternura
y estúvose a la luz de una persona,
despacioso en jardines y durando
la canción en su boca, el cielo en casa.
Entonces conocía
el ámbito de amor de las mujeres,
el dominado azar y un suave tiempo
reposado en la flor y el compañero.
Un hombre sin arrimo, y evocando
las viejas madrugadas, el apoyo
de un brazo y la buscada claridad
del amigo. Vecino de lo hermoso,
cruzaba alegres años. Así anduvo,
la voz entre los pájaros del alba...
Joyas tristes y honores de la noche.
Alguien tarda en la dulce oscuridad,
sin despedir a nadie y en la holganza,
sin la imaginación de nuevas rosas
y sin adivinarse los deseos.
No pasa más alegre que este verso.
Y otra vez con su canto distraído,
con la medianoche estrellada,
con el cuerpo tan solo como el alma
y el pensamiento cerca de su lástima.
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