29 abr 2023
Juan José Saer - La mariposa
El espacio abierto, rectangular, más largo que ancho, bordeado de ligustros polvorientos, bajo el cielo calcinado, se presenta ante sus ojos con tanta nitidez que durante unos segundos le parece percibir en su dimensión justa cada uno de los tallos de cada uno de los arbustos resecos, de altura irregular, de entre los que emergen, diseminadas, las baterías y las cubiertas semipodridas y manchadas de barro seco, cada una de las escaras de óxido que se acumulan en la superficie acanalada de los tambores de aceite. Y la dimensión justa de sí misma, además; como si ella misma no fuese más que un tabique transparente, a través del cual otra mirada, no la suya, estuviese mirando ese paisaje inerte del que también su propia transparencia forma parte. Durante varios segundos su mirada fija, sin parpadeos, permanece clavada en el centro vacío del espacio abierto, hasta que, de golpe, como si se hubiese formado, espontánea, del vacío mismo, una mariposa se pone a revolotear en el patio trasero, entre la punta de los yuyos y el cielo, a baja altura, indecisa, las alas negras y palpitantes atravesadas de franjas amarillas. Ahora la mirada de Elisa se concentra en la mariposa que comienza a girar en redondo, subiendo y bajando, agitando sin parar las alas rayadas de amarillo en un espacio del que parece haberse apropiado y que no tiene más de cuatro o cinco metros de diámetro. Sin dejar de aletear, baja a veces hasta las puntas más elevadas de los yuyos, rozándolas al pasar o revoloteando una fracción de segundo a su alrededor, y después se eleva de golpe, en línea recta o girando al mismo tiempo que sube, llenando el aire vacío, en el que sus alas rayadas de amarillo destellan por momentos, de un diseño intrincado de líneas rectas, curvas, verticales, oblicuas, espiraladas, horizontales, de modo tal que la apariencia homogénea del vacío en el que evoluciona va desmantelándose, gradual, hasta transformarse en una infinitud de fragmentos imaginarios, como si el cuerpito palpitante en el que toda la vida del universo pareciera haberse concentrado, fuese hendiendo, con el filo de su ser, el aire translúcido. Elisa sigue las evoluciones continuas de la mariposa; su mirada se abandona a ese laberinto geométrico, y durante varios segundos hasta la sensación de su propia transparencia desaparece, como si de golpe se hubiese puesto ella misma a girar en el aire vacío o como si la mariposa hubiese concentrado en ella no únicamente todo lo exterior, sino también lo interno de Elisa diseminado ahora y sin conciencia de su nueva condición en el cuerpito blando y aterciopelado y en las alas estremecidas y rayadas de amarillo.
En Nadie nada nunca
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