Wallace Stevens - A un viejo filósofo en Roma

14 ene 2023

Wallace Stevens - A un viejo filósofo en Roma

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Wallace Stevens - A un viejo filósofo en Roma


Versión: Isaías Garde


En el umbral del Cielo, las figuras de la calle

Se vuelven figuras del Cielo, el movimiento majestuoso

De hombres que se empequeñecen en distancias espaciales,

Que cantan, con el más pequeño y todavía más pequeño sonido,

La absolución indescifrable, y un final-


El umbral, Roma, y, más allá, una Roma más misericordiosa,

Ambas iguales en la fabricación de la mente.

Como si, en una dignidad humana,

Dos paralelas se hicieran una, una perspectiva de la que

Los hombres formaran parte, tanto en la pulgada como en la milla.


Con qué facilidad las banderas al viento se convierten en alas...

Las cosas, oscuras en los horizontes de la percepción,

Se vuelven compañeras de la fortuna, pero

De la fortuna del espíritu, más allá del ojo,

Fuera de su esfera y, sin embargo, no mucho más allá,


El final humano en la más amplia culminación del espíritu,

El extremo del conocimiento en la presencia del extremo

De lo desconocido. El pregón de los chicos de los diarios

Se convierte en otro murmullo; el olor

De los remedios, una fragancia que no debe echarse a perder...


La cama, los libros, la silla, las monjas atareadas,

La vela como eludiendo la vista, estas son

Las fuentes de la felicidad bajo la forma de Roma,

Una forma entre antiguos círculos de formas,

Y éstos bajo la sombra de una forma


En confusión de cama y libros, un presagio

En la silla, una móvil transparencia en las monjas,

Una claridad en la vela que se desgaja de la mecha

Para unirse a una flotante excelencia, para escapar

Del fuego y ser parte solo de aquello


Que el fuego simboliza: lo celestial posible.

Háblale a tu almohada como a ti mismo.

Sé el orador pero en una lengua precisa

Y sin elocuencia, Oh adormecido,

De la tristeza que es monumento de esta habitación,


Para que sintamos, en esta amplitud iluminada,

Lo genuinamente pequeño, para que cada uno de nosotros

Se vea a sí mismo en ti, y escuche su voz

En la tuya, maestro y hombre conmiserable,

Absorto en tus partículas de ínfima acción,


Tu letargo en lo profundo de la vigilia,

En la tibieza de tu lecho, al borde de tu silla, vivo,

Pero vive en dos mundos, impenitente

En uno, y muy penitente en el otro,

Impaciente por la grandeza que necesitas


Entre tanta miseria; y, no obstante, encontrándola

Solo en la miseria, la inspiración de la ruina,

La profunda poesía de lo pobre y de lo muerto,

Como en la gota final de la sangre más profunda,

Mientras cae del corazón y yace allí para ser vista,


Hasta podría ser como la sangre de un imperio

Para un ciudadano del cielo, aunque todavía en Roma.

Es el discurso de la pobreza el que más nos persigue.

Es más antiguo que el más antiguo discurso de Roma.

Este es el énfasis trágico de la escena.


Y tú - Eres tú el que lo dice, sin discurso,

La sílaba sublime entre cosas sublimes,

El único hombre invulnerable entre

Vulgares capitanes, la majestad desnuda, si tu quieres,

De los arcos de un nido de pájaros o de las bóvedas manchadas por la lluvia.


Los sonidos se filtran. Las edificios son recordados.

La vida de la ciudad nunca se va, ni tú lo quieres.

Forma parte de la vida en tu cuarto.

Sus cúpulas son la arquitectura de tu cama.

Las campanas siguen repitiendo nombres solemnes


En coros y coros de coros

Renuentes a que la misericordia deba ser un misterio

Del silencio, a que cualquier soledad de la sensación

Deba darte algo más que sus peculiares acordes

Y reverberaciones empeñadas en seguir susurrando.


Es una especie de grandeza total finalmente,

En la que cada cosa visible es aumentada y, no obstante,

No es más que una cama, una silla y monjas atareadas,

El teatro más inmenso, y el atrio con columnas,

El libro y la vela en tu cuarto ambarino,


Grandeza total de un edificio total,

Elegido por un inquisidor de estructuras

Para sí mismo. Se detiene ante este umbral,

Como si el propósito de todas sus palabras tomara la forma

Y la figura del pensamiento y se realizara.


Wallace Stevens - To an Old Philosopher in Rome


On the threshold of heaven, the figures in the street

Become the figures of heaven, the majestic movement

Of men growing small in the distances of space,

Singing, with smaller and still smaller sound,

Unintelligible absolution and an end -


The threshold, Rome, and that more merciful Rome

Beyond, the two alike in the make of the mind.

It is as if in a human dignity

Two parallels become one, a perspective, of which

Men are part both in the inch and in the mile.


How easily the blown banners change to wings...

Things dark on the horizons of perception

Become accompaniments of fortune, but

Of the fortune of the spirit, beyond the eye,

Not of its sphere, and yet not far beyond,


The human end in the spirit's greatest reach,

The extreme of the known in the presence of the extreme

Of the unknown. The newsboys' muttering

Becomes another murmuring; the smell

Of medicine, a fragrantness not to be spoiled...


The bed, the books, the chair, the moving nuns,

The candle as it evades the sight, these are

The sources of happiness in the shape of Rome,

A shape within the ancient circles of shapes,

And these beneath the shadow of a shape


In a confusion on bed and books, a portent

On the chair, a moving transparence on the nuns,

A light on the candle tearing against the wick

To join a hovering excellence, to escape

From fire and be part only of that which


Fire is the symbol: the celestial possible.

Speak to your pillow as if it was yourself.

Be orator but with an accurate tongue

And without eloquence, O, half-asleep,

Of the pity that is the memorial of this room,


So that we feel, in this illumined large,

The veritable small, so that each of us

Beholds himself in you, and hears his voice

In yours, master and commiserable man,

Intent on your particles of nether-do,


Your dozing in the depths of wakefulness,

In the warmth of your bed, at the edge of your chair,

alive

Yet living in two world, impenitent

As to one, and, as to one, most penitent,

Impatient for the grandeur that you need


In so much misery; and yet finding it

Only in misery, the afflatus of ruin,

Profound poetry of the poor and of the dead,

As in the last drop of the deepest blood,

As it falls from the heart and lies there to be seen,


Even as the blood of an empire, it might be,

For a citizen of heaven though still of Rome.

It is poverty's speech that seeks us out the most.

It is older than the oldest speech of Rome.

This is the tragic accent of the scene.


And you - it is you that speak it, without speech,

The loftiest syllable among loftiest things,

The one invulnerable man among

Crude captains, the naked majesty, if you like,

Of bird-nest arches and of rain-stained-vaults.


The sounds drift in. The buildings are remembered.

The life of the city never lets go, nor do you

Ever want it to. It is part of the life in your room.

Its domes are the architecture of your bed.

The bells keep on repeating solemn names


In choruses and choirs of choruses,

Unwilling that mercy should be a mystery

Of silence, that any solitude of sense

Should give you more than their peculiar chords

And reverberations clinging to whisper still.


It is a kind of total grandeur at the end,

With every visible thing enlarged and yet

No more than a bed, a chair and moving nuns,

The immensest theatre, and pillared porch,

The book and candle in your ambered room,


Total grandeur of a total edifice,

Chosen by an inquisitor of structures

For himself. He stops upon this threshold,

As if the design of all his words takes form

And frame from thinking and is realized.

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