28 jul 2020
Roberto Bolaño – El secreto del mal
Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy
complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no
tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está
durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de
ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y
luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres
horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que
verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata.
Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El
periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo,
mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De
inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz
menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando.
El periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media
hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de
arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro,
de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha
desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido,
sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando.
Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el
otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y
volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no
era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya
no podría asegurarlo. Tal vez un sudafricano o un australiano, piensa, o puede
que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la
escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países
angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso.
De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha
citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de
detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando. Cuando llega a la
siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está
tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo
mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo
saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky,
dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le
palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice:
un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a
esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la
cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca,
pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa
Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas
maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a
Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una
calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la
primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el
periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con
una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el
bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar
de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain
los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no
está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente
sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta
posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa
sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima.
Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a
sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera,
una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se
permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño.
Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la
gelidez.
En El secreto del mal
Imagen: Alejandro Yofre