Hermann Hesse - Lectura en la cama

28 jul 2020

Hermann Hesse - Lectura en la cama



Hermann Hesse © STR/Keystone/Corbis


Cuando uno vive en un hotel más de tres o cuatro semanas, tiene siempre que contar con alguna molestia tarde o temprano. O bien se celebra en casa una boda que dura todo el día y toda la noche con música y cánticos, y que termina por la mañana con grupos de borrachos melancólicos por los pasillos. O bien tu vecino de la izquierda hace una tentativa de suicidio con gas y las emanaciones llegan hasta tu cuarto. O se pega un tiro, que al fin y al cabo es más decente, pero lo hace a unas horas del día en que los huéspedes del hotel suelen esperar de sus vecinos un comportamiento más tranquilo. A veces revienta una cañería de agua y tienes que ponerte a salvo nadando, o un día a las seis de la mañana colocan las escaleras delante de tu ventana y sube una horda de hombres encargados de reparar el tejado.

Como hacía ya tres semanas que vivía sin molestias en mi viejo Heiligenhof en Baden, podía contar con que pronto se produciría algún trastorno. Esta vez fue uno de los más inofensivos: se rompió algo en la calefacción y tuvimos que pasar frío un día entero. Soporté heroicamente la mañana, primero salí a pasear un poco, luego comencé a trabajar enfundado en una bata caliente, alegrándome cada vez que el rumor o silbido de los fríos serpentines de la calefacción parecían anunciar el renacer de la vida. Pero las cosas no iban tan rápidas, y en el curso de la tarde, cuando ya se me habían enfriado las manos y los pies, desistí de mi empeño y me di por vencido. Me desnudé y me metí en la cama. Y ya que se había roto el orden de las cosas y cometido una especie de exceso al meterme en pleno día entre las sábanas, hice otra cosa que no suelo hacer normalmente.

Mis conocidos y los críticos de mis obras opinan casi todos que soy un hombre de principios. Por algunas observaciones y pasajes ocasionales de mis libros deducen estas personas tan poco sagaces que llevo una vida intolerablemente libre, cómoda y desordenada. Porque por la mañana me gusta levantarme tarde, porque ante las dificultades de la vida me permito de vez en cuando una botella de vino, porque no recibo ni hago visitas y por menudencias semejantes deducen estos malos observadores que soy un hombre blando, cómodo, caótico, que cede a todos los caprichos, no emprende nada y lleva una vida inmoral y libertina. Pero sólo dicen estas cosas porque les irrita y les parece insolente que no reniegue de mis costumbres y vicios ni los oculte. Si yo fingiera ante el mundo, lo que sería fácil, una conducta ordenada, burguesa, si pegara una etiqueta de agua de colonia en la botella de vino, en lugar de decir a mis visitas que me molestan, les mintiese pretendiendo que no estoy en casa, en una palabra, si engañara y mintiera, mi fama sería óptima y pronto me concederían el título de doctor honoris causa.

Pero la realidad es que cuanto menos tolero las normas burguesas, con tanto más rigor sigo mis propios principios. Son principios que considero excelentes y que ninguno de mis críticos sería capaz de seguir ni siquiera durante un mes. Uno de ellos es no leer ningún periódico —pero no por soberbia de literato ni por la creencia equivocada de que los diarios son peor literatura que lo que el alemán de hoy llama «poesía», sino simplemente porque no me interesan ni la política ni el deporte ni los asuntos financieros y porque desde hacer años me resulta insoportable ver día a día, impotente, cómo el mundo corre hacia nuevas guerras.

Las pocas veces al año que rompo durante media hora la costumbre de no mirar los periódicos siento además el placer de una sensación nueva, iguala que me ocurre con el cine, al que apenas voy una vez al año, y con un horror secreto. Aquel día aciago, refugiado en la cama y por desgracia desprovisto de otra lectura, leí dos periódicos. Uno de ellos, de Zurich, era bastante reciente, de hacía sólo cuatro o cinco días, y lo tenía porque en ese número había publicado un poema mío. El otro tenía una semana más y tampoco me había costado nada, porque había llegado a mis manos en forma de papel de envolver. Comencé a leer aquellos dos periódicos con curiosidad e interés, es decir, sólo aquellas páginas cuyo idioma me resultaba comprensible. De los temas cuya exposición precisa de un idioma críptico especial tuve que prescindir: el deporte, la política y la bolsa. Quedaban por lo tanto las noticias pequeñas y el folletón. Y una vez más comprendí con todos mis sentidos por qué la gente lee periódicos. Fascinado por la tupida red de las noticias comprendí el encanto de la actitud irresponsable del espectador, y durante una hora me identifiqué en el alma con todos esos ancianos que vegetan durante años y que no pueden morirse porque están abonados a la radio y esperan de hora en hora alguna novedad.

Los poetas son en general gente de poca fantasía y por eso me quedé extasiado y sorprendido ante todas aquellas noticias, de las que apenas hubiese sido capaz de inventar una sola. Leí cosas muy extrañas, sobre las que tendré que pensar durante días y noches. Muy pocas de la que se daban en estos periódicos me dejaron frío: que se siguiese luchando enérgicamente y sin éxito contra el cáncer me extrañó tan poco como la noticia de una nueva fundación americana contra el exterminio del darwinismo. Pero en cambio leí tres o cuatro veces atentamente una noticia de una ciudad suiza, donde un joven había sido condenado a una multa de cien francos por matar accidentalmente a su madre. A este desdichado le había ocurrido la desgracia de que al manipular en presencia de su madre un arma de fuego ésta se le disparó matando a la madre. El caso es triste, pero no inverosímil; noticias más graves e inquietantes aparecen en cualquier periódico. Pero me da vergüenza reconocer la cantidad de tiempo derrochado en calcular la multa. Una persona mata a su madre de un tiro. Si lo hace intencionadamente es un asesino, y tal como es este mundo no se le pondrá en manos de un sabio Sarastro, que le haga ver la estupidez de su asesinato y trate de convertirle en un ser humano, sino que se le encerrará durante un buen período de tiempo, o, en los países donde gobiernan aún los buenos y antiguos príncipes bárbaros, se le cortará su insensata cabeza para que haya orden. Pero en este caso el asesino no es tal, es un pobre hombre al que le ha sucedido algo extraordinariamente triste. ¿En virtud de qué baremos, en virtud de qué valoración de la vida humana o de la eficacia pedagógica de la multa ha decidido el tribunal que esta vida destruida involuntariamente vale la cantidad de cien francos? En ningún momento me he permitido dudar de la honradez y buena voluntad del juez, estoy convencido de que se esforzó mucho en hallar una sentencia justa y que su sentido común y el sentido estricto de las leyes le provocaron graves conflictos. Pero ¿hay una persona en el mundo que pueda leer la noticia de esa sentencia con comprensión o incluso con satisfacción?

En el folletón encontré una noticia que se refería a uno de mis colegas. De «fuentes bien informadas» se nos comunicaba que el gran escritor M. estaba actualmente en S. para firmar contratos sobre la versión cinematográfica de su última novela, y que además el señor M. había manifestado que su próxima obra trataría de un problema no menos importante e interesante, pero que difícilmente podría terminar esa gran obra antes de dos años. Esta noticia me ocupó también mucho tiempo. ¿Con qué constancia, con qué cuidado y con qué primor tiene que hacer a diario su trabajo este colega para poder hacer tales predicciones! Pero ¿por qué las hace? ¿Acaso no podría saltarle durante el trabajo un problema diferente y obligarse a cambiar? ¿No podría sufrir una avería su máquina de escribir o enfermar su secretaria? Y entonces ¿para qué habría servido anticiparse? ¿Cómo queda el autor si tiene que reconocer a los dos años que no ha terminado? ¿O qué sucede si la versión cinematográfica de su novela le proporciona tanto dinero, que empieza a vivir como un rico? Entonces no se terminará su próxima novela, ni ninguna otra novela suya, a no ser que su secretaria siga escribiendo con su nombre.

Por otra noticia del periódico me entero de que un zepelín está a punto de volver de América bajo el mando del doctor Eckener. Es decir que antes ha tenido que volar hasta allí. ¡Una bonita proeza! La noticia me alegra. ¡Y cuántos años hacía que no pensaba en el doctor Eckener, bajo cuyo mando hice mi primer vuelo en zepelín por encima del lago Constanza y el Alberg hace dieciocho años! Le recuerdo como un hombre fuerte más bien parco en palabras, con una cara firma y enérgica de capitán, cuyo nombre y rostro me quedaron grabados en la memoria, aunque sólo intercambié con él algunas palabras. Y ahora resulta que después de tantos años de vicisitudes sigue en su trabajo y ha volado por fin hasta América, y ni la guerra, la inflación, ni las vicisitudes personales le han impedido hacer su servicio e imponer su carácter. Lo recuerdo aún perfectamente cuando me dijo, en el año 1910, algunas palabras amables (me tomó probablemente por un periodista) y subió a su cabina de mando. En la guerra no fue general, ni banquero durante la inflación, sigue siendo constructor de naves y capital, ha sido fiel a su causa. En medio de tantas novedades como me han asaltado desde ambos periódicos, la noticia es tranquilizadora.

Pero ya basta. He pasado toda una tarde con ellos. La calefacción sigue fría, voy a tratar de dormir un poco.

(1929)


En Obstinación: Escritos autobiograficos