5 jul 2020
Georges Bataille - La animalidad
1. La inmanencia del animal devorador y del animal devorado
Abordo la animalidad desde un punto de vista estrecho, que me parece discutible, pero cuyo sentido aparecerá en el desarrollo que sigue. Desde este punto de vista, la animalidad es la inmediatez, o la inmanencia.
La inmanencia del animal por relación a su medio está dada en una situación precisa, cuya importancia es fundamental. No hablaré de ella de inmediato, pero no podré perderla de vista; el final de mis enunciados volverá a este punto de partida; esta situación se da cuando un animal se come a otro. Lo que se da cuando un animal se come a otro es siempre el semejante del que come: es en este sentido en el que hablo de inmanencia.
No se trata de un semejante conocido como tal, pero no hay trascendencia del animal devorador al animal devorado: hay sin duda una diferencia, pero ese animal que se come al otro no puede oponerse a él en la afirmación de esa diferencia.
Los animales de una especie dada no se comen los unos a los otros... Es cierto; pero no importa si el azor que se come a la gallina no la distingue claramente de sí mismo, de la misma manera que nosotros distinguimos de nosotros mismos un objeto. La distinción pide una posición del objeto como tal. No existe diferencia aprehensible si el objeto no ha sido puesto. El animal que otro animal devora no está todavía dado como objeto. No hay, del animal comido al que come, una relación de subordinación como la que une un objeto, una cosa, al hombre, que se rehúsa, a su vez, a ser mirado como una cosa. Nada se da para el animal a lo largo del tiempo. Sólo en la medida en que somos humanos el objeto existe en el tiempo en que su duración es aprehensible. El animal comido por otro se da por el contrario más acá de la duración, es consumido, destruido, no es más que una desaparición en un mundo en que nada es puesto fuera del tiempo actual.
No hay nada en la vida animal que introduzca la relación del amo con el mandado por él, nada que pueda establecer, de un lado, la autonomía y, de otro, la dependencia. Los animales, puesto que se comen unos a otros, son de fuerza desigual, pero no hay nunca entre ellos más que esa diferencia cuantitativa. El león no es el rey de los animales: no es en el movimiento de las aguas más que una ola más alta que derriba a otras más débiles.
Que un animal coma a otro no modifica en nada una situación fundamental: todo animal está en el mundo como el agua dentro del agua. Hay, por supuesto, en la situación animal el elemento de la situación humana, el animal puede en último extremo ser mirado como un sujeto al que es objeto el resto del mundo, pero nunca le es dada la posibilidad de mirarse a sí mismo así. Los elementos de esta situación pueden ser captados por la inteligencia humana, pero el animal no puede darse cuenta.
2. Dependencia e independencia del animal
Es cierto que el animal, como la planta, no tiene autonomía con relación al resto del mundo. Un átomo de ázoe, de oro, o una molécula de agua existen sin que nada de lo que les rodea les haga falta, permanecen en un estado de perfecta inmanencia: nunca una necesidad, y más generalmente nunca nada importa en la relación inmanente de un átomo con otro o con otros. La inmanencia de un organismo vivo en el mundo es muy diferente: un organismo busca a su alrededor (fuera de él) elementos que le sean inmanentes y con los que deba establecer (y relativamente estabilizar) relaciones de inmanencia. Ya no está del todo como el agua en el agua. O, si se quiere, no lo está más que a condición de alimentarse. Si no, sufre y se muere: el fluir (la inmanencia) de lo de fuera adentro, de lo de dentro afuera, que es la vida orgánica, no dura más que bajo ciertas condiciones.
Un organismo, por otra parte, está separado de los procesos que le son similares, cada organismo está separado de los otros organismos: en este sentido la vida orgánica, al mismo tiempo que acentúa la relación con el mundo, retira del mundo, aísla a la planta o al animal, que pueden teóricamente, si la relación fundamental de la nutrición se deja aparte, ser abordados como mundos autónomos.
3. La mentira poética de la animalidad
Nada, a decir verdad, nos está más cerrado que esa vida animal de la que hemos salido. Nada es más extraño a nuestra manera de pensar que la tierra en el seno del universo silencioso y no teniendo ni el sentido que el hombre da a las cosas, ni el sinsentido de las cosas en el momento en que quisiéramos imaginarlas sin una conciencia que las reflejase. En verdad, nunca podemos más que arbitrariamente figurarnos las cosas sin la conciencia, puesto que nosotros, figurarse, implican la conciencia, nuestra conciencia, adhiriéndose de una manera indeleble a su presencia. Podemos sin duda decirnos que esa adhesión es frágil, incluso en tanto que nosotros dejaremos un día de estar ahí, definitivamente. Pero nunca la aparición de una cosa es concebible más que en una conciencia que sustituya a la mía, si la mía ha desaparecido. Esta es una verdad grosera, pero la vida animal, a mitad de camino de nuestra conciencia, nos propone un enigma más embarazoso. Al representarnos el universo sin el hombre, el universo en el que la mirada del animal sería la única en abrirse ante las cosas, como el animal no es ni una cosa ni un hombre, no podemos más que suscitar una visión en la que no vemos nada, puesto que el objeto de esta visión es un deslizamiento que va de las cosas que no tienen sentido si están solas, al mundo lleno de sentido implicado por el hombre que da a cada cosa el suyo. Por esto no podemos describir un objeto tal de una manera precisa. O mejor, la manera correcta de hablar de ello no puede ser abiertamente más que poética, en tanto que la poesía no describe nada que no se deslice hacia lo incognoscible. En la medida en que podemos hablar ficticiamente del pasado como de un presente, acabamos por hablar de animales prehistóricos, igual que de plantas, de rocas y de aguas, como de cosas, pero describir un paisaje unido a esas condiciones no es más que una tontería, a menos que se trate de un salto poético. No hubo paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en el que, a nuestra medida, los ojos no veían. Y si ahora, en el desorden de mi espíritu, contemplando como un bruto esa ausencia de visión, me pongo a decir: «No había ni visión ni nada, nada más que una embriaguez vacía a la que el terror, el sufrimiento y la muerte, que limitaban, daban una especie de espesor...», no hago más que abusar de un poder poético, sustituyendo la nada de la ignorancia por una fulguración indistinta. Ya lo sé: el espíritu no podría pasarse sin una fulguración de palabras que le forma una aureola fascinante: es su riqueza, su gloria, y es un signo de soberanía. Pero esta poesía no es más que una vía por la que un hombre va de un mundo cuyo sentido es pleno a la dislocación final de los sentidos, de todo sentido, que se revela pronto como inevitable. No hay más que una diferencia entre lo absurdo de las cosas consideradas sin la mirada del hombre y el de las cosas entre las que el animal está presente, y es que el primero nos propone en principio la aparente reducción de las ciencias exactas, mientras que el segundo nos abandona a la tentación pegajosa de la poesía, pues como el animal no es sencillamente cosa, no está cerrado e impenetrable para nosotros. El animal abre ante mí una profundidad que me atrae y que me es familiar. Esa profundidad en cierto sentido la conozco: es la mía. Es también lo que me es más lejanamente escamoteado, lo que merece ese nombre de profundidad que quiere decir con precisión lo que me escapa. Pero es también la poesía... En la medida en que puedo ver también en el animal una cosa (si le como —a mi manera, que no es la de cualquier otro animal— o si le domestico o si le trato como objeto de ciencia), su absurdo no es menos corto (si se quiere, menos próximo) que el de las piedras o el aire, pero no es siempre, y nunca lo es del todo, reductible a esa especie de realidad inferior que atribuimos a las cosas. Un no sé qué de dulce, de secreto y de doloroso prolonga en esas tinieblas animales la intimidad del fulgor que vela en nosotros. Todo lo que finalmente puedo mantener es que tal visión, que me hunde en la noche y me deslumbra, me acerca al momento en que, ya no dudaré más, la distinta claridad de la conciencia me alejará al máximo, finalmente, de esta verdad incognoscible que, de mí mismo al mundo, se me aparece para hurtarse.
4. El animal está en el mundo como el agua en el agua
Hablaré de este incognoscible más tarde. Por el momento, debía separar del deslumbramiento de la poesía lo que, sobre el plano de la experiencia, aparece distinta y claramente.
He podido decir que el mundo animal es el de la inmanencia y la inmediatez: es que este mundo, que nos está cerrado, lo está en la medida en que no podemos discernir en él un poder de trascenderse. Una verdad tal es negativa, y no podremos sin duda establecerla absolutamente. Podemos por lo menos imaginar en el animal un embrión de ese poder, pero no podemos discernirlo lo bastante claramente. Si el estudio de esas disposiciones embrionarias puede hacerse, de él no se desprenden perspectivas que anulen la visión de la animalidad inmanente, que permanece inevitable para nosotros. Sólo en los límites de lo humano aparece la trascendencia de las cosas con relación a la conciencia (o de la conciencia con relación a las cosas). La trascendencia, en efecto, no es nada si es embrionaria, si no está constituida como lo están los sólidos, es decir, inmutablemente en ciertas condiciones dadas. De hecho, somos incapaces de fundarnos sobre coagulaciones inestables y debemos limitarnos a mirar la animalidad, desde fuera, bajo la luz de la ausencia de trascendencia. Inevitablemente, ante nuestros ojos, el animal está en el mundo como el agua en el agua.
El animal tiene diversas conductas según las diversas situaciones. Estas conductas son los puntos de partida de distinciones posibles, pero la distinción pediría la trascendencia del objeto hecho distinto. La diversidad de las conductas animales no establece distinción consciente entre las diversas situaciones. Los animales que no se comen a un semejante de la misma especie no tienen, sin embargo, el poder de reconocerlo como tal, y así una situación nueva, en que la conducta normal no se provoca, puede bastar para retirar un obstáculo sin que haya ni siquiera conciencia de haberlo retirado. No podemos decir de un lobo que se come a otro que viola la ley que quiere que, de ordinario, los lobos no se comen entre ellos. No viola esa ley; sencillamente, se encuentra en unas circunstancias en las que no funciona. Hay, pese a eso, para el lobo, continuidad del mundo y de sí mismo. Ante él se producen apariciones atractivas o angustiosas; otras apariciones no responden ni a individuos de la misma especie, ni a alimentos, ni a nada de atrayente o de repulsivo; entonces eso de que se trata no tiene sentido o lo tiene como signo de otra cosa. Nada viene a romper una continuidad en la que el miedo mismo no anuncia nada que pueda ser distinguido antes de estar muerto. Incluso la lucha de rivalidad es todavía una convulsión en la que, de las inevitables respuestas a los estímulos, se desprenden sombras inconsistentes. Si el animal que ha sojuzgado a su rival no toma la muerte del otro como lo hace un hombre, que puede adoptar la actitud del triunfo, es porque su rival no había roto una continuidad que su muerte no restablece. Esa continuidad no estaba puesta en cuestión, pero la identidad de los deseos de los dos seres los opuso en combate mortal. La apatía que traduce la mirada del animal tras el combate es el signo de una existencia esencialmente igual al mundo en el que se mueve como el agua en el seno de las aguas.
En Teoría de la religión