2 jul 2020
Fogwill - La decepción
LA frustración de un deseo soñado es frecuente en los episodios del sueño y también en los relatos de los sueños, que son cosas que no siempre coinciden. Habría que clasificar los sueños según el grado de motivación de sus episodios, reparando en que el goce de los acontecimientos —esa plenitud natural-tecnológica de navegar, en el caso de Cádiz— pocas veces coincide con la satisfacción del deseo que los puso en marcha.
Lo mismo ha de ocurrir con las historias de las vidas.
Los sueños de pura frustración son excepcionales, tal vez porque los extremos de frustración no se sueñan como carencias, sino como terror. Tengo anotado otro sueño de 1973, narrado por mi hijo en vísperas de cumplir cinco años.
Contó que había soñado que se iba a Bariloche con sus amigos. No daba más información sobre su estadía en ese lugar turístico del sur, pero me bastó oír su pronunciación de la palabra «Bariloche» para entender que fueron vacaciones extensas y divertidas. Al volver lo esperábamos su madre y yo en un lugar que debía ser una estación ferroviaria y lo primero que quiso saber al encontrarnos fue cuándo sería su cumpleaños. Entonces alguien —imaginé que habría sido yo— le respondía que su cumpleaños ya había pasado.
«Ya fue tu cumpleaños», contó que le decíamos.
Era una pesadilla sobre el uso del tiempo, contemporánea al comienzo de su etapa escolar: las vacaciones como espacio de tiempo siempre llamado a terminar y también acerca del consumo del tiempo como alternativa a otros usos que podrían ser más satisfactorios, o más indispensables. Dos espacios de felicidad —vacaciones y fiesta— neutralizados por dos propiedades del tiempo: su paso inexorable y su universal simultaneidad que exige emplear sólo uno de los infinitos tiempos que transcurren. Era un sueño sobre la libertad y la paternidad.
Lo mismo ha de ocurrir con las historias de las vidas.
Los sueños de pura frustración son excepcionales, tal vez porque los extremos de frustración no se sueñan como carencias, sino como terror. Tengo anotado otro sueño de 1973, narrado por mi hijo en vísperas de cumplir cinco años.
Contó que había soñado que se iba a Bariloche con sus amigos. No daba más información sobre su estadía en ese lugar turístico del sur, pero me bastó oír su pronunciación de la palabra «Bariloche» para entender que fueron vacaciones extensas y divertidas. Al volver lo esperábamos su madre y yo en un lugar que debía ser una estación ferroviaria y lo primero que quiso saber al encontrarnos fue cuándo sería su cumpleaños. Entonces alguien —imaginé que habría sido yo— le respondía que su cumpleaños ya había pasado.
«Ya fue tu cumpleaños», contó que le decíamos.
Era una pesadilla sobre el uso del tiempo, contemporánea al comienzo de su etapa escolar: las vacaciones como espacio de tiempo siempre llamado a terminar y también acerca del consumo del tiempo como alternativa a otros usos que podrían ser más satisfactorios, o más indispensables. Dos espacios de felicidad —vacaciones y fiesta— neutralizados por dos propiedades del tiempo: su paso inexorable y su universal simultaneidad que exige emplear sólo uno de los infinitos tiempos que transcurren. Era un sueño sobre la libertad y la paternidad.
En La gran ventana de los sueños