Paul Valéry - Noción general del arte

20 jun 2020

Paul Valéry - Noción general del arte


Paul Valéry - Noción general del arte


I. La palabra ARTE primeramente significó manera de hacer, y nada más. Esta acepción ilimitada ha dejado de usarse.

  II. Después, este término se redujo poco a poco a designar la manera de hacer en todos los géneros de la acción voluntaria, o instituida por la voluntad, cuándo dicha manera supone en el agente una preparación, o una educación, o, al menos, una atención especial, y el resultado a alcanzar puede perseguirse mediante más de un modo de operación. Se dice de la Medicina que es un Arte, se dice también de la Montería, de la Equitación, de la conducta en la vida o de un razonamiento. Existe un arte de andar y un arte de respirar: existe incluso un arte de callarse.

  Dado que los diversos modos de operación que tienden al mismo fin no presentan, en general, la misma eficacia o la misma economía, y, por otra parte, no se le ofrecen por igual a un ejecutante dado, la noción de la calidad o del valor de la manera de hacer se introduce naturalmente en el sentido de nuestra palabra. Decimos: el Arte de Tiziano.

  Pero este lenguaje confunde dos caracteres que se le atribuyen al autor de la acción: uno es su aptitud singular y nativa, su propiedad personal e instransmisible; el otro consiste en su «saber», su adquisición de experiencia expresable y transmisible. En la medida que puede aplicarse esta distinción, se llega a la conclusión de que todo arte puede aprenderse, pero no todo el arte. No obstante, la confusión de esos dos caracteres es casi inevitable, pues su distinción es más fácil de enunciar que de discernir en la observación de cada caso particular. Toda adquisición exige al menos un cierto don para adquirir, mientras que la aptitud más notoria, la mejor inscrita en una persona, puede quedar sin efecto, o sin valor con relación a terceros —e incluso permanecer ignorada por su propio posesor— si algunas circunstancias exteriores o un medio favorable no la despiertan, o si los recursos de la cultura no la alimentan.

  En resumen, el ARTE, en ese sentido, es la calidad de la manera de hacer (cualquiera que sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados —consecuencia de la desigualdad de los agentes.

  III. Ahora es preciso añadir a esta noción del ARTE nuevas consideraciones que explicarán cómo ha llegado a designar la producción y el goce de cierto tipo de obras. Hoy en día distinguimos la obra del arte, que puede ser una fabricación o una operación de una clase y con un fin cualquiera, de la obra de arte, de la cual vamos a intentar encontrar las características esenciales. Se trata de responder a la pregunta: «¿En qué conocemos que un objeto es obra de arte, o que un sistema de actos se realiza con objeto del arte?».

  IV. El carácter más manifiesto de una obra de arte puede llamarse inutilidad, a condición de tener en cuenta las siguientes precisiones:

  La mayor parte de las impresiones y percepciones que recibimos de nuestros sentidos no interpretan ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la conservación de la vida. Aportan a veces algunos problemas o ciertas variaciones de régimen, sea a causa de su intensidad, sea para movernos o conmovernos en concepto de signos; pero es fácil constatar que de las innumerables excitaciones sensoriales que nos asedian a cada instante, sólo una parte notoriamente débil, y como quien dice infinitamente pequeña, es necesaria o utilizable por nuestra existencia puramente fisiológica. El ojo de un perro ve los astros; pero el ser de este animal no da ningún curso a esa visión: la anula de inmediato. El oído de ese perro percibe un ruido que lo endereza e inquieta; pero su ser sólo absorbe de ese ruido lo necesario para sustituirlo por una acción inmediata y enteramente determinada. No pierde el tiempo en la percepción.

  De este modo la mayor parte de nuestras sensaciones son inútiles en el servicio de nuestras funciones esenciales, y aquellas que nos sirven para algo son puramente transitivas, y se cambian de inmediato por representaciones, o decisiones, o actos.

  V. Por otro lado, la consideración de nuestros actos posibles nos lleva a yuxtaponer (si no a conjugar) a la idea de inutilidad más arriba precisada, la de arbitrariedad. Lo mismo que recibimos más sensaciones de las necesarias, poseemos también más combinaciones de nuestros órganos motores y de sus acciones de las que necesitamos, estrictamente hablando. Podemos trazar un círculo, hacer actuar a los músculos de nuestro rostro, andar en cadencia, etc. Podemos, en particular, disponer de nuestras fuerzas para dar forma a una materia independientemente de toda intención práctica, y rechazar o abandonar a continuación ese objeto que hemos hecho; siendo esta fabricación y este rechazo, respecto a nuestras necesidades vitales, idénticamente nulos.

  VI. Dicho esto, podemos hacer que corresponda a cada individuo un campo relevante de su existencia, constituida por el conjunto de sus «sensaciones inútiles» y de sus «actos arbitrarios». La invención del Arte ha consistido en intentar conferir a los unos una especie de utilidad; a los otros, una especie de necesidad.

  Pero esta utilidad y esta necesidad no tienen en absoluto la evidencia ni la universalidad dé la utilidad y de la necesidad vitales de las que se ha hablado más arriba. Cada persona las resiente según su naturaleza y las juzga, o dispone de ellas soberanamente.

  VII. Entre nuestras impresiones inútiles, sucede que algunas sin embargo se nos imponen y nos excitan para desear que se prolonguen o se renueven. Tienden también a veces a hacernos esperar otras sensaciones del mismo orden que satisfagan una forma de necesidad que han creado.

  La vista, el tacto, el olfato, el oído, el moverse, nos inducen así, de cuando en cuando, a rezagarnos en el sentir, a actuar para acrecentar sus impresiones en intensidad y duración. Esta acción que tiene a la sensibilidad como origen y fin, mientras que la sensibilidad la guía también en la elección de sus medios, se distingue claramente de las acciones del orden práctico.

  Estas, en efecto, responden a necesidades o impulsiones que se extinguen por la satisfacción que reciben. La sensación de hambre cesa en el hombre saciado, y las imágenes que ilustraban esa necesidad se desvanecen. De modo muy distinto sucede en el campo de la sensibilidad exclusiva de la que estamos tratando: la satisfacción hace renacer el deseo; la respuesta regenera la demanda; la posesión engendra un apetito creciente de la cosa poseída: en una palabra, la sensación exalta su espera y la reproduce, sin que ningún término claro, ningún límite cierto, ninguna acción resolutoria pueda abolir directamente ese efecto de la excitación recíproca.

  Organizar un sistema de cosas sensible que posea esta propiedad es lo esencial del problema del Arte; condición necesaria pero muy lejos de ser suficiente.

  
    VIII. Es conveniente insistir un poco sobre el punto precedente y apoyarse, para hacer resaltar la importancia, en un fenómeno particular, debido a la sensibilidad retiniana. A partir de una fuerte impresión de la retina, este órgano responde al color que le ha impresionado mediante la emisión «subjetiva» de otro color, llamado complementario del primero, y enteramente determinado por éste, que le cede a su vez a una repetición del precedente, y así sucesivamente. Esta especie de oscilación continuaría indefinidamente si el agotamiento del órgano no le pusiera fin. Este fenómeno muestra que la sensibilidad local puede comportarse como productora aislable de impresiones sucesivas y de alguna manera simétricas, de las que cada una parece engendrar necesariamente su «antídoto». Ahora bien, por una parte, esta propiedad local no representa ningún papel en la «visión útil» —que, por el contrario, sólo puede enturbiar—. La «visión útil» no retiene de la impresión más que lo necesario para hacer pensar en otra cosa, despertar una «idea» o provocar un acto. Por otra parte, la correspondencia uniforme de los colores por parejas de complementarios define un sistema de relaciones, ya que a cada color actual responde un color virtual, a cada sensación coloreada una sustitución definida. Pero esas relaciones y otras semejantes que no representan ningún papel en la «visión útil», desempeñan un papel muy importante en esta organización de las cosas sensibles y en esa tentativa de conferir una especie de necesidad o de utilidad secundarias a impresiones sin valor vital que hemos considerado anteriormente como fundamentales para la noción de ARTE.

    IX. Si, de esta propiedad particular de la retina estremecida, pasamos a las propiedades de los miembros del cuerpo y particularmente de los más móviles de ellos, y si observamos las posibilidades de movimientos y de esfuerzos independientes de toda utilidad, encontramos que existe en el grupo de tales posibilidades una infinidad de asociaciones entre sensaciones táctiles y sensaciones musculares, mediante las cuales se realiza la acción de correspondencia recíproca, de recuperación o de prolongación indefinida de las que hemos hablado. Palpar un objeto, no es otra cosa que buscar con la mano un cierto orden de contactos; si, reconociendo o no ese objeto (y además ignorando lo que sabemos por el espíritu), nos vemos comprometidos o inducidos a recuperar indefinidamente nuestra maniobra envolvente, perdemos poco a poco el sentimiento de la arbitrariedad de nuestro acto y nacerá en nosotros el de una determinada necesidad de repetirlo. Nuestra necesidad de recomenzar el movimiento y de completar nuestro conocimiento local del objeto nos indica que su forma es más adecuada que otra para mantener nuestra acción. Esta forma favorable se opone a todas las formas posibles, pues nos tienta singularmente a proseguir sobre ella un intercambio de sensaciones motrices y de sensaciones de contacto y capacidades que, gracias a ella, se hacen complementarias unas de otras, llamándose unos a otros los desplazamientos y las presiones de la mano. Si a continuación tratamos de modelar en una materia conveniente una forma que satisfaga la misma condición, hacemos obra de arte. Podremos expresar todo eso burdamente hablando de «sensibilidad creadora»; pero sólo se trata de una expresión ambiciosa, que promete más de lo que cumple.

    X. En resumen, existe toda una actividad enteramente desdeñable por el individuo cuando se reduce a aquello que atañe a su conservación inmediata. Se opone además a la actividad intelectual propiamente dicha, pues consiste en un desarrollo de sensaciones que tiende a repetir o a prolongar aquello que lo intelectual tiende a eliminar o a superar —lo mismo que tiende a abolir la sustancia auditiva y la estructura de un discurso para llegar a su sentido.

    XI. Pero, por otra parte, esta actividad se opone ella misma y por sí misma a la distracción vacía. La sensibilidad, que es su principio y su fin, tiene horror del vacío. Reacciona espontáneamente contra la rarefacción de las excitaciones. Todas las veces que una duración sin ocupación ni preocupación se impone al hombre, se produce en él un cambio de estado marcado por una especie de emisión, que tiende a restablecer el equilibrio de los intercambios entre la potencia y el acto de la sensibilidad. El trazado de un ornamento en una superficie excesivamente desnuda, el nacimiento de un canto en un silencio excesivamente sentido, no son sino respuestas, complementos, que compensan la ausencia de excitaciones —como si esta ausencia, que expresamos con una simple negación, actuara positivamente sobre nosotros.
  

  Podemos sorprender aquí el germen mismo de la producción de la obra de arte. La conocemos por ese carácter de que ninguna «idea» que pueda despertar en nosotros, ningún acto que nos sugiera, ni la termina ni la agota: por mucho que respiremos una flor que armoniza con el olfato, no podernos acabar con ese perfume cuyo goce reanima la necesidad; y no hay recuerdo, ni pensamiento, ni acción, que anule su efecto y nos libere exactamente de su poder. He ahí lo que persigue quien quiere hacer obra de arte.

  XII. Este análisis de hechos elementales y esenciales en materia de arte, conduce a modificar bastante profundamente la noción que ordinariamente tenemos de la sensibilidad. Agrupamos bajo ese nombre propiedades puramente receptivas o transitivas, pero hemos reconocido que también hay que atribuirle virtudes productivas. Es la razón por la que hemos insistido sobre los complementarios. Si alguien ignorara el color verde que nunca hubiera visto, bastaría que fijara por algún tiempo un objeto rojo para obtener de sí mismo la sensación todavía desconocida.

  Hemos visto igualmente que la sensibilidad no se limita a responder, sino que puede ocurrirle preguntar y contestarse.

  Todo esto no se limita a las sensaciones. Si se observa atentamente la producción, los efectos, las curiosas sustituciones cíclicas de las imágenes mentales, se encuentran las mismas relaciones de contraste, de simetría, y sobre todo el mismo régimen de regeneración indefinida que hemos observado en los ámbitos de la sensibilidad especializada. Esas formaciones pueden ser complejas, desarrollarse largamente, reproducir las apariencias de los accidentes de la vida exterior, combinarse en ocasiones con las exigencias de orden práctico —también participan de los modos que hemos descrito, al tratar de la sensación pura—. En particular, es característica la necesidad de volver a ver, de volver a escuchar, de sentir indefinidamente. El aficionado a la forma acaricia sin cansarse el bronce o la piedra que encanta a su sentido del tacto. El aficionado a la música repite o canturrea el aire que le ha seducido. El niño exige la repetición del cuento y grita: ¡otra vez!…

  XIII. De esas propiedades elementales de nuestra sensibilidad la industria del hombre ha obtenido aplicaciones prodigiosas. Es algo maravilloso pensar en la cantidad de obras de arte producidas a lo largo de los siglos, la diversidad de los medios, la variedad de los tipos de esos instrumentos de la vida sensorial y afectiva. Pero todo ese inmenso desarrollo solamente ha sido posible con la ayuda de aquellas de nuestras facultades en cuyo acto la sensibilidad representa únicamente un papel secundario. Aquellos de nuestros poderes que no son inútiles, pero que son indispensables o útiles para nuestra existencia, han sido cultivados por el hombre, convertidos en más potentes y más precisos. El hombre ha dominado la materia cada vez con mayor fuerza y exactitud. El Arte ha sabido aprovecharse de esas ventajas, y las diversas técnicas creadas para las necesidades de la vida práctica han prestado al artista sus herramientas y procedimientos. Por otra parte, el intelecto y sus vías abstractas (lógica, métodos, clasificaciones, análisis de los hechos y crítica, que a veces se oponen a la sensibilidad, pues proceden siempre, contrariamente a ella, hacia un límite, persiguen un fin determinado —una fórmula, una definición, una ley—, y tienden a agotar, o a reemplazar por signos de convención toda la experiencia sensorial), han aportado al Arte el apoyo (más o menos acertado) del pensamiento retomado y reconstruido, constituido en operaciones distintas y conscientes, rico en notaciones y en formas de una generalidad y de una potencia admirables. Esta intervención ha dado, entre otros efectos, nacimiento a la Estética —o mejor, a las diversas Estéticas—, que, considerando el Arte como problema del conocimiento, han intentado reducirlo a ideas. Dejando de lado la Estética propiamente dicha, que pertenece a los filósofos y a los sabios, el papel del intelecto en el Arte merecería un estudio en profundidad que aquí sólo podemos señalar. Bástenos hacer alusión a las innumerables «teorías», escuelas, doctrinas, que han creado o seguido tantos artistas modernos, y a las disputas infinitas en las que se agitan los eternos e idénticos personajes de esta «Commedia dell Arte»: la Naturaleza, la Tradición, lo Nuevo, el Estilo, lo Verdadero, lo Bello, etc.

  XIV. El Arte, considerado como actividad en la época actual, ha tenido que someterse a las condiciones de la vida social generalizada de esta época. Ha ocupado un lugar en la economía universal. La producción y el consumo de las obras de arte han dejado de ser completamente independientes una de otro. Tienden a organizarse. La carrera del artista vuelve a ser lo que fue, en los tiempos en que se le consideraba un práctico, es decir, una profesión reconocida. El Estado, en muchos países, intenta administrar las artes, se ocupa de conservar las obras, las «fomenta» como puede. Bajo ciertos regímenes políticos, intenta asociarlas a su acción persuasiva, en lo cual imita aquello que fue en todos los tiempos practicado por las religiones. El Arte ha recibido del legislador un estatuto que define la propiedad de las obras y sus condiciones de ejercicio, y que consagra la paradoja de una duración bastante limitada asignada a un derecho más fundado que la mayor parte de aquellos que las leyes eternizan. El Arte tiene su prensa, su política interior y exterior, sus escuelas, sus mercados y sus bolsas de valores; tiene incluso sus grandes bancas de depósitos, a las que van progresivamente a acumularse los enormes capitales que han producido de siglo en siglo los esfuerzos de la «sensibilidad creadora», museos, bibliotecas, etc.

  Se sitúa así al lado de la Industria utilitaria. Por otra parte, las numerosas y sorprendentes modificaciones de la técnica general que hacen imposible toda previsión en ningún orden, deben necesariamente afectar cada vez más los destinos del Arte mismo, creando medios completamente inéditos de ejercitar la sensibilidad. Ya las invenciones de la Fotografía y del Cinematógrafo transforman nuestra noción de las artes plásticas. No es en absoluto imposible que el análisis muy sutil de las sensaciones que ciertos modos de observación o de registro (como el Oscilógrafo catódico) hacen prever, lleve a imaginar procedimientos de acción sobre los sentidos, junto a los cuales la música misma, incluso la de las «ondas», parecerá complicada en su maquinismo y anticuada en sus objetivos. Entre el «fotón» y la «célula nerviosa» pueden establecerse relaciones completamente sorprendentes.

No obstante, esos diversos índices pueden hacer temer que el incremento de intensidad y de precisión, y el estado de desorden permanente en las percepciones y los espíritus que engendran las poderosas novedades que han transformado la vida del hombre, tornen su sensibilidad cada vez más obtusa y su inteligencia menos ágil de lo que fue.

En Teoría poética y estética