27 jun 2020
David Foster Wallace - Borges en el diván
Las biografías literarias presentan una paradoja desafortunada. La mayoría de los lectores que se interesan por la biografía de un escritor, sobre todo por una tan larga y exhaustiva como Borges. Una vida de Edwin Williamson, son admiradores de la obra de ese escritor. Es por eso por lo que tendrán tendencia a idealizar a ese escritor y a perpetrar (de forma consciente o no) la falacia intencional. Parte del atractivo de la obra del escritor, para esos fans, residirá en el sello distintivo de la personalidad del autor, en sus predilecciones, estilo, tics y obsesiones particulares, en la sensación de que esas historias las escribió ese autor y que no las habría podido firmar nadie más.[1] Y sin embargo, a menudo da la impresión de que la persona que nos encontramos en la biografía literaria no podría haber escrito jamás las obras que admiramos. Y cuanto más íntima y exhaustiva es la biografía, más fuerte suele ser esa sensación. En el caso presente, el Jorge Luis Borges que emerge del libro de Williamson —un niño de mamá vanidoso, tímido, pomposo y entregado durante gran parte de su vida a neurasténicas obsesiones románticas— está en las antípodas del escritor límpido, ingenioso, pansófico y profundamente adulto que retratan sus historias. Con justicia o sin ella, cualquiera que reverencie a Borges por ser uno de los mejores y más importantes narradores del último siglo se resistirá a esta disonancia, y a fin de explicarla y mitigarla, buscará defectos obvios en el estudio biográfico de Williamson. El libro no los decepcionará.
Edwin Williamson es un profesor de Oxford y apreciado hispanista cuya Penguin History of Latin America es una pequeña obra maestra de lucidez y criba. No es, por tanto, ninguna sorpresa que su Borges empiece fuerte, haciendo un fascinante esbozo de la historia argentina y el lugar que ocupa la familia de Borges dentro de ella. Williamson opina que el gran conflicto que da forma al carácter nacional argentino es el que se libra entre la «espada» del liberalismo civilizador europeo y el «puñal» del individualismo romántico del gaucho, y sostiene que la vida y la obra de Borges únicamente se pueden entender correctamente en relación con este conflicto, sobre todo con la forma en que se despliega durante su infancia. Durante el siglo XIX, tanto su abuelo paterno como el materno se laurearon en importantes batallas para obtener la independencia de España y establecer un gobierno centralizado argentino, y la madre de Borges estaba obsesionada con la gloria de la historia familiar. El padre de Borges, un hombre lastrado por haber vivido siempre a la sombra de su heroico padre, al parecer llegó a hacer cosas como darle a su hijo un puñal de verdad para que se defendiera de los matones de la escuela y mandarlo a un burdel para que perdiera la virginidad. El joven Borges no aprobó ninguna de ambas «pruebas», lo cual le generó unas cicatrices que Williamson cree que lo marcaron de por vida y que aparecen por todas partes en su narrativa.
Es en estas afirmaciones sobre los asuntos personales que hay cifrados en la obra del escritor donde se encuentra el verdadero defecto del libro. Para ser justos, no es más que un caso particularmente pronunciado de un síndrome que parece común en las biografías literarias, tan común que podría indicar la existencia de un defecto de base en su empresa misma. El gran problema de Borges. Una vida es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges; sus interpretaciones constituyen una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica psicológica. La razón de que este problema tal vez sea intrínseco a todo el género está bastante clara: los biógrafos no solo quieren que su historia sea interesante, sino también que tenga valor literario.[2] Y a fin de asegurarse de ello, la biografía tiene que conseguir que la vida personal del escritor y sus penurias psíquicas parezcan vitales para su obra. La idea es que no podemos interpretar correctamente una obra de naturaleza verbal a menos que conozcamos las circunstancias personales y/o psicológicas que rodearon su creación. El hecho de que muchos biógrafos se limiten a asumir esto como un axioma es un problema; otro problema es que el método funciona mucho mejor con unos escritores que con otros. Funciona bien con Kafka, el único autor moderno de alegorías que está a la altura de Borges, con quien se le ha comparado a menudo, puesto que las narraciones de Kafka son expresionistas, proyectivas y personales; únicamente tienen sentido artístico en tanto que manifestaciones de la psique de Kafka. Las historias de Borges, sin embargo, son muy distintas. Están diseñadas principalmente como argumentaciones metafísicas;[3] son densas, están encerradas en sí mismas y cuentan con una lógica anormal y propia. Por encima de todo, pretenden ser impersonales, trascender la conciencia individual, «ser incorporadas —en palabras de Borges—, igual que las fábulas de Teseo o de Asuero, a la memoria general de la especie e incluso trascender la fama de su creador o la extinción del idioma en el que fueron escritas». Una razón de esto es que Borges es un místico, o por lo menos una especie de neoplatónico radical: tanto el pensamiento como la conducta y la historia humanos son productos de una enorme Mente, o bien elementos de un inmenso Libro cabalista que incluye su propio descifrado. En términos biográficos, por tanto, tenemos una situación extraña, a saber: que la personalidad y las circunstancias individuales de Borges únicamente importan en la medida en que le llevan a crear obras en las que esos datos personales se presentan como irreales.
Borges. Una vida, que tiene sus mejores momentos cuando trata de la historia y la política de Argentina,[4] tiene los peores cuando Williamson se pone a hablar de obras concretas a la luz de la vida personal de Borges. La tesis crítica de Williamson está clara: «A falta de la clave de su contexto autobiográfico, nadie podría haber entendido el intenso significado que estas obras tuvieron realmente para su autor». Y en todos los casos, las lecturas resultantes son superficiales, forzadas y distorsionadas, algo inevitable en aras de justificar el proyecto del biógrafo. Ejemplo al azar: «La espera», un maravilloso relato breve que aparece en El Aleph (1949), está escrito en forma de homenaje múltiple a Hemingway, las películas de gángsters y el submundo de Buenos Aires. Un mafioso argentino, mientras permanece escondido de otro mafioso y usando el nombre de su perseguidor, sueña tan a menudo con la aparición de este en su dormitorio que, cuando por fin los asesinos se presentan allí, él…
Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
El final interrogativo y distante —una marca de la casa de Borges— se convierte en un interrogatorio a los sueños, la realidad, la culpa, el augurio y el terror mortal. Williamson, sin embargo, considera que la verdadera clave del significado de la historia es que «Borges no había conseguido ganarse el amor de Estela Canto… Y ahora que Estela ya no estaba, no parecía que mereciera la pena vivir», y representa el final de la historia estricta y únicamente como un lloriqueo deprimido: «Cuando sus asesinos por fin lo localizan, él se limita a darse la vuelta dócilmente contra la pared y se resigna a lo inevitable».
No es solo que Williamson lea hasta la última coma de la obra de Borges como correlato del estado emocional del autor. Es que tiende a reducir todos los conflictos psíquicos y problemas personales de Borges a su búsqueda de una mujer. La teoría en que se basa Williamson consta de dos elementos principales: la incapacidad de Borges para plantar cara a su dominante madre,[5] y su creencia, cifrada en una lectura fantasiosa de Dante, de que «el amor de una mujer era lo único que podía salvarlo de la infernal irrealidad que compartía con su padre e inspirarlo a escribir una obra maestra que justificara su vida». Así, pues, Williamson se dedica a interpretar cada relato como un informe en código sobre la trayectoria amorosa de Borges, una trayectoria que resulta ser triste, timorata, pueril, fantasiosa y (como la de la mayoría de la gente) extremadamente aburrida. La fórmula se aplica por igual a los relatos famosos como «“El Aleph” (1945), cuyo subtexto autobiográfico alude a su amor contrariado por Norah Lange» y a otros menos conocidos como «El Zahir»:
Los tormentos que describe Borges en este relato… son, por supuesto, confesiones desplazadas de sus penurias extremas. Estela [Canto, que acababa de romper con él] tenía que ser la «nueva Beatriz» que lo inspirara para crear una obra que fuera «la Rosa sin propósito, la Rosa platónica y atemporal», y sin embargo aquí estaba él otra vez, hundido en la irrealidad del yo laberíntico, ya sin perspectiva alguna de contemplar la Rosa mística del amor.
Por endeble que sea esta clase de explicación, es preferible al proceso inverso por medio del cual a veces Williamson presenta los relatos y poemas de Borges como «pruebas» de que estaba atravesando situaciones emocionales extremas. Por ejemplo, la afirmación que hace Williamson de que en 1934, «después de que Norah Lange lo dejara de forma definitiva, Borges… llegó a estar al borde del suicidio» se basa exclusivamente en dos narraciones minúsculas de aquel periodo cuyos protagonistas se plantean suicidarse. No solo se trata de una forma extrañísima de leer y de razonar —¿acaso el Flaubert que escribió Madame Bovary era eo ipso suicida?—, sino que Williamson parece creer que le autoriza para llevar a cabo toda clase de afirmaciones discutibles y humillantes sobre la vida interior de Borges: «“La noche cíclica”, que publicó en La Nación del 6 de octubre, revela que estaba sufriendo una aguda crisis personal»; «en los extractos de este poema inacabado… vemos que la razón de que quisiera suicidarse era el fracaso literario, que derivaba en última instancia de la inseguridad sexual». Puaj.
Lo vuelvo a decir, es básicamente gracias a los relatos de Borges por lo que alguien muestra algún interés por leer sobre su vida. Y aunque Edwin Williamson dedica mucho tiempo a contar con detalle el éxito explosivo que Borges disfrutó en su mediana edad, después de que el Premio Internacional de los Editores de 1961, compartido con Samuel Beckett, introdujera su obra en Estados Unidos y en Europa,[6] en su libro apenas habla de por qué Jorge Luis Borges es un narrador tan importante como para merecer una biografía tan increíblemente minuciosa. La verdad, en pocas palabras, es que Borges es probablemente el gran puente entre modernismo y posmodernismo que hay en la literatura mundial. Es modernista en el sentido de que su narrativa revela a una mente humana de primera fila despojada de todo fundamento de certidumbre religiosa o ideológica, una mente que de esa manera se vuelve completamente sobre sí misma.[7] Sus relatos son cerrados en sí mismos y herméticos, y producen ese terror vago de los juegos cuyas reglas son desconocidas y donde está en juego todo.
Asimismo, la mente de esos relatos es casi siempre una mente que vive en los libros y por medio de ellos. Esto se debe a que el Borges escritor es, fundamentalmente, un lector. Las alusiones abundantes y poco conocidas de su narrativa no son un tic, ni siquiera realmente un rasgo de estilo; y tampoco es ningún accidente que a menudo sus mejores relatos sean ensayos falsos, o bien reseñas de libros ficticios, o bien tengan textos en el centro de sus tramas, o tengan de protagonistas a Homero o Dante o Averroes. Ya sea por razones artísticas de base, o bien por razones personales neuróticas, o por ambas, Borges funde al lector y al autor en una nueva modalidad de agente estético, que crea historias a partir de otras historias, para quien la lectura es esencialmente —y conscientemente— un acto creativo. Esto, sin embargo, no se debe a que Borges sea un metanarrador ni un crítico hábilmente camuflado. Se debe a que sabe que en última instancia no hay diferencia, que asesino y víctima, detective y fugitivo, intérprete y público son lo mismo. Obviamente, esto tiene implicaciones posmodernas (de ahí lo que decía antes del puente), pero en realidad la visión de Borges es mística, y profunda. Y también temible, puesto que la línea que separa el monismo del solipsismo es fina y porosa, y tiene más que ver con el espíritu que con la mente en sí. Y en tanto que programa artístico, esta especie de colapso/trascendencia de la identidad individual también resulta paradójico, puesto que requiere una grotesca obsesión por uno mismo combinada con un borrado casi total del yo y de la propia personalidad. Dejando de lado tics y obsesiones, lo que hace que un relato de Borges sea borgiano es la extraña e inevitable sensación que transmite de que no lo ha escrito nadie y a la vez lo ha escrito todo el mundo. Es por eso, por ejemplo, por lo que resulta tan irritante ver que Williamson describe «El inmortal» y «La escritura del dios» —dos de los relatos místicos más enormes y sobrecogedores nunca escritos, al lado de los cuales las epifanías de Joyce o las redenciones de O’Connor palidecen y resultan toscas— como productos respectivos de «los muchos niveles de angustia» de Borges y de la «indiferencia a su destino» después de que lo dejaran diversas novias idealizadas. Esa clase de afirmaciones indica que no se ha entendido nada. Por mucho que las afirmaciones de Williamson fueran ciertas, los relatos trascienden de forma tan absoluta su causa motriz que los datos biográficos se vuelven, en el sentido más profundo y literal, irrelevantes.
[1] Por supuesto, el famoso «Pierre Menard, autor del Quijote» de Borges se toma a broma esta misma convicción, igual que su posterior «Borges y yo» anticipa y refuta la idea misma de una biografía literaria. El hecho de que su narrativa siempre vaya varios pasos por delante de sus intérpretes es una de las razones de que Borges sea tan grande y tan moderno.
[2] En realidad, estos dos objetivos encajan entre sí, puesto que la única razón de que alguien se interese por la vida de un escritor es su importancia literaria. (Piénsenlo: la vida personal de la mayoría de gente que se pasa catorce horas al día sentada a solas, leyendo y escribiendo, no va a ser precisamente un torbellino de emoción).
[3] Esto es en parte lo que un otorga a los relatos de Borges su naturaleza mítica y precognitiva (la metafísica primera y más vital de todas las culturas siempre es mitopoética), una naturaleza que a su vez contribuye a explicar cómo es posible que los relatos sean tan abstractos y a la vez tan conmovedores.
[4] Probablemente la parte más valiosa de la biografía sea su narración de la evolución política de Borges. Un cotilleo habitual sobre Borges es que la razón de que no le dieran el Premio Nobel fue su supuesto apoyo a las atroces juntas autoritarias que gobernaron Argentina en los años sesenta y setenta. Gracias a Williamson, sin embargo, descubrimos que en realidad las ideas políticas de Borges eran mucho más complejas y trágicas. Criado en el seno de una vieja familia liberal, e izquierdista irredento en su juventud, Borges fue uno de los primeros y más valientes oponentes públicos del fascismo europeo y del nacionalismo de derechas que este engendró en Argentina. Lo que le hizo cambiar de ideas fue Perón, cuya repulsiva dictadura populista de derechas generó tanto desprecio en Borges que lo hizo aliarse con el represivamente antiperonista partido Revolución Libertadora. La situación de Borges después de la primera destitución de Perón en 1955 está llena de paralelismos inquietantes para los lectores americanos. Debido a que el peronismo seguía gozando de una enorme popularidad entre la clase obrera pobre de Argentina, el dictador en el exilio retuvo un poder político enorme, y habría ganado cualquier elección democrática nacional que se hubiera llevado a cabo en la década de 1950. Esto colocaba a los creyentes en la democracia liberal (como J. L. Borges) en la misma clase de situación paradójica que unos años más tarde afrontó Estados Unidos en Vietnam del Sur: ¿cómo se promueve la democracia cuando sabes que la mayoría, si le dieras la oportunidad, votaría a favor de prohibir las elecciones democráticas? En esencia, Borges decidió que las masas argentinas habían sido engañadas por Perón y su mujer hasta tal punto que el regreso a la democracia no sería posible hasta que el país se limpiara de peronismo. El análisis que hace Williamson del camino sin retorno que esta decisión hizo tomar a Borges, y su narración de cómo los izquierdistas argentinos se ensañaron con la reputación política de Borges a modo de venganza por su abandono (hasta el punto de que, en 1967, cuando el escritor vino a dar una charla a Harvard, los estudiantes prácticamente esperaban que llevara charreteras y fusta), ocupan los mejores capítulos de su libro.
[5] Les aviso de que gran parte de las psicologías sobre la madre que se encuentran en el libro parecen sacadas del programa de Oprah, por ejemplo: «Sin embargo, al animar a su hijo a que hiciera realidad las ambiciones que ella había definido para sí misma, sin saberlo le infundió una sensación de no estar a la altura que se convirtió en el principal obstáculo que tuvo Borges a la hora de afirmarse a sí mismo».
[6] Los capítulos en que Williamson trata la repentina fama mundial de Borges entrañarán un interés especial para los lectores americanos que o bien no habían nacido o bien todavía no leían a mediados de los años sesenta. Yo tuve la suerte de descubrir a Borges de niño, pero solo porque en 1974 encontré por casualidad en las estanterías de mi padre Laberintos, una antología temprana de sus relatos más famosos. Yo creía que el libro únicamente estaba allí gracias al gusto literario y al discernimiento desacostumbradamente elevados que tenían mis padres —y es verdad que los tienen—, pero lo que no sabía era que en 1974 Laberintos también estaba en decenas de millares de estantes de hogares americanos, puesto que Borges había sido una sensación de la magnitud de Tolkien y Gibran entre los lectores enrollados de la década anterior.
[7] Laberintos, espejos, sueños, dobles… Muchos de los elementos que aparecen una y otra vez en la narrativa de Borges son símbolos de la psique vuelta hacia su interior.
En En cuerpo y en lo otro