Y encima, más que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavía reptiles. Pocos, muy pocos, aspiran a pájaro -aquí o allá-, entre lo que repta, babea, acecha, envenena, en algún rincón oscuro, y a veces sin haberlo deseado alguna causa ignorada por él mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extrañeza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrás todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de qué condición temible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como él mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbiseo, con saña trabajosa y obtusa, sin escrúpulos y quizás sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensado o deseado, la defensa, la multiplicación, la persistencia, el territorio de la especie reptil.
En Lo imborrable
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