5 feb 2020
Paul Bowles - Un episodio distante
Los crepúsculos de septiembre eran más rojos que nunca la semana que el Profesor decidió visitar Ain Taduirt, que está en la parte cálida del país. Al llegar la noche bajó en autobús desde la meseta, con dos pequeños neceseres llenos de mapas, bronceadores y medicinas. Diez años antes había estado tres días en el pueblo; le habían bastado, sin embargo, para establecer una amistad bastante sólida con el dueño de un café, que le había escrito varias veces durante el primer año luego de su visita, aunque nunca después. “Hassan Ramani”, decía el Profesor una y otra vez, mientras el autobús daba tumbos al bajar, atravesando capas cada vez más cálidas de aire. Unas veces frente al cielo llameante de oeste, y otras mirando a las afiladas montañas, el vehículo descendía por el camino polvoriento entre los desfiladeros, y entraba en una atmósfera que empezaba a oler a otras cosas aparte de al inagotable ozono de las alturas: azahar, pimienta, excrementos cocidos por el sol, aceite de oliva ardiente, fruta podrida. Cerró los ojos alegremente y vivió por un instante en un mundo puramente olfativo. El pasado distante regresó: qué parte de él, no supo decirlo.
El chofer, cuyo asiento compartía el Profesor, le habló sin quitar los ojos del camino.
—Vous êtes géologue?
—¿Geólogo? Ah, no. Soy lingüista.
—Aquí no hay lenguas. Sólo hay dialectos.
—Exacto. Estoy haciendo un estudio sobre las variedades del magrebí.
El chofer se mostró despectivo.
—Siga hacia el sur —dijo—. Encontrará lenguas de las que nunca ha oído hablar.
Cuando atravesaban la puerta del pueblo, la habitual nube de chiquillos surgió de entre el polvo y corrió gritando junto al autobús. El Profesor se quitó los lentes de sol, los dobló y los guardó en su bolsillo; tan pronto como el vehículo se detuvo, bajó de un salto, se abrió paso entre los indignados niños que tiraban en vano de su equipaje y caminó deprisa hasta llegar al Grand Hotel Saharien. De sus ocho habitaciones había dos disponibles: una orientada al mercado y la otra, más pequeña y barata, que daba a un patio minúsculo lleno de desperdicios y de barriles en el que se movían dos gacelas. Tomó la habitación más pequeña y, vertiendo un jarro entero de agua en la jofaina de estaño, empezó a lavarse el polvo arenoso de la cara y de las orejas. El resplandor del atardecer había desaparecido casi por completo del cielo, y de los objetos estaba desapareciendo el rosa casi ante sus propios ojos. Encendió la lámpara de carburo e hizo un gesto de desagrado por el olor.
Después de cenar, el Profesor caminó despacio por las calles hasta el café de Hassan Ramani, cuya trastienda colgaba peligrosamente sobre el río. La entrada era muy baja y tuvo que agacharse un poco para entrar. Un hombre cuidaba del fuego. Había un cliente bebiendo su té a pequeños sorbos. El qauayi trató de hacerlo sentarse en otra mesa de la parte delantera, pero el Profesor avanzó sin hacerle caso hasta la trastienda y se sentó allí. La luna brillaba a través de una celosía de cañas y no había ningún sonido afuera salvo el ladrido intermitente y lejano de un perro. Cambió de mesa para poder ver el río. Estaba seco, pero había charcos aquí y allá que reflejaban el brillante cielo nocturno. Entró el qauayi y le limpió la mesa.
—¿Este café pertenece todavía a Hassan Ramani? —preguntó el Profesor en el magrebí que le había tomado cuatro años aprender.
El hombre respondió en mal francés:
—Ha fallecido.
—¿Falleció…? —repitió el Profesor, sin percibir lo absurdo de la palabra—. ¿De veras? ¿Cuándo?
—No lo sé —dijo el qauayi—. ¿Un té?
—Sí. Pero no entiendo…
El hombre había salido ya de la habitación y estaba atizando el fuego. El Profesor se quedó sentado, inmóvil, sintiéndose solo y tratando de convencerse a sí mismo de que era ridículo. Poco después el qauayi regresó con el té. Le pagó, dejándole una enorme propina, a cambio de la cual recibió una grave reverencia.
—Dígame —dijo, mientras el otro empezaba a alejarse—. ¿Se pueden conseguir todavía esas cajitas hechas de ubre de camella?
El hombre pareció molesto.
—A veces los reguibat traen cosas de ésas. Aquí no las compramos —y luego, con insolencia, en árabe: —¿Para qué una caja de ubre de camella?
—Porque me gustan —replicó el Profesor. Y, como estaba un poco exaltado, añadió: —Me gustan tanto que quiero hacer una colección; le pagaré diez francos por cada una que me consiga.
—Jamstache —repuso el qauayi, abriendo la mano izquierda rápidamente tres veces seguidas.
—Ni hablar. Diez.
—No se puede. Pero espere a más tarde y venga conmigo. Me puede dar lo que quiera. Y tendrá cajas de ubre de camella si es que hay alguna.
Se fue a la parte delantera, dejando al Profesor que bebiera su té escuchando el coro creciente de perros que ladraban y aullaban mientras la luna se elevaba en el cielo. Un grupo de parroquianos llegó al cuarto delantero y estuvo sentado, charlando, durante cerca de una hora. Cuando ya se habían ido, el qauayi apagó el fuego y se detuvo en el umbral mientras se ponía un albornoz.
—Venga —dijo.
En la calle había muy poco movimiento. Los puestos estaban todos cerrados y la única luz venía de la luna. De vez en cuando pasaba un transeúnte y saludaba con un breve gruñido al qauayi.
—Todo el mundo lo conoce —dijo el Profesor, para romper el silencio entre ellos.
—Sí.
—Ojalá todo el mundo me conociera —dijo el Profesor, antes de darse cuenta de lo infantil que debía sonar aquel comentario.
—Nadie lo conoce —dijo su acompañante con brusquedad.
Habían llegado al otro lado del pueblo, hasta un promontorio que dominaba el desierto, y a través de una gran grieta en el muro el Profesor vio la blancura interminable, rota en primer plano por manchas oscuras de oasis. Pasaron por la abertura y siguieron por una vereda sinuosa entre las rocas, hacia abajo y hasta el palmar más cercano. El Profesor pensó: “Podría cortarme el cuello. Pero tiene un café… Seguro lo descubrirían.”
—¿Está lejos? —preguntó sin darle importancia.
—¿Está cansado? —preguntó a su vez al qauayi.
—Me esperan en el Hotel Saharien —mintió.
—No puede estar allá y aquí —dijo el qauayi.
El Profesor se rió. Se preguntó si la risa le sonaría inquieta al otro.
—¿Ha sido dueño del café de Ramani por mucho tiempo?
—Trabajo ahí para un amigo.
La respuesta entristeció al Profesor más de lo que él hubiera imaginado.
—Ah. ¿Trabajará mañana?
—No se puede saber.
El Profesor tropezó en una piedra y cayó haciéndose un rasguño en una mano. El qauayi dijo:
–Tenga cuidado.
De pronto flotó en el aire el olor dulce y negro de la carne podrida.
–¡Agh! —exclamó el Profesor, sintiendo que se ahogaba— ¿Qué es eso?
El qauayi se había tapado la cara con su albornoz y no respondió. Poco después dejaron atrás la pestilencia. Estaban en un llano. Delante de ellos, el sendero estaba flanqueado por altos muros de adobe. No había brisa alguna y las palmeras estaban completamente inmóviles, pero tras los muros se oía el ruido de agua corriente. El olor de excrementos humanos era casi constante mientras caminaban entre las dos paredes.
El Profesor esperó hasta que le pareció lógico preguntar, con cierto grado de irritación:
—¿Pero adónde vamos?
–Pronto —dijo el guía, deteniéndose para recoger unas piedras en la cuneta—. Recoja piedras —le recomendó—. Aquí hay perros malos.
—¿Dónde? —preguntó el Profesor, pero se agachó y cogió tres grandes y de aristas afiladas.
Continuaron en gran silencio. Dejaron atrás los muros y se abrió ante ellos el desierto brillante. Cerca de allí había un morabito en ruinas, con su diminuta cúpula apenas en pie y la fachada totalmente destruida. Detrás había grupos de palmeras enanas, inútiles. Un perro cojo corrió hacia ellos, enloquecido, sobre tres patas. Sólo hasta que estuvo casi junto a ellos oyó el Profesor su gruñido grave y constante. El qauayi le lanzó una gran piedra, dándole directamente en el hocico. Se escuchó un extraño crujido de mandíbulas y el perro siguió corriendo de lado hacia otra parte, tropezando ciegamente contra las piedras y revolviéndose en todas direcciones como un insecto herido.
Separándose del sendero, caminaron por un terreno erizado de piedras afiladas, a un lado de las pequeñas ruinas, entre los árboles y hasta llegar a un lugar donde el terreno descendía abruptamente ante ellos.
–Parece una cantera —dijo el Profesor, recurriendo al francés para la palabra «cantera», cuyo equivalente en árabe no pudo recordar en aquel momento. El qauayi no respondió. En cambio se quedó inmóvil y volvió la cabeza como escuchando. Y, efectivamente, desde abajo llegaba el sonido tenue y grave de una flauta. El qauayi asintió despacio varias veces. Luego dijo:
—El sendero empieza aquí. Puede usted verlo bien durante todo el camino. La piedra es blanca y la luna brillante. Así que puede ver bien. Ahora yo me regreso a dormir. Es tarde. Puede darme lo que quiera.
Allí de pie al borde del abismo, que a cada momento parecía más profundo, con su cara cerca del rostro oscuro del qauayi enmarcado por su albornoz e iluminado por la luna, el Profesor se preguntó a sí mismo qué era lo que sentía. Indignación, curiosidad, miedo, tal vez, pero sobre todo alivio y la esperanza de que no se tratara de una treta, la esperanza de que el qauayi de verdad lo dejara solo y regresara sin él.
Se separó un poco del borde y rebuscó en su bolsillo un billete suelto, porque no quería enseñar la cartera. Por suerte tenía uno de cincuenta francos, que sacó y entregó al hombre. Sabía que el qauayi estaba complacido, así que no prestó atención cuando lo oyó decir:
—No es bastante. Tengo que andar un largo camino hasta mi casa y hay perros…
—Gracias y buenas noches —dijo el Profesor sentándose con las piernas cruzadas y encendiendo un cigarrillo. Se sentía casi feliz.
—Deme al menos un cigarrillo —le pidió el hombre.
—Claro —dijo él con cierta brusquedad, ofreciéndole el paquete.
El qauayi se acuclilló muy cerca de él. Su cara no era agradable de ver. “¿Qué sucede?”, pensó el Profesor aterrorizado de nuevo, mientras le ofrecía su cigarrillo encendido.
Los ojos del hombre casi estaban cerrados. Era la cara más evidente de estar tramando algo que el Profesor hubiera visto. Cuando el segundo cigarrillo estuvo encendido, se aventuró a decir en árabe, al otro que seguía en cuclillas:
—¿En qué piensa?
El otro dio una chupada a su cigarrillo lentamente y pareció estar a punto de hablar. Entonces su expresión se convirtió en una de satisfacción, pero no dijo nada. Se había levantado un viento fresco y el Profesor sintió un escalofrío. El sonido de la flauta ascendía a intervalos desde lo profundo, mezclado a veces con el susurro de las palmeras al rozarse unas con otras en la espesura cercana. “Estas gentes no son primitivas”, se encontró diciendo mentalmente el Profesor.
—Bueno —dijo el qauayi levantándose despacio—. Quédese su dinero. Cincuenta francos es suficiente. Es un honor —entonces volvió al francés: —Ti n’as qu’à discendre, to’droit.
Escupió, rió levemente (¿o es que el Profesor estaba ya histérico?) y se alejó de prisa, a grandes pasos.
El Profesor tenía los nervios de punta. Encendió otro cigarrillo y se dio cuenta de que movía los labios automáticamente. Estaban diciendo:
—¿Esto es una situación o un predicamento? Esto es ridículo.
Se quedó sentado muy quieto durante varios minutos, esperando recuperar la sensación de realidad. Se tendió en el suelo duro y frío y miró la luna. Era casi como mirar directamente al sol. Si movía su mirada poco a poco, podía conseguir una hilera de lunas más débiles en el cielo.
—Increíble —murmuró.
Luego se incorporó rápidamente y miró a su alrededor. Nada garantizaba que el qauayi hubiera vuelto realmente al pueblo. Se puso en pie y se asomó al borde del precipicio. A la luz de la luna el fondo parecía hallarse a kilómetros de distancia. Y no había nada que sirviese como punto de referencia; ni un árbol, ni una casa, ni una persona… Trató de escuchar la flauta, pero oyó sólo el viento contra sus oídos. Un deseo violento y repentino de volver corriendo al camino se apoderó de él, y se volvió para mirar en la dirección que había tomado el qauayi. Al mismo tiempo se palpó suavemente la cartera en el bolsillo del pecho. Escupió hacia el borde del acantilado. Luego orinó en la misma dirección y escuchó atentamente, como un niño. Esto le dio ánimos para empezar a descender por el sendero del abismo. Curiosamente, no sentía vértigo. Sin embargo tuvo la prudencia de no mirar a la derecha, más allá del borde. Era una bajada constante y empinada. Su monotonía lo llevó a un estado mental no muy diferente del que le había causado el viaje en autobús. Estaba de nuevo murmurando «Hassan Ramani», una y otra vez, rítmicamente. Se detuvo, furioso consigo mismo por las asociaciones siniestras que el nombre le sugería ahora. Concluyó que estaba agotado por el viaje. —Y por el paseo —añadió.
Había bajado ya un buen trecho del gigantesco risco, pero la luna, como estaba justo encima, daba tanta luz como siempre. Sólo el viento había quedado atrás, allá arriba, vagando entre los árboles, soplando por las calles polvosas de Ain Taduirt, entrando en el vestíbulo del Grand Hotel Saharien, pasando bajo la puerta de su pequeña habitación.
Se le ocurrió que debía preguntarse por qué estaba haciendo algo tan irracional, pero era lo bastante inteligente como para saber que, como lo estaba haciendo, no era el momento de buscar explicaciones.
De pronto el terreno se volvió llano bajo sus pies. Había llegado al fondo antes de lo esperado. Siguió avanzando, todavía con desconfianza, como si temiera otra sima traicionera. Era muy difícil ver en aquel resplandor uniforme y tenue. Antes de que darse cuenta de lo que pasaba ya tenía encima al perro, una pesada masa de pelaje que trataba de empujarle hacia atrás, una garra afilada rozándole el pecho, una tensión de músculos contra él para clavarle los dientes en el cuello. El Profesor pensó: “Me niego a morir de esta manera”. El perro cayó hacia atrás; parecía un perro esquimal. Cuanto saltaba otra vez, el Profesor gritó en voz muy alta:
—¡Ay!
El perro se lanzó sobre él, hubo una confusión de sensaciones y dolor en algún sitio. Se oía también un ruido de voces próximas, y el Profesor no pudo entender lo que decían. Algo frío y metálico se apretó brutalmente contra su columna vertebral mientras el perro todavía tenida colgada de sus dientes una masa de ropa y tal vez de carne. El Profesor sabía que era el cañón de un arma y levantó las manos gritando en magrebí:
—¡Llévense al perro!
Pero el arma solamente lo empujó hacia adelante y como el perro, otra vez en el suelo, no volvió a saltar, él dio un paso adelante. El arma seguía empujándolo, él seguía avanzando. Volvió a escuchar voces, pero la persona que estaba justo detrás de él no decía nada. La gente parecía correr de un lado a otro; por lo menos eso era lo que le decían sus oídos. Porque sus ojos, según descubrió, seguían cerrados desde el ataque del perro. Los abrió. Un grupo de hombres avanzaba hacia él. Iban vestidos con las ropas negras de los reguibat. “Los reguibat son una nube contra la cara del sol”. “Cuando un reguibat aparece, el hombre del bien se da la vuelta”. En cuántas tiendas y mercados había oído esas máximas, pronunciadas en son de burla entre amigos. Jamás a un reguibat, por supuesto, pues esas gentes no frecuentan las ciudades. Envían a uno de los suyos, disfrazado, para organizar la venta de los bienes capturados con los elementos más turbios de cada lugar. “Una oportunidad”, pensó rápidamente, “de comprobar la veracidad de esas afirmaciones”. No dudó ni por un momento que la aventura resultaría una especie de advertencia contra aquella tontería por su parte: una advertencia que, en retrospectiva, iba a ser mitad siniestra y mitad fársica.
Dos perros, gruñendo, llegaron a la carrera tras los hombres que se aproximaban y se arrojaron a sus piernas. Le escandalizó notar que nadie le prestaba atención a esa falta de etiqueta. La pistola lo empujó con más fuerza mientras él intentaba esquivar el ruidoso ataque de los animales.
—¡Los perros! —volvió a gritar— ¡Llévenselos!
El arma lo empujó con gran fuerza y el Profesor cayó al suelo, casi a los pies de la multitud de hombres que tenía enfrente. Los perros le tironeaban de las manos y de los brazos. Una bota los hizo apartarse a puntapiés lanzando gañidos y después, con mayor energía, le dio una patada al Profesor en la cadera. Luego vino un concierto de puntapiés desde diferentes lados que lo hicieron revolcarse violentamente durante un rato por la tierra. Durante este tiempo era consciente de que había manos que se metían en sus bolsillos y sacaban todo lo que había en ellos. Trató de decir: “Ya tienen todo mi dinero, ¡dejen de patearme!”, pero sus músculos faciales golpeados se negaban a obedecer; se encontró haciendo gestos para hablar y eso fue todo. Alguien le dio un terrible golpe en la cabeza y él pensó: “Ahora al menos perderé el conocimiento, gracias al Cielo”. Pero siguió consciente de las voces guturales que no podía comprender y de que lo amarraban con fuerza alrededor de los tobillos y el pecho. Luego hubo un negro silencio que se abría como una herida de vez en cuando, para dejar entrar el sonido suave y grave de la flauta que repetía la misma sucesión de notas una y otra vez. De pronto sintió un dolor atroz por todo su cuerpo: dolor y frío. “Así que, después de todo, he estado inconsciente”, pensó. Pese a ello, el presente parecía únicamente una continuación directa de lo que había sucedido antes.
Estaba clareando débilmente. Había camellos cerca de donde estaba tendido; podía oír su gorgoteo y su respiración profunda. No pudo obligarse a intentar abrir los ojos, en caso de que le resultara imposible. Sin embargo, al oír que alguien se acercaba, descubrió que veía sin dificultad.
El hombre lo miró desapasionadamente a la luz gris de la mañana. Con una mano cerró las ventanas de la nariz del Profesor. Cuando el Profesor abrió la boca para respirar, el hombre le cogió la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El Profesor boqueaba y trataba de recuperar el aliento; no veía qué estaba sucediendo. No pudo distinguir el dolor del tirón brutal del que causó el cuchillo afilado. Luego se produjo un interminable atragantarse y escupir que continuaba automáticamente, como si él apenas fuera parte de ello. La palabra “operación” no paraba de darle vueltas en la cabeza; le calmaba un poco el terror mientras él se hundía de nuevo en la oscuridad.
La caravana partió en algún momento hacia media mañana. Al Profesor, que no estaba inconsciente sino en un estado de completo estupor, y que seguía atragantándose y babeando sangre, lo metieron doblado en un saco y lo ataron al costado de un camello. En el extremo inferior del enorme anfiteatro había una puerta natural entre las rocas. Los camellos, rápidos mehara, llevaban poca carga en este viaje. Pasaron por la puerta en fila india y remontaron despacio la suave loma que conducía arriba, al comienzo del desierto. Esa noche, en una parada tras unas colinas bajas, los hombres lo sacaron, todavía en un estado que no le permitía pensar, y sobre los andrajos polvorientos que quedaban de sus ropas ataron una serie de extrañas cinchas, hechas de tapas de bote engarzadas unas a otras. Uno tras otro le fueron poniendo en torno al torso, en brazos y piernas, incluso sobre la cara, estos brillantes cinturones, hasta que estuvo por completo envuelto en una armadura que lo cubría con sus escamas circulares de metal. Hubo muchas risas durante esta ceremonia de engalanamiento del Profesor. Un hombre sacó una flauta y otro más joven hizo una imitación que no estaba mal de una uled naïl ejecutando la danza de la caña. El Profesor ya tenía conciencia; para ser preciso, existía en medio de los movimientos que hacían esos otros hombres. Cuando terminaron de vestirlo tal como deseaban que se viera, metieron algo de comida bajo las ajorcas de hojalata que le colgaban sobre la cara. Aunque masticaba mecánicamente, la mayor parte acabó por caer al suelo. Lo volvieron a meter en el saco y lo dejaron allí.
Dos días más tarde llegaron a uno de sus propios campamentos. Allí había mujeres y niños en las tiendas y los hombres tuvieron que alejar a los perros que habían dejado allí para protegerlos. Cuando vaciaron el saco donde estaba el Profesor hubo gritos de miedo, y los hombres tardaron varias horas en convencer a las mujeres de que era inofensivo, aunque desde el primer momento no había quedado duda de que era una posesión valiosa. Luego de unos días se volvieron a poner en marcha, llevándose todo consigo y viajando sólo de noche, a medida que el terreno se volvía más cálido.
Aun cuando todas sus heridas sanaron y ya no sentía dolor, el Profesor no volvió a pensar; comía, defecaba y bailaba cuando se lo pedían: brincos absurdos arriba y abajo que entusiasmaban a los niños, principalmente por el maravilloso estrépito de chatarra que producía. Y por lo general dormía durante los calores del día, entre los camellos.
Encaminada hacia el sureste, la caravana eludía toda forma de civilización sedentaria. En pocas semanas llegaron a una nueva meseta, salvaje del todo y con muy poca vegetación. Allí acamparon y se quedaron, con los mehara sueltos para que pudieran pastar. Todos estaban contentos; el tiempo era más fresco y se encontraban sólo a unas horas de una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de llevar a Fogara al Profesor y venderlo a los tuaregs.
Pasó un año entero antes de que llevaran a cabo este proyecto. Para entonces el Profesor estaba mucho mejor entrenado. Sabía dar volteretas con las manos y hacía una serie de gruñidos terribles que, sin embargo, tenían cierto componente de humor; y cuando los reguibat le quitaron la hojalata de la cara descubrieron que podía hacer unas muecas admirables mientras bailaba. Le enseñaron también unos cuantos gestos obscenos elementales que nunca dejaba de producir chillidos de delicia entre las mujeres. Ahora solamente lo sacaban después de comidas especialmente copiosas, cuando había música y fiesta. Se adaptó fácilmente a su sentido del ritual y desarrolló una especie de “programa” rudimental que representaba cuando le llamaban: bailar, dar volteretas en el suelo, imitar a ciertos animales, y finalmente correr hacia el grupo con cólera fingida, para ver la confusión e hilaridad resultantes.
Cuando tres de los hombres se pusieron con él en camino para ir a Fogara, llevaron cuatro mehara consigo y él montó el suyo a horcajadas con toda naturalidad. No se tomó precaución alguna para vigilarlo, salvo la de mantenerlo entre ellos, con un hombre siempre detrás, cerrando el grupo. Llegaron a la vista de las murallas al amanecer y esperaron entre las rocas durante todo el día. Al anochecer el más joven se puso en marcha, y a las tres horas regresó con un amigo que traía un grueso bastón. Trataron de que el Profesor hiciera su rutina allí mismo, pero el hombre de Fogara tenía prisa por volver a la ciudad, así que todos se pusieron en marcha sobre sus mehara.
En la ciudad fueron directamente a la casa del aldeano y en su patio tomaron café, sentados entre los camellos. El Profesor volvió a hacer su acto, y esta vez hubo largo regocijo y mucho frotar de manos. Se llegó a un acuerdo, se pagó una cantidad de dinero y los reguibat se retiraron, dejando al Profesor en la casa del hombre del bastón, que no tardó en encerrarlo en un corral pequeñito que daba al patio.
El siguiente día fue importante en la vida del Profesor, pues fue el día en que otra vez hubo dolor removiéndose en su ser. Fue a la casa un grupo de hombres, entre los cuales había un caballero venerable, mejor vestido que aquellos otros que se pasaban el tiempo alabándolo, besándole con fervor las manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona procuraba hablar en árabe clásico de vez en cuando, para impresionar a los demás, que no habían aprendido una palabra del Corán. Así que la conversación transcurría más o menos así:
—Tal vez en In Salah. Los franceses de allá son imbéciles. La venganza celestial se aproxima. No la precipitemos. Alabado sea el más alto y caiga su maldición sobre los ídolos. Con pintura en la cara. Por si la policía quiere mirar de cerca.
Los demás escuchaban y asentían con sus cabezas lenta y solemnemente. Y el Profesor, en su cuchitril, cerca de ellos, escuchaba también. Es decir, era consciente del sonido del árabe que hablaba el anciano. Las palabras penetraban por primera vez en muchos meses. Ruidos, y luego: “La venganza celestial se aproxima». Y luego: «Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. Quédese su dinero. Bueno”. Y el qauayi en cuclillas junto a él al borde del precipicio. Y luego “caiga su maldición sobre los ídolos” y más blablablá. Dio vueltas tendido en la arena, resollando, y lo olvidó. Pero el dolor había comenzado. Se desarrollaba en una especie de delirio, porque él había comenzado a entrar de nuevo en la conciencia. Cuando el hombre abrió la puerta y lo empujó con el bastón, lanzó un grito de rabia y todos se echaron a reír.
Lo hicieron levantarse, pero no quiso bailar. Se quedó de pie ante ellos, mirando el suelo y negándose tercamente a moverse. El propietario estaba furioso, y tan irritado por las risas de los demás que se sintió obligado a despedirlos, diciendo que esperaría un momento más propicio para mostrarles su propiedad, pues no se atrevía a manifestar su cólera ante el anciano. Sin embargo, cuando se marcharon dio al Profesor un violento bastonazo en el hombro, le gritó varias obscenidades y salió de la casa azotando la puerta. Fue directo a la calle de las uled naïl, porque estaba seguro de encontrar a los reguibat entre las muchachas, gastando el dinero. Y en una tienda encontró a uno de ellos, todavía en la cama, mientras una uled naïl lavaba los vasos del té. Entró en la tienda y casi decapitó al hombre antes de que éste pudiera tratar de incorporarse. Tiró luego la navaja en la cama y salió corriendo.
La uled naïl vio la sangre, gritó, salió de su tienda para entrar en la de al lado y salió poco después con otras cuatro muchachas, que corrieron juntas al café y contaron al qauayi quién había matado al reguibat. Apenas una hora más tarde, la policía militar francesa lo arrestaba en la casa de un amigo y lo arrastraba a su campamento. Aquella noche el Profesor no recibió nada de comer y la tarde siguiente, en el lento agudizarse de su conciencia que le provocaba el hambre creciente, caminó sin rumbo fijo por el patio y las habitaciones que daban a él. No había nadie. En una habitación colgaba un calendario de la pared. El Profesor lo miró nervioso, como un perro que se mira una mosca en el hocico. En el papel blanco había cosas negras que producían sonidos en su cabeza. Los escuchó: “Grande Epicerie du Sabel. Juin. Lundi, Mardi, Mercredi”…
Las marcas diminutas de tinta que forman una sinfonía pueden haber sido hechas hace mucho tiempo, pero cuando se concretan en sonidos se vuelven inminentes y poderosas. Así, en la cabeza del Profesor comenzó a sonar una especie de música de los sentimientos, cada vez a mayor volumen mientras él miraba la pared de adobe, y tuvo la sensación de estar interpretando algo que había sido escrito para él mucho tiempo atrás. Sintió deseos de llorar; sintió ganas de recorrer la casa rugiendo, volcando y destrozando los pocos objetos que podían romperse. Su emoción no llegó más allá de este único deseo arrollador. Entonces, bramando con todas sus fuerzas, atacó a la casa y sus enseres. Luego atacó la puerta de la calle, que resistió por un tiempo y al final se rompió. Salió trepando por el agujero que dejaban los tablones que había astillado y, todavía rugiendo y agitando sus brazos en el aire para hacer el mayor estrépito de latas posible, empezó a galopar por la calle silenciosa hacia la puerta del pueblo. Unas pocas personas lo miraban con gran curiosidad. Al pasar ante la posta, el último edificio antes de llegar al elevado arco de adobe que enmarcaba el desierto, lo vio un soldado francés. “Tiens”, se dijo, “otro loco santo”.
Otra vez se ponía el sol. El Profesor corrió bajo el arco de la puerta, volteó la cara hacia el cielo rojo y empezó a trotar por la Piste d’In Salah, derecho hacia el sol que se ocultaba. A sus espaldas, desde la posta, el soldado disparó sin apuntar, para la buena suerte. La bala silbó peligrosamente cerca de la cabeza del Profesor y sus gritos se elevaron hasta convertirse en un lamento indignado mientras agitaba sus brazos de una manera aún más salvaje y, en un acceso de terror, daba grandes saltos en el aire cada pocos pasos.
El soldado se quedó mirando un rato, sonriente, mientras la figura que hacía cabriolas se volvía más y más pequeña en la oscuridad creciente de la noche, y el cascabeleo de la hojalata se convertía en parte del gran silencio de afuera, más allá de la puerta. La pared de la posta sobre la que se apoyaba aún irradiaba calor, dejado allí por el sol, pero el frío de la luna crecía en el aire.
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