22 ene 2020
T. S. Eliot: Religión y literatura
Lo que me propongo decir está básicamente a favor de las siguientes proposiciones: la crítica literaria debe complementarse con una perspectiva crítica que parta de una posición ética y teológica definida. La crítica literaria solo será sustantiva en la medida en que, en cada época, exista un punto de partida común en lo tocante a los asuntos éticos y teológicos. En épocas como la nuestra, en que tal punto de partida no existe, es necesario que los lectores cristianos examinen sus lecturas, especialmente de obras de imaginación, con criterios éticos y teológicos explícitos. La «grandeza» de la literatura no puede determinarse tan solo por criterios literarios, aunque debemos recordar que el hecho de que sea literatura solo pueden determinarlo esos parámetros.*
De algunos siglos a esta parte, hemos asumido tácitamente que no existe ninguna relación entre literatura y teología. Esto no implica negar que la literatura —y nuevamente me refiero, sobre todo, a las obras de imaginación— ha sido, es y probablemente será juzgada siempre según criterios morales. Sin embargo, las valoraciones morales de las obras literarias solo tienen en cuenta el código moral aceptado por cada generación y no si ese código se cumple o no. Puede que en épocas que aceptan determinada teología cristiana el código común sea bastante ortodoxo, pero incluso en esos periodos es posible que este código exalte conceptos tales como el «honor», la «gloria» o la «venganza» hasta un punto que resulta intolerable para el cristianismo. La ética dramática de la época isabelina constituye un ejemplo interesante al respecto. Sea como fuere, cuando el código común se separa de su trasfondo teológico y se vuelve, en consecuencia, cada vez más un asunto de hábito, se expone tanto a los prejuicios como a los cambios. En tales épocas, la moral se abre a la influencia de la literatura, así que en la práctica encontramos que lo que es «objetable» en literatura es meramente aquello a lo que la presente generación no está habituada. Es un lugar común decir que lo que turba a una generación será tranquilamente aceptado por la siguiente. Esta adaptabilidad al cambio de los criterios morales es en ocasiones saludado con satisfacción como una evidencia de la perfectibilidad humana, pero no es, en realidad, sino una evidencia de lo débilmente fundamentados que suelen estar los juicios morales de la gente.
Mi intención no es ocuparme de la literatura religiosa, sino de la aplicación de nuestra religión a la crítica de toda literatura. Sería bueno, sin embargo, empezar distinguiendo lo que considero que son los tres sentidos en que puede hablarse de «literatura religiosa». El primero se refiere a aquello que solemos llamar «literatura religiosa» en el mismo sentido en el que hablamos de «literatura histórica» o «literatura científica». Quiero decir que podemos considerar la traducción de la Biblia o las obras de Jeremy Taylor literatura de la misma manera en que podemos considerar literatura la escritura histórica de Clarendon o de Gibbon —los dos grandes historiadores ingleses—, la Lógica de Bradley, o la Historia natural de Buffon.2 Se trata, en todos estos casos, de escritores que, con independencia del propósito religioso, histórico o religioso de sus obras, tenían cierto don para el lenguaje que los hace gratos de leer para todos aquellos que disfrutan de lo que está bien escrito, aunque no les interesen los asuntos que estos escritores tenían en mente. Y podría agregar que, pese a que una obra científica, histórica o teológica que es además «literatura» pueda perder toda pertinencia fuera del ámbito literario, lo más probable es que nunca hubiese sido considerada «literatura» de no ser por su valor científico —o de otro tipo— original. Aunque reconozco la legitimidad de este placer, cada vez soy más consciente de su abuso. Las personas que disfrutan estos escritos exclusivamente por su mérito literario son en esencia parásitos y sabemos que los parásitos, cuando son demasiado numerosos, se convierten en una plaga. Podría despotricar en contra de esos hombres de letras que dicen extasiarse ante «la Biblia como literatura», la Biblia como el «monumento más noble de la prosa inglesa». Aquellos que hablan de la Biblia como un «monumento de la prosa inglesa» están admirándola, meramente, como el monumento que corona la tumba del cristianismo. Sin embargo, debería evitar las digresiones: basta con sugerir que, tal como la obra de Clarendon, Gibbon, Buffon o Bradley tendría un valor literario menor si fuese insignificante en tanto historia, ciencia y filosofía, respectivamente, así la Biblia debe su influencia literaria sobre la literatura inglesa no al hecho de que se la haya considerado literatura, sino a que se la ha considerado Palabra de Dios. Que los hombres de letras la consideren hoy «literatura» probablemente sea un indicio del fin de su influencia «literaria».
La segunda clase de relación de la religión con la literatura la encontramos en la llamada poesía «religiosa» o «devocional». Ahora bien, ¿cuál es la actitud de los amantes de la poesía —y me refiero a las personas que aprecian y disfrutan la poesía de primera mano, no a aquellos que imitan la admiración de otros— hacia ese género de poesía? En mi opinión, la respuesta está implícita en el hecho mismo de que la describan como cierto género de poesía. Creen, no siempre de manera explícita, que cuando se califica a la poesía de «religiosa» se señalan limitaciones muy claras. Para la gran mayoría de la gente que ama la poesía, la «poesía religiosa» es una variedad menor: el poeta religioso no es aquel que aborda la totalidad de la cuestión poética con un espíritu religioso, sino uno que lidia con una parte muy limitada de esa cuestión, que deja fuera lo que los hombres consideran sus mayores pasiones y que por tanto confiesa su ignorancia en lo que a ellas respecta. Me parece que esta es la verdadera actitud de la mayoría de los amantes de la poesía frente a poetas como Vaughan, Southwell, Crashaw, George Herbert o Gerard Hopkins.3
Y aún más, estoy dispuesto a admitir que estos críticos tienen razón hasta cierto punto. Porque hay un tipo de poesía, como la mayor parte de las obras de los autores antes mencionados, que es producto de una particular lucidez religiosa que puede existir con independencia de la lucidez general que se espera de un poeta mayor. En el caso de algunos poetas —o de algunas de sus obras— es posible que esta lucidez general haya existido y que, sin embargo, haya sido suprimida en tanto que paso preliminar y se haya presentado solo el producto final. Distinguir entre esta clase de poetas y aquellos en los cuales el genio religioso o devocional representa una lucidez particular y limitada podría resultar difícil. No pretendo presentar a Vaughan, a Southwell, a George Herbert o a Hopkins como poetas mayores: estoy convencido de que los primeros tres, cuando menos, son poetas que poseen esa lucidez limitada.* No son grandes poetas religiosos en el sentido en que Dante, Corneille o Racine son grandes poetas religiosos y cristianos, incluso en aquellas obras que no abordan temas cristianos. Ni siquiera en el sentido en el que Villon y Baudelaire, con todas sus imperfecciones y yerros, son poetas cristianos. Desde la época de Chaucer, la poesía cristiana (en el sentido en que pretendo definirla) se ha limitado, en Inglaterra, casi exclusivamente a la poesía menor.
Repito que, si hago estas consideraciones sobre la relación entre religión y literatura, es para dejar claro que no tengo intenciones de referirme fundamentalmente a la literatura religiosa, sino a la relación entre la religión y la literatura como un todo. En consecuencia, puedo permitirme abordar el tercer tipo de «literatura religiosa» más brevemente. Me refiero a las obras literarias escritas por personas que están deseosas de apoyar la causa de la religión y que podrían titularse como «propaganda». Incluyo, desde luego, ficciones tan deliciosas como El hombre que fue jueves, del señor Chesterton, o su Padre Brown. Nadie admira ni disfruta esas cosas tanto como yo. Solo me gustaría subrayar que, cuando una persona menos entusiasta y talentosa que el señor Chesterton es la encargada de abordar el asunto, el efecto es negativo. En todo caso, a mi juicio, tales escritos no pueden considerarse con seriedad cuando se trata de la relación entre religión y literatura, porque operan conscientemente en un mundo en el que se asume que la religión y la literatura no están relacionadas. La relación que plantean es consciente y limitada. Lo que deseo es una literatura que sea inconscientemente, más que deliberada o desafiantemente cristiana. La clave de la obra del señor Chesterton es justo que tiene lugar en un mundo que sin duda es no cristiano.
Estoy convencido de que no nos damos cuenta de hasta qué punto separamos completa e irracionalmente nuestros juicios literarios y religiosos. Si esta separación fuera posible, quizá no importaría, pero no es —ni jamás podrá ser— completa. Si acudimos a la novela como epítome de la literatura —dado que la novela es la forma literaria más difundida entre los lectores— descubrimos una gradual secularización de la literatura, al menos a lo largo de los últimos trescientos años. Bunyan y, hasta cierto punto, Defoe tenían propósitos morales: el primero, más allá de toda sospecha, el segundo quizá no.4 Pero a partir de Defoe la secularización de la novela ha sido continua. Ha habido tres fases principales. En la primera, la novela dio por sentada la fe en su versión contemporánea y la omitió de su retrato de la vida. Fielding, Dickens y Thackeray pertenecen a esta fase. En la segunda, dudó de la fe, se preocupó por ella o se le opuso. A este periodo pertenecen George Eliot, George Meredith y Thomas Hardy.5 A la tercera fase, que es en la que vivimos ahora, pertenecen la mayoría de los novelistas contemporáneos, con excepción del señor James Joyce.6 Es la fase de aquellos que nunca han oído hablar de la fe cristiana más que como un anacronismo.
Ahora bien, ¿tiene la gente en general una opinión definida, ya sea religiosa o antirreligiosa y lee novelas —o poesía, para el caso— con compartimentos distintos de su cabeza? La zona común entre religión y ficción es el comportamiento. Nuestra religión nos impone una ética, un juicio y una opinión de nosotros mismos y determina nuestro modo de actuar frente al prójimo. Las ficciones que leemos afectan el modo en que nos comportamos con los demás y también nuestra propia estructura. Cuando leemos sobre seres humanos que actúan de cierta manera con aprobación del autor, que con la actitud que asume frente al resultado de las acciones que él mismo ha imaginado bendice ese comportamiento, podemos sentirnos movidos a actuar de la misma forma.7 Cuando el novelista contemporáneo es un individuo y piensa aisladamente en sí mismo, puede tener algo importante que ofrecer a aquellos que están en condiciones de recibirlo. El que está solo puede dirigirse al individuo. Pero la mayoría de los novelistas son personas que se dejan llevar por la corriente, solo que más rápidamente. Tienen cierta sensibilidad, pero escaso intelecto.
Se espera de nosotros que, en asuntos de literatura, mantengamos la mente abierta, que dejemos a un lado prejuicios y convicciones y que miremos la ficción como ficción y el drama como drama. Siento escasa simpatía por lo que imprecisamente suele llamarse «censura» en este país —una censura con la que es mucho más difícil de lidiar que con la censura oficial, porque solo representa la opinión de determinados individuos en una democracia irresponsable—, en parte porque con frecuencia suprime los libros equivocados y en parte porque apenas es más efectiva que la prohibición del alcohol; porque es una manifestación del deseo de que el control estatal tome el papel que corresponde al aprendizaje doméstico de la decencia y, sobre todo, porque actúa sin atender más que a los hábitos y costumbres y no a partir de decididos principios teológicos y morales. Por si esto fuera poco, da a la gente una falsa sensación de seguridad, porque los lleva a pensar que los libros que no se suprimen son inofensivos. No estoy seguro de que haya algo parecido a un libro inofensivo; en todo caso, solo un libro decididamente ilegible sería incapaz de dañar a nadie. Está claro, por otro lado, que un libro no es inofensivo solo porque nadie se ofenda conscientemente al leerlo. Y si acaso es verdad que nosotros, como lectores, mantenemos nuestras convicciones morales y religiosas en un compartimento y asumimos la lectura como mero entretenimiento o, en un plano más elevado, como un placer estético, podría asegurar que los escritores, sin importar las intenciones conscientes que tenían al escribir, no reconocen tales distinciones en la práctica. El autor de una obra de imaginación busca afectarnos por completo, en tanto seres humanos, lo sepa o no; y nos afecta en tanto seres humanos, pretendámoslo o no. Supongo que todo lo que comemos tiene en nosotros un efecto distinto del mero placer del gusto o la masticación: nos afecta durante el proceso de asimilación y digestión y creo que exactamente lo mismo es cierto en el caso de aquello que leemos.
Que lo que leemos no concierne solo a eso que llamamos nuestro «gusto literario», sino que, entre muchas otras influencias, afecta directamente a la totalidad de lo que somos se revela con más claridad, me parece, si repasamos conscientemente la historia de nuestra educación literaria individual. Consideremos las lecturas de adolescencia de cualquier persona con cierta sensibilidad literaria. Creo que cualquiera que sea un poco sensible a la seducción de la poesía puede recordar algún momento de su juventud en que se sintió completamente arrebatado por la obra de un poeta. Muy probablemente ese arrebato se debiera a distintos poetas, uno tras otro. La razón de esta pasión pasajera no estriba solo en que nuestra sensibilidad para la poesía es mayor en la adolescencia que en la madurez. Lo que ocurre es una especie de inundación, de invasión de la personalidad aún no desarrollada por parte de la personalidad del poeta, más poderosa. Lo mismo sucede a una edad más avanzada en las personas que no han leído demasiado. En cierto momento, un escritor nos posee por completo, después otro y, finalmente, estos comienzan a relacionarse unos con otros en nuestra mente. Los comparamos, descubrimos que uno posee cualidades de las que los otros carecen y cualidades incompatibles con las de los otros: empezamos a ser, de hecho, críticos; es nuestra capacidad crítica creciente lo que nos protege de la influencia excesiva de cualquier personalidad literaria. El buen crítico —y todos deberíamos tratar de serlo, en vez de dejar la crítica a quienes escriben reseñas en los diarios— es el hombre en quien se combinan una sensibilidad aguda y perdurable y lecturas amplias y cada vez más selectas. Las muchas lecturas no pueden funcionar como una especie de atesoramiento, como una acumulación de conocimientos, ni conducir por sí mismas a lo que muchas veces se sugiere con la frase: «una cabeza bien amueblada». Hay que valorarlas como un proceso en que nos dejamos afectar por una poderosa personalidad tras otra, dejamos de estar dominados por una sola de ellas o por un pequeño grupo. Las muy diversas perspectivas que cohabitan en nuestra mente inciden unas sobre otras y nuestra personalidad se reafirma dando a cada una su lugar en una peculiar organización personal.
Es sencillamente falso que las obras de ficción, es decir, aquellas obras que describen acciones, pensamientos, palabras y pasiones de seres humanos imaginarios, ya sea en prosa o en verso, directamente amplíen nuestro conocimiento de la vida. El conocimiento directo de la vida es conocimiento directamente relacionado con nosotros mismos, es nuestro conocimiento del modo de actuar de la gente en general, de la forma de ser de la gente en general, en la medida en que esa parte de la vida en la que nosotros mismos hemos participado nos da material para generalizar. El conocimiento de la vida que se obtiene a través de la ficción es solo posible mediante otro nivel de conciencia. Quiero decir que solo puede ser conocimiento de lo que otra gente sabe acerca de la vida, no de la vida en sí. Así que, en la medida en que dejamos que los sucesos de una novela nos atrapen de la misma manera en que nos dejamos atrapar por lo que sucede frente a nuestros ojos, obtendremos cuando menos tanta mentira como verdad. Solo cuando estamos lo suficientemente preparados para decir: «Este es el modo en que veía la vida una persona que, dentro de sus limitaciones, era un buen observador. Dickens, Thackeray, George Eliot o Balzac, sin embargo, veían las cosas de un modo distinto al mío, puesto que era una persona distinta; incluso elegía ver cosas muy distintas o las mismas, pero colocándolas en un orden distinto de importancia, porque era un hombre distinto; de modo que lo que estoy mirando es el mundo tal como lo entendía una mente en particular», estamos en condiciones de obtener algo de las lecturas de ficción. De estos escritores aprendemos directamente algo sobre la vida, igual que aprendemos directamente leyendo un libro de historia; los escritores, sin embargo, solo pueden ayudarnos de verdad cuando somos capaces de ver —y de asumir— sus diferencias con respecto a nosotros mismos.
Ahora bien, lo que ganamos conforme envejecemos y leemos más y una mayor variedad de autores, es una diversidad mayor de puntos de vista sobre la vida. Sin embargo, sospecho que lo que la gente comúnmente asume es que obtener esa experiencia del punto de vista de otros depende de que «escojamos mejores lecturas». Se supone que esa sería nuestra recompensa por aplicarnos con Shakespeare, Dante, Goethe, Emerson, Carlyle y decenas de otros escritores respetables. El resto de nuestras lecturas, por mera diversión, serían solo para matar el tiempo. En mi caso, sin embargo, he llegado a la alarmante conclusión de que es solo lo que leemos «por diversión» o «por puro placer» lo que puede tener la mayor y la más insospechada influencia sobre nosotros. Es la literatura que leemos sin hacer demasiado esfuerzo la que puede tener la más fácil y la más insidiosa influencia sobre nosotros. Por eso hay que examinar con atención la influencia de las novelas y obras de teatro contemporáneas más populares: lo que la gente lee con esta actitud de «puramente por placer» o de un modo puramente pasivo suele ser, sobre todo, literatura contemporánea.
Llegado este punto, la relación de lo que he venido diciendo con mi asunto debería ser más evidente. Aunque es posible que leamos literatura solo por placer, «entretenimiento» o «goce estético», esa lectura no afecta simplemente a una especie de sentido especial, sino que nos afecta como seres humanos completos, afectan nuestra moral y nuestra vida religiosa. Y me atrevo a decir que, aunque es posible que ciertos eminentes escritores modernos estén mejorando desde el punto de vista individual, la literatura contemporánea como un todo tiende a degradarse. Y que incluso los mejores escritores, en una época como la nuestra, pueden tener una influencia degradante en ciertos lectores; porque debemos recordar que lo que un escritor hace a la gente no es necesariamente lo que pretendía hacer. Quizá solo sea lo que la gente es capaz de hacerles a ellos. La gente escoge inconscientemente todo aquello que la influye. Un escritor como D. H. Lawrence puede tener efectos benéficos o perjudiciales —y yo mismo no estoy seguro de no haber ejercido cierta perniciosa influencia.8
Puedo anticipar la réplica de los liberales, de quienes están convencidos de que si todo el mundo dice lo que piensa y hace lo que le place las cosas de algún modo se corregirán, por algún tipo de compensación y ajuste automáticos. «Que todo pueda probarse —dicen— y, si es un error, aprenderemos de la experiencia.» Este argumento tendría algún valor si existiese siempre la misma generación sobre la tierra; o si, como sabemos que no es el caso, la gente hubiera aprendido siempre de la experiencia de sus mayores. Los liberales están convencidos de que solo a través de lo que se describe como un individualismo irrestricto emergerá la verdad algún día. Piensan: dado que las ideas y perspectivas de cada persona son distintas, se produce entre ellas un violento choque en el que solo la más apta sobrevive y la verdad se alza entonces triunfante. Todo aquel que disienta de esta perspectiva es, en consecuencia, un medievalista que solo desea echar el tiempo atrás o bien un fascista —y muy probablemente ambas cosas.
Si la mayoría de los escritores contemporáneos fuera realmente individualista —cada uno de ellos un inspirado Blake, con su particular perspectiva— y si la mayoría de los lectores contemporáneos fueran realmente una suma de individuos, habría algo que decir a favor de esa actitud, pero las cosas no han sido así, no lo son y no lo serán jamás. No se trata solo de que el lector contemporáneo (o de cualquier época) no sea suficientemente individual para ser capaz de asimilar todas las «perspectivas sobre la vida» de todos los autores que los anuncios y reseñas de los editores nos empujan a leer y poder alcanzar luego la sabiduría poniendo en una balanza a unos y a otros. Es que los autores contemporáneos tampoco son, ellos mismos, suficientemente individuales. No es que el mundo que plantea la democracia liberal, un mundo de individuos independientes, sea indeseable, es solo que no existe, porque, a diferencia de quien prefiere leer la llamada gran literatura de todas las épocas, el lector de literatura contemporánea no se expone a la influencia de diversas y contradictorias personalidades, se expone, más bien, a un movimiento masivo de escritores, cada uno de los cuales piensa que tiene algo individual que ofrecer, pero que al cabo se mueve en la misma dirección. No creo que hubiera jamás otra época en que el público lector estuviera más expuesto a las influencias de su propia época, o más desamparado ante estas. Nunca hubo una época en que se leyeran más libros de autores vivos que de autores muertos, nunca hubo una época tan absolutamente provinciana, tan aislada del pasado. Puede que haya demasiadas editoriales, sin duda se publican demasiados libros y las revistas no dejan de incitar al lector a «estar al tanto» de lo que se publica. La democracia individualista ha llegado a su momento álgido y hoy es más difícil que nunca ser un individuo.
La propia literatura tiene sus distinciones, perfectamente válidas, entre lo bueno y lo malo, lo mejor o lo peor: no pretendo sugerir que confundo al señor Bernard Shaw con el señor Noël Coward, a la señora Woolf con la señorita Mannin.9 Además, quisiera dejar claro que no defiendo una literatura «elitista» en detrimento de una «popular». Intento decir, más bien, que la totalidad de la literatura moderna está corrompida por algo que yo llamaría secularismo, que simplemente no tiene conciencia o no es capaz de entender la importancia de la primacía de lo sobrenatural sobre la vida natural: de algo que asumo como nuestra preocupación fundamental.
No quisiera dar la impresión de estar lanzando una jeremiada furibunda contra la literatura contemporánea. Asumiendo que existe un espacio común entre mis lectores —o algunos de ellos— y yo, la pregunta no es tanto ¿qué debería hacerse?, cuanto ¿cómo deberíamos reaccionar?
He sugerido que la actitud liberal frente a la literatura no funcionará. Incluso en el caso de que los escritores que intentan imponernos su «modo de ver la vida» fueran auténticos individuos, aunque los lectores fuéramos auténticos individuos, ¿cuál sería el resultado? Sería, sin duda, que cada lector quedaría impresionado, en su lectura, meramente por aquello frente a lo cual estaba predispuesto a impresionarse; acataría la «ley del mínimo esfuerzo» y no habría manera de asegurar que se convirtiera en un hombre mejor. Al hacer juicios literarios tenemos que estar pendientes de dos cosas a la vez: de «lo que me gusta» y de «lo que debería gustarme». Muy poca gente es suficientemente honesta para saber ambas cosas. La primera implica que sepamos qué es lo que en realidad sentimos: muy pocos lo saben. La segunda supone conocer nuestras limitaciones, porque realmente no sabemos por qué debería gustarnos algo, lo que supone saber por qué no nos gusta aún. No basta con entender cómo deberíamos ser, a menos que sepamos quiénes somos; y no podemos entender quiénes somos a menos que sepamos quiénes deberíamos ser. Las dos formas de conciencia, saber quiénes somos y quiénes deberíamos ser, deben avanzar juntas.
Es asunto nuestro, como lectores de literatura, saber qué es lo que nos gusta. Es asunto nuestro, como cristianos, a la vez que lectores de literatura, saber qué cosa debería gustarnos. Es asunto nuestro, como personas honestas, no asumir que cualquier cosa que nos guste es lo que debería gustarnos. Y la última cosa que desearía sería que existieran dos literaturas, una para consumo de los cristianos y otra para el mundo pagano. Creo que es deber de todo cristiano mantener conscientemente patrones y criterios críticos más exigentes que los del resto del mundo y examinar según esos criterios y patrones todo lo que lee. Debemos recordar que la mayor parte de nuestras lecturas comunes y corrientes han sido escritas por personas que no creen en un orden sobrenatural o, en algunos casos, con nociones personales del orden sobrenatural que no son las nuestras. La mayor parte de lo que leemos lo escribe gente que no solo no posee las mismas creencias, sino que ignora el hecho de que aún hay gente en el mundo suficientemente «atrasada» o «excéntrica» para continuar teniendo fe. Mientras más conscientes seamos del abismo que existe entre nosotros y la mayor parte de la literatura contemporánea estaremos más o menos protegidos del daño que esta puede causarnos, y en posición de tomar de ella lo bueno que pueda ofrecernos.
Hay una gran cantidad de personas, hoy, que creen que todos los problemas del mundo son fundamentalmente económicos. Algunos piensan que ciertas modificaciones específicas en el ámbito económico serían suficientes para corregir el rumbo del mundo; otros, por su parte, demandan más o menos cambios drásticos en el ámbito social, cambios que fundamentalmente van en dos sentidos opuestos. Los cambios que se exigen, que incluso se consiguen en algunos lugares, se parecen en cierto sentido: reafirman eso que llamo secularismo: se ocupan solo de cambios de naturaleza temporal, material y externa; se preocupan solo de una moralidad colectiva. En una de las declaraciones de esa nueva fe, leo las siguientes palabras:
Desde el punto de vista de nuestra moral, el único juicio moral válido es si tal o cual acto impide o destruye de algún modo la capacidad del individuo de servir al Estado. [El individuo] debe responder a las preguntas: «¿Daña esta acción a mi país? ¿Daña a mis connacionales? ¿Daña mi capacidad de servir a mi país?». Y si la respuesta es clara en todas esas cuestiones, el individuo tiene absoluta libertad de hacer lo que le parezca.
No niego que esta sea una moral como cualquier otra y, con sus limitaciones, capaz de hacer el bien. Sin embargo, me parece que todos deberíamos rechazar una moral que no tiene un ideal mayor al que podamos adherirnos. Desde luego, representa una de las violentas reacciones que últimamente presenciamos en contra de la idea de que la comunidad solo sirve para el beneficio de los individuos, pero es además un evangelio de este mundo y solo de este mundo. Mi queja contra la literatura moderna es del mismo calibre. No es que la literatura moderna sea «inmoral» o incluso «amoral» en el sentido común de esos términos; y acusarla de algo así no sería suficiente, en cualquier caso. Se trata más bien de que repudia o permanece completamente indiferente ante nuestras creencias más fundamentales e importantes y, en consecuencia, tiende a empujar a sus lectores a obtener todo lo que puedan de la vida mientras dure, a no perderse ninguna «experiencia» que se les presente y a sacrificarse a sí mismos, si es que se sacrifican alguna vez, simplemente por mor de beneficios que resulten tangibles para otros en este mundo, ya sea ahora mismo o en el futuro. Sin duda seguiremos leyendo lo mejor que nuestra época nos ofrezca, pero debemos criticarlo incansablemente de acuerdo con nuestros propios principios y no solo de acuerdo con los principios admitidos por los escritores y críticos que discuten el asunto en la prensa.
[1935]
Notas
* Como ejemplo de una crítica literaria a la que el interés teológico da mayor significación, llamaría la atención sobre un libro de Theodor Haecker, Virgil (Sheed and Ward).1
1. Se refiere al libro del crítico alemán Theodor Haecker, Vergil. Vater des Abendlandes (Leipzig, 1931) y traducido al inglés como Virgil: Father of the West (Virgilio. Padre de Occidente; Londres, Sheed & Ward, 1934).
2. Acerca de Jeremy Taylor y lord Clarendon, véanse en este volumen las notas 6 y 2 del ensayo «Lancelot Andrewes». Más conocido que Clarendon para el lector español es Edward Gibbon (1737-1794), uno de los grandes historiadores de todos los tiempos, autor de la monumental The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, publicada en seis volúmenes entre 1776 y 1789). Gibbon es autor también de una espléndida autobiografía, Memoirs of My Own Life (Memorias de mi vida, publicada póstumamente en 1796). F. H. Bradley (1846-1924) fue uno de los más importantes filósofos idealistas británicos, seguidor en Inglaterra de Kant y Hegel. La obra de Bradley desempeñó un papel decisivo en el desarrollo intelectual de T.S. Eliot, quien a su regreso a Harvard tras el primer viaje a Europa (véase al respecto en este volumen la cronología de T. S. Eliot, p. 562) empezó a estudiar, tras su inmersión en la filosofía oriental, Appearance and Reality (Apariencia y realidad, 1913), donde encontró el principio de un camino espiritual, pues Bradley, en contra de la filosofía empírica dominante en Inglaterra, postulaba que la experiencia común no tiene ninguna utilidad sin un punto de vista religioso. Eliot decidió escribir su tesis doctoral sobre Bradley, que leyó en 1916 y que se publicó un año antes de su muerte: Knowledge and Experience in the Philosophy of F.H. Bradley (Conocimiento y experiencia en la filosofía de F.H. Bradley; Londres, Faber & Faber, 1964). En un artículo publicado en el Times Literary Supplement en diciembre de 1927 y recogido en Para Lancelot Andrewes, Eliot decía de Bradley: ‘Sustituyó una filosofía que era tosca, cruda y provinciana por una que era, en comparación, católica, civilizada y universal’, T.S. Eliot, For Lancelot Andrewes (Para Lancelot Andrewes; Londres, Faber & Faber, 1970, p. 59). Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), fue un naturalista francés, autor de una Histoire naturelle, général et particulière en treinta y seis volúmenes, publicada entre 1749 y 1788.
3. Sobre Vaughan, Crashaw y George Herbert, véase en este volumen la nota 6 del ensayo «Los poetas metafísicos». Robert Southwell (1561-1595) fue otro de los poetas religiosos que interesaron vivamente a T.S. Eliot. Católico de nacimiento, ordenado jesuita en Roma en 1584, formó parte de una misión para tratar de mantener el catolicismo en Inglaterra, a pesar de las severas órdenes promulgadas por Isabel I (véase al respecto en este volumen la nota 4 del ensayo «Lancelot Andrewes»). Al poco tiempo de haber iniciado su labor clandestina en la isla, fue detenido, torturado y finalmente ahorcado. Sus poemas se recopilaron en un volumen titulado Maeoniae, 1595. Gerard Manley Hopkins (1844-1889) es otro poeta religioso, plenamente victoriano. Católico y jesuita, su obra no se recopiló hasta 1918, editada por su albacea, el también poeta Robert Bridges (1844-1930). La poesía de Hopkins ejerció una notable influencia en la poesía inglesa a partir de 1930 y quizá por ello a T. S. Eliot nunca le interesó y lo consideró un poeta sobrevalorado, verboso y superficial. Virtuoso de la métrica, Hopkins es autor de un soneto dedicado al lego Alonso Rodríguez (1532-1617), el portero viudo del colegio jesuita de Montesión en Palma, donde trabajó durante más de cuarenta años. Rodríguez fue canonizado en 1888 y Hopkins escribió el soneto en cuestión para celebrar la primera fiesta del santo. El poema se titula «In Honour of St. Alphonsus Rodriguez Laybrother of the Society of Jesus» («En honor de san Alonso Rodríguez, lego de la compañía de Jesús»).
4. John Bunyan (1628-1688) es uno de los escritores y predicadores ingleses más conocidos, gracias sobre todo a su alegoría The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino), que escribió en prisión, adonde había sido confinado por haber predicado el Evangelio sin permiso.
5. De los escritores victorianos aquí mencionados, quizá el único que no es muy familiar para el lector español sea el galés George Meredith (1828-1909), poeta y novelista. Su novela más conocida es The Adventures of Harry Richmond (Las aventuras de Harry Richmond, 1871).
6. T.S. Eliot conoció a Joyce en París en 1920, durante una cena auspiciada por Ezra Pound y en la que también estuvo presente el escritor y pintor Wyndham Lewis. T.S. Eliot era entonces director adjunto de la revista The Egoist, donde ya en 1919 había publicado los primeros capítulos del Ulises, una obra que le había interesado mucho y cuya sombra en La tierra baldía —poema que se publicó en 1922, el mismo año que la novela de Joyce— ha sido objeto de las más variadas y abstrusas discusiones. Es indudable que ambos comparten un profundo interés en el cristianismo, aunque desde actitudes opuestas, además de la devoción por Dante, que tanto les ayudó a configurar sus infiernos personales, aunque quizá sea Shakespeare el escritor con el que entablan una relación similar, una tensión agónica entreverada de reticencia, estupor, incomprensión y secreta fascinación. T.S. Eliot fue uno de los primeros —si no el primero— de los críticos anglosajones en reseñar el Ulises en un artículo titulado «Ulises, orden y mito», publicado en The Dial en noviembre de 1923 y donde declaraba: ‘Considero este libro la más importante expresión que la presente época ha dado. Es una obra con la que todos estamos en deuda y de la que nadie puede escapar’. Sin embargo, cuando Joyce buscaba editor para su novela en Inglaterra —tras la primera edición parisina de Sylvia Beach— T.S. Eliot, ya editor de Faber & Faber, no se atrevió a publicarla por miedo a las represalias. En 1939, publicó, en cambio, la primera edición inglesa de Finnegans Wake.
7. El libro al que se refiere es The Human Parrot and Other Essays (El loro humano y otros ensayos; Londres, Oxford University Press, 1931).
8. T.S. Eliot mantuvo una relación difícil y polémica con la obra de D. H. Lawrence, cuya popular y en su época escandalosa novela El amante de lady Chatterley fue publicada en Florencia en 1928 y prohibida luego en Inglaterra. Cuando en 1960 Penguin decidió publicar por fin la versión íntegra de la obra, los responsables de la editorial se enfrentaron a un juicio por obscenidad, de acuerdo con la ley promulgada en 1959 sobre publicaciones obscenas, la Obscene Publications Act, que permitía a los editores publicar tales obras siempre y cuando pudieran demostrar que tenían calidad literaria. En su defensa, Penguin llamó a varios expertos, entre ellos —aunque al final no declaró— a T.S. Eliot, un testigo inesperado, pues décadas atrás, en un libro que recogía unas conferencias pronunciadas en la Universidad de Virginia, After Strange Gods (En nombre de dioses extraños; Londres, Faber & Faber, 1934), se había mostrado muy crítico con Lawrence, a quien calificaba de «enfermo» por haber escrito una novela como El amante de lady Chatterley. Eliot nunca quiso reeditar ese libro, por considerarlo urgente y poco meditado. Quizá debido a su reacción de los años treinta, no dudó en adherirse a la defensa de la novela en 1960, declarando que también él, en aquella época, podía haber sido calificado como «un alma enferma». Con Lawrence le unió toda la vida un sentimiento ambivalente de admiración y repulsión que se originó en la oposición que en su juventud mostró —y que de algún modo mantuvo toda la vida— hacia su generación literaria, los llamados «poetas georgianos». Por otra parte, hay que notar que T.S. Eliot no fue precisamente un mojigato en sus gustos novelísticos, pues, además del Ulises de Joyce, admiró siempre Trópico de Cáncer, de Henry Miller.
9. La popular novelista y viajera Ethel Mannin (1900-1984).
En La aventura sin fin
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada
(
Atom
)
No hay comentarios. :
Publicar un comentario