Philip Roth - Nuestro castillo

5 ene 2020

Philip Roth - Nuestro castillo

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Philip Roth - Nuestro castillo


Como tantos otros ciudadanos perplejos, en los últimos días he buscado algo que me ayude a comprender la última sacudida que ha sufrido el sistema político y la conciencia nacional, el «perdón total, libre y absoluto» concedido por el presidente Ford al ex presidente Nixon, «por todas las ofensas contra Estados Unidos». Pues bien, ¿dónde estamos? Se me ha ocurrido pensar que, al menos de momento, y tal vez en los próximos años, estamos en algo así como el mundo de El castillo de Kafka.

Sin duda las novelas de Franz Kafka El castillo y El proceso han llegado a proporcionar un modelo que con frecuencia está manido o mal aplicado. A nivel popular, las novelas han dado lugar a una palabra, «kafkiano», que ahora se aplica indiscriminadamente a casi cualquier acontecimiento desconcertante o de una opacidad desacostumbrada que no es posible traducir con facilidad a las simplificaciones al uso. Ciertamente «kafkiano» nunca ha parecido, hasta ahora, un término que podría ayudar a comprender perceptiblemente los años del Watergate, aunque los personajes y acontecimientos que han surgido a lo largo del camino hayan compartido esa misteriosa mezcla, antes asociada a los sueños, de lo serio y lo extravagante, lo aterrador y lo ridículo, que da a las novelas de Kafka su especial resonancia y prominencia.

De manera similar, el intento de determinar la culpabilidad del presidente Nixon no tiene mucho que ver, en términos estrictos, con el aprieto en que se encuentra Joseph K., el acusado aislado de El proceso. Nixon defendió su inocencia con una vehemencia similar, y su talento para el autoengaño y la lástima de sí mismo sin duda le permitió verse en un apuro muy parecido al de Joseph K., tal como se describe en la frase inicial de El proceso: «Posiblemente algún desconocido había calumniado a [Richard N.], pues sin que éste hubiese hecho nada punible, fue detenido una mañana». Sin embargo, al contrario que el héroe condenado de Kafka, el ex presidente jamás careció del poder para desafiar y obstruir a los tribunales que le llamarían ajuicio. Y el «fin» que el presidente Ford nos ha dicho que «debemos escribir» para los sufrimientos de Richard N. es el mismo que eludió al pobre Joseph K., pese a sus esfuerzos igualmente fervientes de llevar su propio caso a esa misma conclusión.

Y, no obstante, es este final que no parece kafkiano el que ahora ha dado al Watergate su dimensión kafkiana. El presidente Ford, tan meticuloso con respecto al cierre del caso Watergate («Mi conciencia me dice que, como presidente, tengo el poder constitucional de cerrar con firmeza y sellar este libro»), en realidad, como un Kafka de hoy, ha imaginado un capítulo final integrado por completo en la tradición literaria modernista que desdeña los desenlaces convencionales y los juicios clarificadores, a los que considera nanas infantiles, e insiste en lo incomprensible, lo impenetrable, en todo cuanto es tediosamente ambiguo. Que los asuntos humanos se pueden resolver y controlar, e incluso, en un grado considerable, comprender, es una idea incompatible con la imaginación del bondadoso presidente natural del Medio Oeste, como lo era para el deprimido y atormentado judío de Praga. Parece ser que ahora escribir relatos hace compañeros de cama todavía más extraños que la política. ¡Kafka! Deberías vivir en este tiempo: la Casa Blanca tiene necesidad de un nuevo secretario de prensa.

Tal como lo veo, hay todavía otra reveladora dimensión kafkiana del Watergate, ahora que el presidente Ford ha escrito su versión del «fin», y es la enormidad de la frustración que ha arraigado en Norteamérica desde el Domingo Compasivo, la sensación de desperdicio, futilidad y desesperanza que ahora acompaña a los monumentales esfuerzos requeridos tan sólo para empezar a descubrir la verdad. Y junto con la frustración, la angustiosa decepción de no encontrar en la sede del poder razón ni sentido común ni tino —ni, por supuesto, caridad o valor—, sino ignorancia moral, autoridad que mete la pata y juicio arbitrario y estúpido.

Es como si al público norteamericano, que durante una década ha tenido que adoptar un papel penoso o degradante tras otro (huérfanos de Kennedy, patriotas de Johnson, peleles de Nixon), le hubieran asignado ahora el papel del agrimensor K. en El castillo de Kafka. En esta novela, el agrimensor, lleno de esperanza y energía, entra en un pueblo bajo la jurisdicción de una burocracia laberíntica cuyo cuartel general es un castillo bastante inaccesible que domina el paisaje. ¡Qué ansioso está el agrimensor por obtener el permiso del jefe de la burocracia del Castillo, un tal señor Klamm, cuya competencia no es posible determinar, para ponerse a trabajar y llevar una existencia social con una finalidad determinada! ¡Qué dispuesto está a hacer cuanto le sea posible para tener una relación amistosa con las fuerzas vivas, por imperfectas que sean! Sus primeras horas en el pueblo del Castillo hacen pensar en la conmovedora atmósfera que imperaba por estos pagos durante los treinta días de luna de miel con nuestro propio señor Klamm. ¡Qué dispuesto! ¡Qué ansioso! Y qué inocente.

Pues, pese a toda la voluntad del mundo por hacer el trabajo, lo que el agrimensor descubre es que no puede, que el Castillo no le deja. A cada momento se ve bloqueado por unas autoridades cuyos inescrutables edictos y extravagantes decretos le obligan, pero cuyos motivos y métodos desafían cada uno de sus esfuerzos por encontrarles sentido. Y que el Klamm que dirige la desconcertante operación no sea un delincuente no hace las frustraciones del agrimensor menos enervantes para el cuerpo y el espíritu.

En Lecturas de mí mismo

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