14 ene 2020
John Berger - Por qué miramos a los animales
Para Gilles Aillaud
El siglo XIX conoció en Europa occidental y en Norteamérica el inicio de un proceso, hoy prácticamente consumado por el capitalismo corporativista del XX, que llevaría a la ruptura con todas aquellas tradiciones que habían mediado entre el hombre y la naturaleza. Antes de esta ruptura, los animales constituían el primer círculo de lo que rodeaba al hombre. Tal vez, esto ya sugiera una distancia demasiado grande. Los animales se encontraban con el hombre en el centro del mundo, del mundo de cada hombre. Tal posición central era, claro está, económica y productiva. Al margen de las transformaciones que pudieran darse en los medios de producción y en la organización social, los hombres dependían de los animales para el alimento, el trabajo, el transporte, el vestido.
Y, sin embargo, el suponer que los animales entraron por primera vez en la imaginación humana en forma de carne, cuero o asta no es sino retrotraer en milenios y milenios una actitud típicamente decimonónica. Los animales entraron por primera vez en la imaginación como mensajeros y promesas. La domesticación del ganado, por ejemplo, no empezó como una simple expectativa de leche y carne. El ganado tenía funciones mágicas, oraculares unas veces, sacrificatorias otras. Y la elección de una determinada especie como mágica, domesticable y comestible vino originariamente determinada por los hábitos, la proximidad y la “invitación” del animal en cuestión.
Los animales nacen, sienten y mueren. En estas tres cosas se parecen al hombre. En su anatomía superficial —no así tanto en la profunda—, en sus costumbres, en su tiempo, en sus capacidades físicas, se diferencian del hombre. Ambos, hombre y animal, son, al mismo tiempo, parecidos y distintos.
“Sabemos lo que hacen los animales, y lo que necesitan el castor y los osos y el salmón y todas las demás criaturas, porque antaño nuestros hombres se casaban con ellos y adquirían este conocimiento de sus mujeres animales” (indios hawaianos citados por Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje).
Cuando contemplan a un hombre, los ojos de un animal tienen una expresión atenta y cautelosa. El mismo animal puede mirar a otra especie del mismo modo. No reserva para el hombre una mirada especial. Pero, salvo el hombre, ninguna otra especie reconocerá la mirada del animal como algo familiar. Otros animales se quedan atrapados en ella. El hombre toma conciencia de sí mismo al devolverla. El animal lo examina a través de un estrecho abismo de incomprensión. Por eso el hombre puede sorprender al animal.
Pero el animal, incluso el domesticado, también sorprende al hombre. También éste observa al animal desde un abismo de incomprensión parecido, pero no idéntico. El hombre siempre mira desde la ignorancia y el miedo. Y así, cuando es él quien está siendo observado por el animal, sucede que es visto del mismo modo que ve él lo que lo rodea. El darse cuenta de esto es lo que hace que la mirada del animal le resulte familiar. Y, sin embargo, el animal es diferente y nunca se confunde con el hombre. De este modo, se le asigna un poder al animal, comparable al poder humano, si bien nunca llegan a coincidir. El animal tiene secretos que, a diferencia de los secretos que guardan las cuevas, las montañas y los mares, están específicamente dirigidos al hombre.
Si comparamos la mirada del animal con la de otro hombre, veremos más claramente esta relación. En principio, cuando la mirada es entre dos hombres, el lenguaje establece un puente entre los dos abismos. Aun cuando el encuentro sea hostil y no se utilice palabra alguna (aun cuando hablen lenguas diferentes), la existencia del lenguaje permite que al menos uno de ellos, si no los dos mutuamente, se sienta confirmado por el otro. El lenguaje permite al hombre contar con los otros como consigo mismo. (En esa confirmación, que se hace posible por el lenguaje, también pueden confirmarse la ignorancia y el miedo humanos. Mientras que en los animales el miedo es una respuesta a una señal, en el hombre es algo endémico.)
Ningún animal confirma al hombre, ni positiva ni negativamente. El cazador puede matar y comerse al animal, a fin de que su energía se sume a la que él ya posee. El animal puede ser domesticado, a fin de que constituya una fuente de aprovisionamiento para el campesino y trabaje para él. Pero la falta de un lenguaje común, su silencio, siempre garantiza su distancia, su diferencia, su exclusión con respecto al hombre.
No obstante, precisamente debido a esta diferencia, podemos considerar que la vida de los animales, que no debe confundirse nunca con la de los hombres, corre paralela a la de éstos. Sólo en la muerte convergen las dos líneas paralelas, y, tal vez, después de la muerte se cruzan para volver a hacerse paralelas: de ahí la extendida creencia en la transmigración de las almas.
Con sus vidas paralelas, los animales ofrecen al hombre un tipo de compañía diferente de todas las que pueda aportar el intercambio humano. Diferente porque es una compañía ofrecida a la soledad del hombre en cuanto especie. Esta modalidad de compañía muda se consideraba tan simétrica que no es raro encontrar la creencia de que es el hombre quien carece de la facultad de hablar con los animales: de ahí todos los cuentos y leyendas de seres excepcionales, como Orfeo, que podían hablar con los animales en su propia lengua.
¿Cuáles eran los secretos del parecido y de la diferencia del animal con respecto al hombre? Aquellos secretos cuya existencia reconocía el hombre al instante mismo de interceptar la mirada de un animal.
En cierto sentido, toda la antropología, al estudiar el paso desde la naturaleza a la cultura, constituye una respuesta a esa pregunta. Pero hay también una respuesta más general. Todos los secretos eran acerca de los animales en cuanto mediadores entre el hombre y su origen. La teoría darwiniana de la evolución, indeleblemente marcada como está por las concepciones del siglo XIX europeo, pertenece, sin embargo, a una tradición tan antigua como el propio hombre. Los animales mediaban entre el hombre y su origen porque eran al mismo tiempo parecidos y diferentes de él.
Los animales llegaban de allende el horizonte. Pertenecían a aquí y a allá. Asimismo, eran mortales e inmortales. La sangre del animal corría como la sangre humana, pero la especie era imperecedera, y cada león era León, cada buey, Buey. Este, probablemente el primer dualismo existencial, se reflejaba en el trato que se daba a los animales. Eran sometidos y adorados, alimentados y sacrificados.
Hoy, los vestigios de ese dualismo permanecen entre aquellos que viven íntimamente con los animales y dependen de ellos. El campesino llega a encariñarse con su cerdo y se alegra de poder hacer la matanza. Lo que es significativo y tan difícil de comprender para el observador urbano es que las dos frases de esta oración están unidas por y en lugar de pero.
El paralelismo de sus vidas parecidas/diferentes hizo que los animales plantearan al hombre algunos de los primeros interrogantes, al mismo tiempo que le suministraban las respuestas. Animal fue la primera temática tratada por el hombre en la pintura. Probablemente el primer pigmento utilizado para pintar fue sangre animal. Y todavía más importante es el hecho de que se supone que la primera metáfora fue animal. En su Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau sostenía que el propio lenguaje empezó con la metáfora: “Dado que la emoción fue el primer motivo que indujo al hombre a hablar, las primeras palabras que éste pronunciaría hubieron de ser tropos (metáforas). Primero nació el lenguaje figurativo, los verdaderos significados fueron los que más tardarían en encontrarse”.
El que la primera metáfora fuera animal se debía a que la relación esencial entre el hombre y el animal era metafórica. Lo que tenían en común los dos términos de esa relación, el hombre y el animal, revelaba lo que los diferenciaba. Y a la inversa.
En su libro sobre los tótems, Lévi-Strauss comenta este razonamiento de Rousseau: “Debido a que originariamente se creía idéntico a todos sus semejantes (entre los cuales, como Rousseau dice de forma explícita, hemos de incluir a los animales), el hombre llegó a adquirir la capacidad para diferenciarse él mismo al igual que distingue a los demás; es decir, aprendió a usar la diversidad de las especies como respaldo conceptual de la diferenciación social”.
Aceptar la explicación rousseauniana sobre los orígenes del lenguaje significa, claro está, plantearse ciertas cuestiones (¿cuál fue la organización social mínima necesaria para la aparición del lenguaje?). Sin embargo, ninguna búsqueda de los orígenes puede verse satisfactoriamente culminada. La mediación de los animales fue algo común a todas ellas precisamente porque éstos eran ambiguos.
Todas las teorías de los orígenes no son sino maneras de definir cada vez mejor lo que siguió. Quienes disienten de Rousseau lo que rechazan es una determinada visión del hombre, no un hecho histórico. Lo que estamos intentando definir, porque la experiencia casi se ha perdido, es el uso universal de signos animales para describir la experiencia del mundo.
Pueden verse animales en ocho de los doce signos del zodíaco. Entre los griegos, el signo de cada una de las doce horas que componían el día era un animal. (El primero un gato, el último un cocodrilo.) Los hindúes se imaginaban el mundo transportado a lomos de un elefante, que, a su vez, viajaba sobre una tortuga. Para los nuer sudaneses (véase la obra Man and Beast, de Roy Willis), “todas las criaturas, incluido el hombre, vivían originariamente juntas en camaradería; formaban un solo grupo. La disensión empezó cuando el Zorro convenció a la Mangosta de que lanzara un palo a la cara del Elefante. A esto siguió una pelea, y los animales se separaron; cada uno siguió su propio camino, y empezaron a vivir como lo hacen ahora y a matarse los unos a los otros. El estómago, que en un principio había vivido su propia vida entre los arbustos, entró en el hombre, de modo que ahora éste siempre tiene hambre. Los órganos sexuales, que también habían estado separados, se unieron a los hombres y mujeres, haciendo que se deseen constantemente. El Elefante enseñó al hombre a moler el grano, así que ahora éste sólo puede saciar su hambre trabajando sin cesar. La Rata enseñó al hombre a engendrar, y a parir a la mujer. Y el Perro aportó el fuego al hombre”.
Los ejemplos son inacabables. En todas partes, los animales ofrecían explicaciones o, más exactamente, prestaban su nombre y su carácter a una cualidad, la cual, como todas la cualidades, era misteriosa en esencia.
Lo que distinguía al hombre de los animales era la capacidad humana para el pensamiento simbólico, una capacidad inseparable de la evolución del lenguaje, en el cual las palabras no eran simples señales, sino significantes de algo diferente de ellas mismas. Sin embargo, los primeros símbolos fueron animales. Lo que distinguía a los hombres de los animales era el resultado de su relación con ellos.
La Ilíada es uno de los primeros textos de que disponemos. El uso que en ella se hace de la metáfora revela todavía la proximidad del hombre y el animal, aquella proximidad de la que surgió la propia metáfora. Homero describe la muerte de un soldado en el campo de batalla, y luego la de un caballo. Ambas muertes son transparentes por igual a los ojos de Homero, no hay una mayor refracción en un caso que en otro.
“Mientras tanto, Idomeneo con su implacable bronce golpeó a Erimante en la boca: la metálica lanza atravesóle el cerebro por debajo del cráneo aplastando sus blancos huesos; le saltaron en pedazos los dientes, y la sangre se agolpó en sus ojos y manaba a chorros por la nariz y la boca abierta. Y luego la muerte, cual negra nube, envolvió al guerrero.” Ésta era la muerte de un hombre.
Unas páginas después es un caballo el que cae: “Sarpedón acometió a su vez y despidiendo su reluciente lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro al corcel Pegaso. El caballo relinchó mientras perdía el vital aliento, cayó al polvo, y el espíritu abandonó su cuerpo”. Ésta era la muerte de un animal.
El Canto XVII de la Ilíada se inicia con Menelao de pie sobre el cadáver del Patroclo para impedir que los troyanos lo despojen. Aquí Homero emplea animales como referencias metafóricas para transmitir, con ironía o con admiración, las cualidades excesivas o superlativas de los diferentes momentos. Sin estos ejemplos de animales le hubiera sido imposible describir tales momentos. “Como la vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrito, mugiendo tiernamente, como no acostumbrada a parir, de la misma manera bullía el rubio Menelao cerca de Patroclo”.
Un troyano lo amenaza, e irónicamente Menelao invoca a Júpiter: “...No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la pantera, ni el león, ni el dañino jabalí, que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza, se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Panto...!”
Menelao mata entonces al troyano que lo había amenazado, y nadie se atreve a acercarse a él. “Como un montaraz león, confiado en su fuerza, elige del rebaño que está paciendo la mejor vaca, le rompe la cerviz con los fuertes dientes, y despedazándola, traga la sangre y las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su alrededor, pero de lejos, sin atreverse a ir contra la fiera porque el pálido temor los domina; de la misma manera ninguno tuvo ánimo para salir al encuentro del glorioso Menelao.”
Siglos después de Homero, Aristóteles, en su Historia de los animales, la primera obra científica de importancia sobre este tema, sistematiza la relación comparativa entre el hombre y el animal.
“En la mayoría de los animales existen huellas de cualidades y actitudes físicas, y esas cualidades están, mucho más diferenciadas, en el caso de los seres humanos. Porque así como señalábamos parecidos en los órganos físicos, así también en ciertos animales observamos mansedumbre y ferocidad, bondad y maldad, valor o cobardía, temor o confianza, alegría o tristeza, y, en lo que se refiere a la inteligencia, algo semejante a la sagacidad. Algunas de estas cualidades, en el hombre, cuando se las compara con las correspondientes en los animales, se diferencian sólo cuantitativamente: es decir, el hombre posee más o menos de esta cualidad, y un animal tiene más o menos de otra; otras cualidades en el hombre están representadas por cualidades análogas y no idénticas; por ejemplo, al igual que en el hombre encontramos conocimiento, sabiduría y sagacidad, así también en ciertos animales existe otra potencialidad natural similar a aquéllas. La verdad de esta afirmación será aun mejor aprehendida si tenemos en cuenta los fenómenos de la infancia: porque en los niños observamos las huellas y la simiente de lo que un día serán hábitos psicológicos establecidos, aunque psicológicamente el niño, mientras no deje de serlo, apenas se diferencia del animal...”
Supongo que a la mayoría de los lectores “cultos” de hoy este párrafo les parecerá hermoso, pero un tanto antropomórfico. Objetarán que la bondad, la maldad o la sagacidad no son cualidades morales que puedan atribuirse a los animales. Los conductistas respaldarían esta objeción.
Hasta el siglo XIX, sin embargo, el antropomorfismo era un elemento fundamental en la relación entre el hombre y el animal; una expresión de su proximidad. El antropomorfismo era un residuo del continuo uso de la metáfora animal. Poco a poco, durante los dos últimos siglos, los animales han ido desapareciendo. Hoy vivimos sin ellos. Y, en esta nueva soledad, el antropomorfismo nos hace sentir doblemente incómodos.
La ruptura teórica decisiva llegó con Descartes. El filósofo francés internalizó, dentro del hombre, el dualismo implícito en la relación del hombre con los animales. Al hacer una división absoluta entre el alma y el cuerpo, legó el cuerpo a las leyes de la física y la mecánica, y, puesto que los animales no tienen alma, quedaron reducidos al modelo mecánico.
Sólo muy lentamente irían apareciendo las consecuencias de la ruptura de Descartes. Un siglo después, el gran zoólogo Buffon, aunque aceptó y utilizó el modelo mecanicista para clasificar a los animales y sus capacidades, muestra, sin embargo, una ternura hacia ellos que vuelve a otorgarles temporalmente el papel de compañeros. Hasta cierto punto tal ternura es una forma de envidia.
Lo que el hombre ha de hacer para trascender al animal, para trascender lo que hay en él de mecánico, y hacia lo que le conduce su peculiar espiritualidad, a menudo se convierte en angustia. Y así, al compararse con ellos y pese al modelo mecanicista, le parece que el animal goza de una suerte de inocencia. El animal ha sido vaciado de experiencia y secretos, y esta nueva "inocencia” inventada empieza a provocar en el hombre cierta nostalgia. Por primera vez se sitúa a los animales en un pasado cada vez más lejano. Buffon decía lo siguiente cuando escribía a propósito del castor:
“En el mismo grado en que el hombre se ha alzado por encima del estado de naturaleza, han caído los animales por debajo de ésta: conquistados y convertidos en esclavos, o tratados como rebeldes y diseminados por la fuerza, sus sociedades han desaparecido, su industria se ha vuelto improductiva, sus artes, todavía vacilantes, se han desvanecido; todas las especies han perdido sus cualidades generales, no reteniendo cada una de ellas sino sus capacidades distintivas, desarrolladas en unas mediante el ejemplo, la imitación o la educación, y en otras, por el temor y la necesidad durante su constante lucha por la supervivencia. ¿Qué visiones y planes pueden tener esos esclavos sin alma, esas reliquias del pasado carentes de todo poder? Sólo vestigios de lo que fue en su día una industria maravillosa quedan todavía en ciertos lugares lejanos y desérticos, desconocidos para el hombre durante siglos, en donde cada especie utilizó libremente sus capacidades naturales, perfeccionándolas en paz en el seno de una comunidad duradera. Los castores son tal vez el único ejemplo que haya perdurado, el último monumento a aquella inteligencia animal...”
“En el mismo grado en que el hombre se ha alzado por encima del estado de naturaleza, han caído los animales por debajo de ésta: conquistados y convertidos en esclavos, o tratados como rebeldes y diseminados por la fuerza, sus sociedades han desaparecido, su industria se ha vuelto improductiva, sus artes, todavía vacilantes, se han desvanecido; todas las especies han perdido sus cualidades generales, no reteniendo cada una de ellas sino sus capacidades distintivas, desarrolladas en unas mediante el ejemplo, la imitación o la educación, y en otras, por el temor y la necesidad durante su constante lucha por la supervivencia. ¿Qué visiones y planes pueden tener esos esclavos sin alma, esas reliquias del pasado carentes de todo poder? Sólo vestigios de lo que fue en su día una industria maravillosa quedan todavía en ciertos lugares lejanos y desérticos, desconocidos para el hombre durante siglos, en donde cada especie utilizó libremente sus capacidades naturales, perfeccionándolas en paz en el seno de una comunidad duradera. Los castores son tal vez el único ejemplo que haya perdurado, el último monumento a aquella inteligencia animal...”
Aunque esta nostalgia por los animales fue una invención del siglo XVIII, todavía serían necesarios innumerables inventos productivos —el ferrocarril, la electricidad, la industria enlatadora, la cinta transportadora, el automóvil, los fertilizantes químicos— antes de que los animales pudieran ser totalmente marginados.
Durante el siglo XX, el motor de explosión sustituyó a los animales de tiro en las calles y fábricas. El continuo crecimiento de las ciudades transformó el medio rural que las rodeaba en suburbios, en donde los animales, salvajes o domesticados, se fueron haciendo cada vez más escasos. La explotación comercial ha llevado prácticamente a la extinción de ciertas especies (visón, tigre, reno). La vida silvestre, o lo que queda de ella, va estando cada vez más limitada a los parques nacionales y las reservas de caza.
Finalmente se superó el modelo de Descartes. Durante los primeros tiempos de la revolución industrial, los animales eran utilizados como máquinas. Como también lo eran los niños. Posteriormente, en las llamadas sociedades postindustriales, son tratados como materias primas. Los animales necesarios para la alimentación son procesados como cualquier otro producto manufacturado.
“Otra (planta) gigante, actualmente en desarrollo en Carolina del Norte, abarcará un total de 150.000 hectáreas, pero tan sólo necesitará mil personas, una por cada quince hectáreas. Las máquinas, entre las que se incluye también el uso de avionetas, se encargarán del sembrado, el riego y la recolección. Con ella se alimentarán 50.000 vacas y cerdos... esos animales nunca llegarán a pisar los campos. Serán paridos, amamantados y alimentados hasta su edad adulta en unos establos especialmente diseñados.”
Esta reducción del animal, que tiene una historia teórica así como económica, forma parte del mismo proceso mediante el cual los hombres se han visto reducidos a unidades aisladas de producción y consumo. En realidad, durante este período, cualquier acercamiento a los animales prefiguraba frecuentemente un acercamiento al hombre. El punto de vista mecanicista de la capacidad de trabajo del animal sería posteriormente aplicado a la del hombre. F. W. Taylor, responsable del desarrollo de los estudios "tayloristas” sobre el movimiento en relación con el tiempo y de la dirección “científica” de la industria, proponía que el trabajo ha de ser “tan estúpido” y tan flemático que la estructura mental (del trabajador) “pueda parecerse más a la del buey que a cualquier otra cosa”. Casi todas las técnicas modernas de condicionamiento social fueron establecidas primero con experimentos realizados con animales. Al igual que lo serían los métodos de las llamadas pruebas de inteligencia. Hoy, ciertos conductistas, como Skinner, encarcelan el propio concepto de hombre dentro de los límites que les marcan las conclusiones extraídas en sus pruebas artificiales con animales.
¿No existe, pues, una manera de que los animales, en lugar de desaparecer, continúen multiplicándose? Nunca ha habido tantos animales de compañía como los que se pueden encontrar hoy en las ciudades de los países ricos. En los Estados Unidos, se estima que hay por lo menos cuarenta millones de perros y otros cuarenta de gatos, quince de pájaros enjaulados y diez de otros animales domésticos.
En el pasado, las familias de todas las clases sociales tenían animales domésticos porque eran útiles: perros guardianes, perros de caza, gatos ratoneros y otros. La costumbre de tener animales independientemente de su utilidad es una innovación moderna y única en la historia, si tenemos en cuenta la escala social que hoy ha alcanzado este fenómeno. Forma parte de esa retirada unánime, si bien totalmente personal, hacia la intimidad de la pequeña unidad familiar, decorada o amueblada con recuerdos del mundo exterior, que es una de las características propias de las sociedades de consumo.
La pequeña unidad de vivienda familiar carece de espacio, tierra, otros animales, estaciones climatológicas, temperaturas naturales, etc. El animal de compañía está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales. Este es el verdadero proceso material sobre el que se sustenta la extendida opinión popular de que los animales llegan a parecerse a sus dueños. Son hijos del modo de vida de sus amos.
Igualmente importante es la manera en que el propietario medio juzga al animal que posee. (Por un breve período, los niños son en cierto modo diferentes a este respecto.) El animal completa a su amo, ofreciéndole respuestas a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados. Puede ser para su animal lo que no es para nadie ni para nada en el mundo. Más aún, el animal puede estar condicionado a reaccionar como si él también reconociera esta situación. Es como un espejo en el que se reflejara una parte, nunca reflejada, de su dueño. Pero, puesto que en esta relación ambas partes han perdido su autonomía (el dueño se ha convertido en aquella-persona-especial-que-sólo-es-para-su-animal, y éste ha pasado a depender del amo para todas sus necesidades físicas), ha quedado destruido el paralelismo de sus vidas separadas.
La marginación cultural de los animales es sin duda un proceso mucho más complejo que su marginación física. Los animales de la mente no se pueden dispersar con tanta facilidad. Los refranes, los sueños, los juegos, los cuentos, las supersticiones, el propio lenguaje no dejan de recordarlos. En lugar de haber sido dispersados, los animales de la mente pasaron a quedar incluidos en otras categorías, de modo que la categoría animal ha perdido su importancia. Fundamentalmente han sido asimilados en la de la familia y en la del espectáculo.
Aquellos que fueron elegidos para la familia se parecen en algo a los animales considerados domésticos. Pero al no tener las necesidades físicas o las limitaciones de aquéllos, pueden ser totalmente transformados en marionetas humanas. Los cuentos y dibujos de Beatrix Potter son un primer ejemplo de ello; todas las producciones animales de la industria Disney son más recientes y también más exageradas. En estas obras se universaliza, al proyectarla en el reino animal, la mezquindad de las prácticas sociales actuales. El siguiente diálogo entre el Pato Donald y sus sobrinos es elocuente por demás:
Donald: ¡Pero qué lindo día! Un día maravilloso para ir a pescar o a remar, o incluso para ir de picnic; lo malo es que no puedo hacer nada de eso.
Sobrino: ¿Por qué no, tío Donald? ¿Qué es lo que te lo impide?
Donald: La guita, chicos. Como siempre, no tengo ni un peso hasta fin de mes.
Sobrino: Pero podrías ir de paseo, tío Donald, ir a observar los pájaros.
Donald (graznido): ¡No me queda más remedio! Pero antes esperaré a que venga el cartero. ¡A lo mejor me trae alguna buena noticia!
Sobrino: ¿Como un giro de un tío de Norteamérica al que no has visto en tu vida?
Dejando a un lado sus rasgos físicos, estos animales han quedado integrados en la llamada mayoría silenciosa.
Los animales transformados en espectáculo han desaparecido de otra forma. En Navidad, un tercio de los volúmenes exhibidos en los escaparates de las librerías son libros de fotos de animales. Crías de búho o jirafas, la cámara los fija en un dominio que, aunque enteramente visible para ella, nunca será pisado por el espectador. Todos los animales aparecen como los peces vistos a través de la pared de cristal de un acuario. Las razones de esto son técnicas e ideológicas. Técnicamente, los mecanismos utilizados para obtener unas fotografías cada vez más llamativas —cámaras ocultas, lentes telescópicas, flashes, controles remotos— se combinan para producir imágenes que entrañan numerosas indicaciones de su invisibilidad en condiciones normales. Las imágenes existen solamente gracias a la clarividencia técnica.
Un libro de fotografías de animales de reciente publicación y maravillosamente editado (La Fête Sauvage, de Frédéric Rossif) anuncia en su prólogo: “La toma de cada una de éstas fotografías no duró en tiempo real más de tres centésimas de segundo; están allende la capacidad del ojo humano. Lo que vemos aquí es algo nunca visto, ya que es totalmente invisible”.
Según la ideología que acompaña a todo este despliegue técnico, los animales son siempre observados. El hecho de que ellos también pueden observarnos ha perdido todo su significado. Son objetos de nuestra insaciable sed de conocimientos. Lo que sabemos sobre ellos es un índice de nuestro poder, y, por consiguiente, un índice de lo que nos separa de ellos. Cuanto más sabemos sobre ellos, más se alejan de nosotros.
Sin embargo, conforme a la misma ideología, como señala Lukács en su Historia y conciencia de clase, la naturaleza es también un concepto de valor. Un valor opuesto a las instituciones sociales que despojan al hombre de su esencia natural y lo encarcelan. “Por ello la naturaleza toma el significado de lo que ha crecido orgánicamente, de lo que no fue creado por el hombre, en contraposición a las estructuras artificiales de la civilización humana. Al mismo tiempo, puede entenderse como aquel aspecto de la esencia humana que ha permanecido natural o, al menos, tiende o anhela volver a serlo.” Según esta visión de la naturaleza, la vida de un animal silvestre se convierte en un ideal, un ideal internalizado en forma del sentimiento que envuelve un deseo reprimido. La imagen del animal silvestre se convierte en el punto de partida de una ensoñación: el punto desde donde el soñador se aleja dándonos la espalda.
El grado de confusión al que se ha llegado queda perfectamente ilustrado en la siguiente noticia: “El ama de casa londinense Bárbara Cárter, ganadora de un concurso con fines benéficos con el que vio ‘cumplido su deseo’ de besar y abrazar a un león, se encontraba el miércoles por la noche en el hospital aquejada de una conmoción y heridas diversas en la garganta. La señora Cárter, de cuarenta y seis años, había sido conducida el mismo miércoles al recinto de los leones del Safari Park de Bewdley. Al agacharse para acariciar a la leona Suki, ésta se abalanzó sobre ella tirándola al suelo. Según dijeron más tarde los guardianes, ‘al parecer nos equivocamos al juzgar a esta leona. Siempre la habíamos considerado totalmente segura’”.
El tratamiento que se da a los animales en la pintura romántica del siglo pasado es ya un reconocimiento de su inminente desaparición. Las imágenes muestran a los animales retrocediendo hacia una naturaleza que sólo existía en la imaginación. Hubo, sin embargo, un artista obsesionado por la transformación que estaba a punto de darse, y cuya obra es una siniestra ilustración de ella. Grandville publicó, por entregas, entre 1840 y 1842, su Public and Private Life of Animáis.
A primera vista, los animales de Grandville, disfrazados y actuando como si fueran hombres y mujeres, parecen pertenecer a esa antigua tradición, según la cual se retrataba a las personas con los rasgos de un animal determinado, a fin de poner claramente de manifiesto un aspecto de su carácter. El truco consistía en algo así como poner una máscara, pero su verdadera función era precisamente desenmascarar. El animal representa la culminación del rasgo característico en cuestión: el león, el valor total; la liebre, la lujuria. El animal vivió, en algún momento, muy próximo al origen de la cualidad. Fue a través del animal como la cualidad pasó por primera vez a ser algo reconocible. Por eso el animal le presta su nombre.
Pero a medida que uno se va introduciendo en los grabados de Grandville, empieza a darse cuenta de que la sorpresa que transmiten se deriva, en realidad, de una tendencia totalmente opuesta a la que uno había supuesto al principio. El autor no ha tomado “prestados” a los animales para explicar el carácter de las personas, no está desenmascarando nada. Por el contrario, estos animales han pasado a ser prisioneros de la situación humana/social en la que están atrapados. El cuervo como casero es más espantosamente rapaz de lo que lo es como pájaro. Los cocodrilos sentados a la mesa son más glotones de lo que lo son en el río.
Los animales no han sido utilizados aquí como recuerdos de origen, o como metáforas morales; están utilizados en masse para “poblar” situaciones. Esta tendencia, que culmina en la banalidad de Disney, empezó como un sueño perturbador y profètico en la obra de Grandville.
Los perros de los grabados de Grandville no son en modo alguno caninos; tienen cara de perro, pero lo que sufren en la perrera es su encarcelamiento como hombres.
El oso es un buen padre muestra a un oso empujando sin ganas un cochecito de niño, como podría hacerlo cualquier jefe de familia humano. El primer volumen de Grandville termina con las siguientes palabras: “Buenas noches, pues, querido lector. Vete a casa y cierra tu jaula; que duermas bien y tengas felices sueños. Hasta mañana”. Los animales y el populacho han pasado a ser sinónimos, lo que equivale a decir que los animales están desapareciendo.
Un dibujo posterior de Grandville, titulado Los animales entrando en el arca de Noè, es totalmente explícito. En la tradición judeocristiana, el arca de Noé fue la primera reunión ordenada de animales y hombres. Una reunión que actualmente ha llegado a su fin. Grandville nos muestra la gran partida. En un muelle, una larga cola de diferentes especies desfila lentamente de espaldas al espectador. Sus posturas sugieren todas las dudas de última hora de los emigrantes. A lo lejos se ve la rampa por la que los animales van subiendo por orden riguroso al arca decimonónica, parecida a un buque de vapor norteamericano. El oso. El león. El burro. El camello. El gallo. El zorro. Todos parten.
“Hacia 1867 —según la London Zoo Guide— un artista de music-hall llamado el Gran Vanee cantó una canción titulada Walking in the zoo is the O.K. thing to do, y la palabra ‘zoo’ (‘zoológico’) entró en el lenguaje cotidiano. El zoológico de Londres también aportó la palabra ‘Jumbo’ a la lengua inglesa. Jumbo era un elefante africano del tamaño de un mamut que vivió en el zoológico de Londres entre 1865 y 1882. La reina Victoria se interesó por él, y finalmente acabó sus días como estrella del famoso circo Barnum que viajó por toda Norteamérica. Su nombre se continúa utilizando para describir las cosas de proporciones gigantescas.”
Los zoológicos públicos aparecieron al inicio del período que vería desaparecer a los animales de la vida cotidiana. Esos zoológicos, adonde va la gente para encontrarse con los animales, para observarlos, para verlos, son, en realidad, monumentos a la imposibilidad de tales encuentros. Los zoológicos modernos constituyen el epitafio a una relación que era tan antigua como el hombre. No suelen verse desde esta perspectiva porque nadie se cuestiona adecuadamente su existencia.
En el momento de su fundación, el zoológico de Londres, en 1828, el Jardín des Plantes, en 1793, el zoológico de Berlín, en 1844, aportaron un prestigio considerable a estas capitales. Tal prestigio no era muy diferente del que se había otorgado a las casas de fieras privadas de la realeza. Estas casas de fieras, junto con el oro, la arquitectura, las orquestas, los artistas, los muebles, los enanos, los bufones, los uniformes, los caballos, el arte y la comida, habían sido demostraciones del poder y la riqueza del emperador o del rey. Del mismo modo, en el siglo XIX, los zoológicos públicos suponían una confirmación del moderno poder colonial. La captura de los animales era una representación simbólica de la conquista de todas aquellas tierras lejanas y exóticas. Los “exploradores” demostraban su patriotismo enviando a la patria un tigre o un elefante. La donación de un animal exótico al zoológico de la metrópoli se convirtió en una muestra simbólica de la subordinación en las relaciones diplomáticas.
Sin embargo, como todas las demás instituciones públicas del siglo XIX, el zoológico, por mucho que respaldara la ideología del imperialismo, iba a exigir una función cívica independiente. Pretendía así ser un tipo más de museo, cuyo fin era fomentar el conocimiento y la ilustración públicas. Por eso los primeros interrogantes que plantean los zoológicos pertenecen a la historia natural; se creía entonces que era posible estudiar la vida natural de los animales incluso en unas condiciones tan poco naturales. Un siglo más tarde, otros zoólogos más sofisticados, como Konrad Lorenz, se plantean cuestiones conductistas y etiológicas cuyo presunto objetivo era descubrir algo más sobre las fuentes del comportamiento humano a través del estudio de animales bajo condiciones experimentales.
Mientras tanto, los zoológicos eran visitados cada año por millones de personas, llevadas por una curiosidad que es al mismo tiempo tan vasta, tan imprecisa y tan personal que es difícil de expresar en una sola pregunta. Hoy, en Francia, el número de visitantes que acuden cada año a alguno de los doscientos zoológicos asciende a doscientos millones. Una proporción muy alta de ellos son niños.
En el mundo industrializado, los niños están rodeados de imaginería animal: juguetes, historietas, películas, decorados de toda suerte. Ninguna otra fuente de imaginería podría llegar a competir con la animal. El interés, aparentemente espontáneo, que muestran los niños por los animales podría hacernos pensar que siempre ha sido éste el caso. Ciertamente, algunos de los primeros juguetes (cuando éstos eran algo desconocido para la inmensa mayoría de la población) eran animales. Así también, a lo largo y ancho del mundo, los juegos infantiles incluían animales reales o ficticios. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XIX cuando las reproducciones de animales se convertirían en una constante del decorado de la infancia de la clase media, y luego, en este siglo, con la aparición de los grandes sistemas de exposición y venta, como Disney, de todas las infancias.
En los siglos anteriores, la proporción de juguetes de temática animal era pequeña. Y además éstos no pretendían un realismo absoluto, sino que eran simbólicos. La diferencia era la misma que la existente entre los dos tipos tradicionales de caballito de juguete: el uno, un simple palo con una cabeza rudimentaria sobre el que los niños cabalgan como si lo hicieran sobre el palo de una escoba; y el otro, una elaborada “reproducción” de un caballo, pintado de forma realista, con verdaderas riendas de cuero, un penacho de verdad y un movimiento que imitaba al del trote del animal de carne y hueso. El caballito de balancín fue un invento del siglo XIX.
Esta nueva demanda de verosimilitud en los juguetes con temática animal condujo a otros métodos diferentes de fabricación. Se empezaron a producir los primeros animales rellenos de lana y aserrín, y los más caros iban recubiertos con piel de animales de verdad, por lo general piel de becerros no natos. Por la misma época aparecieron los animales de peluche, osos, tigres, conejos, del tipo de los que suelen llevarse los niños para ir a dormir. Así pues, la fabricación de juguetes realistas de temática animal coincide, más o menos, con el establecimiento de los zoológicos públicos.
La visita familiar al zoológico suele constituir una ocasión más sentimental que el paseo por la feria o la asistencia a un partido de fútbol. Los adultos llevan a los niños al zoológico para enseñarles los originales de las “reproducciones” que tienen en casa, y quizá también en la esperanza de volver a encontrar algo de la inocencia de ese mundo animal reproducido que recuerdan de su propia infancia.
Los animales raramente son como los recuerdan los adultos, mientras que para los niños son, en su mayoría, inesperadamente letárgicos y aburridos. (Por lo general, en el zoológico, tan frecuentes como las llamadas de los animales son los gritos de los niños preguntando “¿dónde está?”,“¿por qué no se mueve?”, “¿está muerto?”) Por ello, podríamos resumir lo que sienten la mayoría de los visitantes, un sentimiento no necesariamente expresado, con esta pregunta: ¿por qué me han decepcionado estos animales?
Y esta pregunta, no profesional e implícita, es la que merece la pena contestar.
El zoológico es un lugar en el que se reúnen el mayor número posible de especies y variedades animales, a fin de que puedan ser vistas, observadas, estudiadas. En principio, cada jaula es un marco que encuadra al animal alojado dentro. Los visitantes acuden al zoológico a mirar a los animales. Pasan de una jaula a otra, de un modo no muy diferente de como lo hacen los visitantes de una galería de arte, que se paran delante de un cuadro y luego avanzan hasta el siguiente o el que está situado después de éste. No obstante, en el zoológico, la visión siempre es falsa. Como si se tratara de imágenes desenfocadas. Estamos tan acostumbrados que apenas ya nos damos cuenta de ello; o, más bien, la justificación normalmente se anticipa a la desilusión, de modo que esta última no llega a sentirse. Y esa justificación suele discurrir así: “¿Qué esperas? Lo que has venido a ver no es un objeto muerto, está vivo. Vive su propia vida. ¿Por qué habría de coincidir ésta con que el animal se muestre adecuadamente visible?” Sin embargo, este razonamiento no es válido. La verdad es más sobrecogedora.
Se los mire como se los mire, aun cuando el animal esté de pie contra los barrotes, a veinte centímetros de nosotros, mirando hacia el público, lo que estamos viendo es algo que ha pasado a ser absolutamente marginal; y toda la concentración que podamos reunir nunca será suficiente para volverlo a poner en el centro. ¿Por qué sucede esto?
Dentro de unos límites, los animales son libres, pero tanto ellos como sus espectadores dan por supuesto su estrecho confinamiento. La visibilidad a través del cristal, los espacios entre los barrotes, o el aire vacío por encima del foso no son lo que parecen; si lo fueran, todo sería distinto. Así pues, la visibilidad, el espacio, el aire han quedado reducidos a símbolos.
El decorado acepta estos elementos como símbolos y a veces los reproduce para crear una mera ilusión, como es el caso de los prados o los estanques pintados al fondo de las jaulas de los animales pequeños. Otras veces, las más, el decorado simplemente añade otros símbolos que sugieran algo relativo al paisaje original del animal: ramas secas en el caso de los monos, rocas artificiales en el de los osos, guijarros y agua poco profunda para los cocodrilos. Estos símbolos añadidos cumplen dos funciones distintas: para el espectador son como accesorios teatrales; para los animales constituyen el entorno mínimo en el que puedan existir físicamente.
Los animales, aislados los unos de los otros y sin ningún tipo de reciprocidad entre las especies, se vuelven profundamente dependientes de sus cuidadores. Por consiguiente, la mayoría de sus respuestas se transforman. Lo que constituyó una parte central de sus intereses ha sido sustituido por una pasiva espera. Los acontecimientos que perciben a su alrededor se han vuelto tan ilusorios, en términos de sus respuestas naturales, como los prados pintados al fondo de las jaulas. Al mismo tiempo, este mismo aislamiento garantiza (por lo general) su longevidad como especímenes y facilita su clasificación taxonómica.
Todo esto es lo que los hace marginales. El espacio que habitan es artificial. De ahí su tendencia a amontonarse hacia los límites de éste. (Tal vez, al otro lado de estos límites se encuentre el espacio real.) En algunas jaulas también la luz es artificial.
En todos los casos el entorno es ilusorio. Nada los rodea, salvo su propio aletargamiento o hiperactividad. No tienen sobre qué actuar, excepto, brevemente, los alimentos y, de forma ocasional, la pareja que les es proporcionada para su acoplamiento. (De ahí que sus actos repetitivos devengan actos marginales, sin objeto.) Por último, su dependencia y aislamiento condicionan hasta tal punto sus respuestas que tratan todo lo que sucede a su alrededor, por lo general delante de ellos, que es donde está el público, como marginal. (De ahí que se apropien de una actitud por lo demás exclusivamente humana: la indiferencia.)
Los zoológicos, los juguetes realistas de temática animal, la extensa difusión comercial de la imaginería animal, todo ello comenzó cuando los animales empezaron a ser retirados de la vida cotidiana. Podríamos suponer que estas innovaciones eran compensatorias. Sin embargo, pertenecían a esa misma tendencia implacable a dispersar a los animales. Los zoológicos, teatralmente decorados para su exhibición, eran en realidad demostraciones de su absoluta marginación. Los juguetes realistas hicieron que aumentara la demanda de la nueva marioneta animal: el animal doméstico urbano. La reproducción de los animales en imágenes, dado que su reproducción biológica disminuye sin cesar, se vio competitivamente forzada a plasmar animales cada vez más exóticos y remotos.
Los animales desaparecen de todas partes. En los zoológicos constituyen un monumento vivo a su propia desaparición. Y por ello provocan la última metáfora animal. El mono desnudo y The Human Zoo son títulos de best-sellers mundiales. En estos libros, el zoólogo Desmond Morris propone que el comportamiento artificial de los animales en cautividad puede ayudarnos a comprender, aceptar y vencer el estrés que supone vivir en las sociedades de consumo.
Todos los lugares que entrañan una marginación forzada —los guetos, los suburbios, las prisiones, los manicomios, los campos de concentración— tienen algo en común con los zoológicos. Pero es demasiado fácil, demasiado evasivo utilizar el zoológico como símbolo. El zoológico es una demostración de las relaciones entre el hombre y los animales, y nada más. A esta marginación de los animales le sigue hoy la marginación, la eliminación, de la única clase que a lo largo de la historia permaneció en contacto con los animales y perpetuó la sabiduría que acompaña a ese contacto: el pequeño campesino. La base de esta sabiduría es la aceptación del dualismo existente en el origen mismo de la relación entre el hombre y el animal. El rechazo de este dualismo probablemente constituye un factor importante en la aparición del totalitarismo moderno. Pero no quiero traspasar los límites de aquel interrogante aprofesional e implícito que plantea el zoológico a la mayoría de sus visitantes.
El zoológico sólo puede desilusionar. El fin público de los zoológicos es ofrecer a los visitantes la oportunidad de mirar a los animales. No obstante, la mirada del intruso no encontrará la de animal alguno en todo el zoológico. Como máximo, los ojos del animal vacilan y luego pasan de largo. Miran de lado. Miran sin ver más allá de los barrotes. Escudriñan mecánicamente. Están inmunizados contra el encuentro porque ya nada puede ocupar un lugar central en su interés.
Aquí reside la consecuencia última de su marginación. Aquella mirada entre el hombre y el animal, que probablemente desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la sociedad humana y con la que, en cualquier caso, habían vivido todos los hombres hasta hace menos de un siglo, esa mirada se ha extinguido. El visitante que acude al zoológico sin compañía está completamente solo cuando mira a todos y cada uno de los animales. En cuanto a las masas, pertenecen a una especie que ha acabado por quedar aislada.
La cultura del capitalismo no puede reparar hoy esa pérdida histórica a la que los zoológicos erigen un monumento.
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