22 ene 2020
Hans-Georg Gadamer - Leer es como traducir
Un famoso dicho de Benedetto Croce afirma; «Traduttore-traditore». Toda traducción es una especie de traición. Cómo no lo iba a saber el eminente esteta italiano, que era políglota, o cualquier hermeneuta que, a lo largo de toda su vida, ha aprendido a tomar en consideración los sonidos secundarios, los sonidos concomitantes y los no expresados de las lenguas. O cualquiera que mira retrospectivamente uno larga vida. Con los años, se es más susceptible contra las aproximaciones a medias, contra las cuasi-aproximaciones al lenguaje realmente vivo que salen al paso como traducciones. Se soportan cada vez con más dificultad y, para colmo, son cada vez más difíciles de comprender.
En cualquier caso, es un mandamiento hermenéutico reflexionar, no tanto sobre grados de traducibilidad, cuanto sobre grados de intraducibilidad. Importa dar cuenta de lo que se pierde cuando se traduce y quizá también lo que se ganó con ello. Incluso en el negocio de la traducción, que parece condenado, sin esperanza, a sufrir pérdidas, no sólo hay más o menos pérdidas, sino que, a veces, hay también ganancias, al menos una ganancia interpretativa, una mayor claridad y también, a veces, univocidad, donde esto sea una ganancia.
Lo lingüístico que aparece como texto es extraño a la vida original de la conversación donde el lenguaje tiene su verdadera existencia. En realidad, el hablar mismo nunca posee una exactitud tan perfecta que siempre se elija y se encuentre la palabra adecuada. En la conversación hay mucho hablar alrededor de un asunto sin entrar en él y lo mismo se encuentra en el texto, en el subterfugio de las fórmulas vacías de la retórica trivial. En la conversación viva, todo esto se sortea y pasa sin ser notado. Pero cuando esa manera natural de hablar aparece en un texto y a continuación, además, se traduce literalmente, entonces es funesto. Está, primero, el autor, el que escribe, que, en lugar de servirse de la palabra justa, se había deslizado hasta llegar a parar en la convención vacía y, entonces, por segunda vez, se cierne la misma amenaza sobre el traductor, que considera lo convencional y lo vacío como lo realmente dicho. Así, la noticia del texto, que ya en el modelo es inexacta, en la traducción se vuelve completamente inexacta, y ello precisamente porque se quiere ser exacto y reproducir cada palabra, también las palabras vacías. Cuando, por ejemplo, como alemán, el autor hace uso del inglés, es una suerte de educación en la claridad y la concisión de la expresión, o cuando —como un niño que se ha quemado, que tiene miedo del fuego— escribe sólo para un traductor, y esto quiere decir con la mira puesta en el lector de la traducción venidera. Entonces se evitarán los floreos retóricos circunstanciales y se dejarán de lado los períodos largos que tanto nos gustan y que nos han sido inculcados por la admiración humanística que sentimos hacia Cicerón, y del mismo modo se procederá con las oscuridades que nos seducen.
En el fondo, el arte de escribir tiene siempre como meta, tanto en el ámbito teórico-científico como en el del habla viva, «forzar al otro a comprenden» (utilizando palabras de Fichte). Nada de lo que ofrecen los medios del habla viva viene en ayuda de quien escribe. Si no se trata, a la sazón, de una carta privada, el que escribe no conoce a su lector. No puede percibir dónde no lo sigue el otro ni tampoco puede seguir ayudando donde falta la fuerza persuasiva. El escritor debe extraer de los signos petrificados de la escritura toda la fuerza persuasiva que pueda. La articulación, la modulación, el ritmo del discurso, intenso o suave, el énfasis, ligeras alusiones y, por fin, el medio más fuerte de todo discurso persuasivo, el titubeo, la pausa, el buscar y encontrar la palabra —y es entonces como un golpe de fortuna del que el oyente, con un sobresalto casi placentero, recibe parte—, todo ello debe ser sustituido por no otra cosa que signos escritos. En este respecto, muchos de nosotros no somos verdaderos escritores, verdaderos conocedores y artífices del lenguaje, sino sólidos científicos, investigadores que se han atrevido a aventurarse en lo desconocido y que quieren relatar qué aspecto presenta lo desconocido y cómo suceden allí las cosas.
¡Qué se le puede pedir al traductor! Se puede aplicar a él, si se quiere, una observación ingeniosa que Friedrich Schlegel hizo una vez refiriéndose al lector comprensivo, al intérprete: «Para comprender a alguien hay que ser, en primer lugar, más listo que él, después tan listo y, finalmente, igual de tonto. No es suficiente con comprender el verdadero sentido de una obra confusa mejor que el autor mismo la comprendió. Hay que ser también capaz de conocer, caracterizar y construir la confusión incluso hasta sus principios».
Esto último es lo más difícil de todo. Uno se arriesga a ser más tonto que el otro cuando pretende expresar convincentemente lo que quiere decir el texto leído a partir de la propia visión, más amplia y abarcante, y de una comprensión más sagaz, y no se da cuenta de lo fácil que es mal interpretar introduciendo supuestos que no están en el texto. La lectura y la traducción tienen que superar una distancia. Éste es el hecho hermenéutico fundamental. Como yo mismo he mostrado, cualquier distancia, y no sólo la distancia temporal, significa mucho para la comprensión, pérdida y ganancia. A veces puede parecer que no se presentan dificultades cuando no se trata en absoluto de la superación de la distancia temporal, sino sólo de la traducción de una lengua a otra en escritos contemporáneos. En realidad, en este caso el traductor se expone al mismo peligro que cualquier poeta, que se ve amenazado constantemente por la recaída en la lengua cotidiana o en la imitación de modelos poéticos agotados. Esto vale para el traductor en los dos casos, pero también para el lector. A ambos llegan constantemente ofertas procedentes del trato humano, de la conversación y de las habladurías, tanto para la propia voluntad de configuración del traductor como para la voluntad de comprensión del lector. Pueden servir de inspiración, pero también pueden desconcertar. Con todo ello, el traductor debe despachar su trabajo. Leer textos traducidos es, en general, decepcionante. Falta el hálito de quien habla, que inspira la comprensión. Le falta al lenguaje el volumen del original. Pero, con todo, precisamente por ello, las traducciones son a veces, para quien conoce el original, verdaderas ayudas a la comprensión. Las traducciones de escritores griegos o latinos al francés o de escritores alemanes al inglés tienen, con frecuencia, una univocidad asombrosa y clarificadora. Esto puede ser una ganancia, ¿no?
Allí donde no se trata de otra cosa que de conocimiento, o también: donde no se trata de otra cosa que de lo que quiere decir el texto, esa univocidad reforzada puede ser una ganancia, igual que puede reportar ganancias la ampliación fotográfica de una escultura sólo visible con mucha dificultad en una sombría catedral. En algunos libros de investigación o de texto no importa, en absoluto, el arte de escribir y, por consiguiente, quizá tampoco el arte de traducir, sino la mera «corrección». La gente especializada se entiende entre sí (cuando quiere) muy fácilmente y se sienten contrariados cuando alguien dice demasiadas (o incluso bellas) palabras, igual que uno se siente contrariado cuando en una conversación el otro quiere seguir diciendo lo que uno ya ha comprendido. Una anécdota puede aclarar este asunto. Se cuenta que un día el joven Karl Jaspers, cuando estaba hablando con un colega de su primer libro y éste le dijo que estaba mal escrito, le contestó: «No me podría haber dicho nada más agradable». Hasta ese punto seguía Jaspers entonces el pathos de la objetividad de su gran modelo, Max Weber. Naturalmente, Karl Jaspers, que había madurado hasta convertirse en un pensador con entidad propia, escribió entonces en un estilo tan extremadamente artístico y tan individual, que apenas se puede traducir.
Se puede entender que en muchas ciencias se vaya imponiendo, cada vez más, el inglés, de suerte que los investigadores escriben sus trabajos directamente en ese idioma. Naturalmente, se aseguran de ese modo no sólo frente a sus «bellas palabras», sino también frente al traductor. Hace ya tiempo que lo inglés se ha estandarizado en muchos ámbitos, por ejemplo, en el tráfico marítimo, en el tráfico aéreo y en la ingeniería de comunicaciones, y se ha situado más allá del bien y del mal del arte de la traducción. No es casual que en esos ámbitos lo que importa, en realidad, es la comprensión correcta. Los malentendidos son, en ellos, un riesgo para la vida. Pero existe la literatura. Aquí no es peligroso ser malentendido por el traductor. Pero, además, tampoco es suficiente con ser comprendido. El poeta escribe, como cualquier autor, para hombres de la misma lengua y la lengua materna común los separa de los que hablan otras lenguas. La literatura tampoco consta sólo de las bellas letras, sino que abarca todos los ámbitos en los que la palabra impresa ha de sustituir al discurso vivo. Se pregunta si, en realidad (contra el joven Jaspers), para un historiador o para un filólogo o incluso para un filósofo (en este caso se puede discutir) es una verdadera ventaja escribir «mal». Con más razón esto es válido para las traducciones. En verdad, el «estilo» es más que una decoración de la que se puede prescindir o incluso sospechar. Es un factor que constituye la legibilidad, y, por consiguiente, representa obviamente una tarea infinita de aproximación. No es únicamente una cuestión de técnica manual. Mucho, o casi todo, lo que como autor o como traductor (e incluso como lector) se puede desear es una traducción legible, si, además, es en alguna medida «fiable». La situación es, a pesar de todo, completamente distinta cuando la tarea consiste en traducir textos verdaderamente poéticos. En este caso, siempre se da un término medio entre traducir e imitar la poesía.
El arte salva todas las distancias, también la distancia temporal. Así que el traductor de textos poéticos se encuentra en una identificación coetánea, para él inconsciente, lo cual exige de él una configuración nueva y propia que, no obstante, debe reproducir el modelo. Completamente distinta es la situación para el simple lector, cuya formación histórica o humanística (o las deficiencias de la misma) despiertan en él la conciencia de una distancia temporal. Como lectores, somos más o menos conscientes de ello cuando tenemos que habérnoslas con traducciones de la literatura clásica griega o latina o de la historia de la literatura moderna. En estos casos, los textos han sido, a través de los siglos, objeto de tales esfuerzos que arrastran tras de sí un completo elenco de traducciones literarias desde hace al menos doscientos años. En esta historia, como lectores con sentido histórico, nos percatamos de cómo se ha sedimentado la literatura del presente del traductor de entonces en esa configuración de traducciones. Esa presencia de toda una historia de traducciones, que muestra diversas traducciones del mismo texto, aligera, en cierto sentido, la tarea del nuevo traductor y, sin embargo es también una exigencia que apenas puede ser satisfecha. La traducción antigua tiene su pátina.
Cuando se trata realmente de «literatura», no puede ser suficiente, de todos modos, el patrón de la legibilidad. Los grados de la intraducibilidad se yerguen amenazantes, como unas Montañas de los Gigantes, con muchas capas, y como última cordillera se alza la poesía lírica, aureolada por nieves perpetuas. Ciertamente, junto con los distintos géneros literarios se distinguen también las exigencias y los patrones del éxito de la traducción. Tomemos como ejemplo determinadas traducciones, como las que hay hoy para las piezas teatrales. Son casos en los que el escenario sirve de ayuda, unido a todo aquello de lo que, sin este requisito, por sí misma, carece la «literatura». Por otro lado, la traducción misma no solo debe ser legible, sino también dramatizable conforme a las reglas del teatro, ya sea en prosa o en verso. Se dice que la traducción que Gundolf hizo de Shakespeare, perfeccionada poéticamente con la ayuda de George y que —según el tieckeano Schlegel— casi es una nueva obra germánica, no es representable. Alguno puede encontrar que ni siquiera es legible. Ha perdido color.
Por otra parte, una cuestión particular es la que afecta a la traducción de narraciones. A este respecto, apenas hay que esperar acuerdo acerca de los objetivos de una traducción. ¿El objetivo es la fidelidad a la palabra, o al sentido, o la fidelidad a la forma? Esto es válido casi en los mismos términos para cualquier prosa «elevada». ¿Cuál es el objetivo? Cuando se piensa en las grandes traducciones literarias, que trajeron, por ejemplo, la novela inglesa a Alemania, o en las traducciones de las grandes novelas rusas a otras lenguas del mundo, se ve en seguida que la pérdida de lo propio, de la cercanía al pueblo y de la fuerza, que inevitablemente se produce, apenas entra en consideración frente a la presencia de lo narrado. Cómo se eligen las palabras con que se narra no es tan importante. Lo que importa es el carácter intuible, la densidad del suspense, la hondura de alma, la magia del mundo. El arte de las grandes narraciones es un extraño milagro que, incluso en las traducciones, apenas mengua. Los conocedores de la lengua rusa le aseguran a uno que la traducción alemana de Dostoievski en la edición de Piper (de Rahsin) es poco adecuada, por su fluidez y legibilidad, al estilo entrecortado, escabroso y descuidado de Dostoievski.
Y, sin embargo, cuando, en vez de ésta, se toman las «mejores» traducciones de Nötzel o de Eliasberg o la más reciente, publicada en la editorial Aufbau, uno no nota en absoluto, como lector, las diferencias. El límite de la intraducibilidad es aquí —aparte de casos especiales como el de Gogol— extraordinariamente bajo.
Por consiguiente, no es accidental que la acuñación del concepto de literatura universal, que es inseparable de las traducciones, fuese simultáneo con la extensión del arte de la novela (y de la literatura dramática leída). Es la extensión de la cultura de la lectura la que ha convertido a la literatura en «literatura». De manera que hoy hay incluso que decir que la «literatura» requiere de la traducción, precisamente porque es cosa de la cultura de la lectura. En efecto, el misterio de la lectura es como un gran puente tendido entre las lenguas. En niveles completamente distintos, el leer o el traducir parecen realizar la misma operación hermenéutica. Incluso la lectura de «textos» poéticos en la propia lengua materna es una suerte de traducción, es casi como una traducción a una lengua extranjera. Pues es la transposición de los signos petrificados en una fluida corriente de ideas e imágenes. La mera lectura de textos originales o traducidos es, en realidad, una interpretación por medio del sonido y del ritmo, de la modulación y de la articulación. Y todo ello se encuentra en la «voz interior» y existe para el «oído interno» del lector. La lectura y la traducción vienen a ser «interpretación». Ambas crean una nueva totalidad textual, hecha de sonido y sentido. Ambas logran hacer una transposición que raya con lo creador. Se puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor. ¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando «sólo» se trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.
¿No es más natural, a pesar de las distancias, el entendimiento oral entre diferentes lenguas? Leer es como traducir de una orilla a otra lejana orilla, de la escritura al lenguaje. Del mismo modo, el hacer del traductor de un texto es traducir de costa a costa, de una tierra firme a otra, de un texto a otro. Ambos son traducción. Las configuraciones fónicas de diferentes lenguas son intraducibles. Parecen estar a años luz unas de otras, como las estrellas. Y, a pesar de todo, el lector comprende su «texto».
Pero, ¿qué ocurre con la poesía, que no sólo ha de ser leída y comprendida, sino también oída? Respecto de esto, los traductores no saben qué decir, el latín que saben no les sirve para nada. Lo que alegan sigue siendo eso, latín. Hay, ciertamente, casos especiales. Si un verdadero poeta traduce los versos de otro poeta a su propia lengua, el resultado puede ser una verdadera poesía. Pero entonces es más bien casi una poesía propia, no la poesía del autor original. Las traducciones que George hizo de Baudelaire, ¿son aún Las flores del mal? Antes bien, ¿no resuenan como si fuesen los primeros acordes de una nueva juventud? ¿Y las traducciones que Rilke hizo de Valéry? ¿Dónde queda la transparencia y la aspereza de Provenza en las maravillosamente delicadas meditaciones de Rilke sobre El cementerio marino? Haríamos bien en llamar a cosas parecidas a éstas no tanto traducciones de poesías cuanto adaptaciones de poesías. Más bien podrían considerarse como una traducción poética las partes de la Divina Comedia venidas al alemán por Stefan George. En general, un poeta verdadero puede hacer de traductor sólo cuando la poesía elegida por él puede insertarse en su propia obra poética. Sólo entonces podrá imponer su tono propio, también cuando traduce. El tono es, para el poeta verdadero, su segunda naturaleza. La consecuencia es, pues, que cuando un traductor, que no es un verdadero poeta, toma prestados equivalentes poéticos de su propia lengua y hace de ellos, artificialmente, un lenguaje «poético», siempre suena a latín o a chino, es decir, artificioso y extraño. Por mucho que suenen, entremedias, reminiscencias poéticas y preciosidades lingüísticas de la lengua a que se traduce, falta el tono, el τόνος, la cuerda tensada que debe temblar bajo las palabras y los sonidos, si es que ha de ser música. Cómo podría ser de otro modo.
No sólo hay que encontrar equivalencias para los significados de las palabras, sino también para los sonidos. Pero no, ni las palabras (por mucho que equivalgan) ni los sonidos (por mucho que agraden) podrían rendir como se pretende. Los versos son frases. Pero no, ni siquiera es esto. Son versos, y el conjunto es una poesía, un canto, una melodía —aunque ni siquiera debe ser una melodía lo que se repite—. Siempre será una resonancia, un sonido con sentido, uno solo o muchos, una armonía oculta que es más sólida que otra manifiesta, como sabía Heráclito.
De manera que deberíamos sentir admiración por todos los traductores que no nos oculten completamente la distancia con el original pero que, no obstante, sean capaces de salvarla. Son casi intérpretes. Pero son más que intérpretes. El mayor orgullo del intérprete sólo puede ser que nuestra interpretación sea una simple interlocución y que se inserte como si fuese de suyo en la relectura del texto original y desaparezca. Por el contrario, la huella copoetizadora que el traductor deja para toda nuestra lectura y nuestra comprensión sigue siendo un arco sólidamente asentado, un puente transitable en ambos sentidos. La traducción es, por así decir, un puente entre dos lenguas como el que está tendido entre dos orillas de un mismo país. Esos puentes están transitados permanentemente y con fluidez. Esto es lo que distingue al traductor. No hay que esperar a ningún barquero que le traduzca a uno. Naturalmente, alguien necesitará ayuda para encontrar el camino que conduce al otro lado, pero después seguirá siendo un caminante solitario. Quizá más adelante, de nuevo, encuentre a uno que le ayude a leer y a comprender. Cada lectura de una poesía es una traducción. «Cada poesía es una lectura de la realidad, esta lectura es una traducción que transforma la poesía del poeta en la poesía del lector» (Octavio Paz).
En Arte y verdad de la palabra
Traducción: José Francisco Zúñiga García
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