3 dic 2019
Roland Barthes - La lectura
El crítico no puede sustituirse en nada al lector. En vano se atribuirá el derecho —o se le pedirá— de prestar una voz, por respetuosa que sea, a la lectura de los demás, de no ser él mismo sino un lector en el cual otros lectores han delegado la expresión de sus propios sentimientos, en razón de su saber o de su juicio, en suma, de representar los derechos de una colectividad sobre la obra. ¿Por qué? Porque hasta si se define al crítico cómo un lector que escribe, se está queriendo decir que ese lector encuentra en el camino a un mediador temible: la escritura. Ahora bien, escribir es, en cierto modo, fracturar el mundo (el libro) y rehacerlo. Pensemos aquí en la manera profunda y sutil, según su costumbre, con que la Edad Media había ajustado las relaciones del libro (tesoro antiguo) y de aquellos que tenían el cargo de reconducir esta materia absoluta (absolutamente respetada) a través de una nueva palabra. Hoy sólo conocemos al historiador y al crítico (e inclusive se pretende hacernos creer, indebidamente, que hay que confundirlos); la Edad Media había establecido en torno del libro cuatro funciones distintas: el scriptor (que recopiaba sin agregar nada), el compilator (que no agregaba nada por cuenta propia), el commentator (que no intervenía en el texto recopiado sino para hacerlo inteligible) y por último el auctor (que expresaba sus propias ideas, apoyándose siempre en otras autoridades). Tal sistema, establecido explícitamente con el solo fin de ser “fiel” al texto antiguo, al Libro reconocido (¿puede imaginarse mayor “respeto” que el de la Edad Media por Aristóteles o Prisciano?), tal sistema ha producido sin embargo una “interpretación” de la Antigüedad que la modernidad se ha apresurado en recusar y que parecerá a nuestra crítica “objetiva” perfectamente “delirante”. Es que de hecho la visión crítica empieza en el compilator mismo: no es necesario agregarle cosas propias a un texto para “deformarlo”: basta citarlo, es decir, recortarlo: un nuevo inteligible nace inmediatamente; este inteligible puede ser más o menos aceptado: no por ello está menos constituido. El crítico no es otra cosa que un commentator, pero lo es plenamente (y esto basta para exponerlo): pues, por una parte, es un transmisor, reproduce una materia pensada (que a menudo lo necesita porque, a fin de cuentas, ¿no tiene Racine alguna deuda con Georges Poulet, Verlaine con Jean–Pierre Richard?)*; y, por otra parte, es un operador: redistribuye los elementos de la obra de modo de darle cierta inteligencia, es decir, cierta distancia.
Otra separación entre el lector y el crítico; en tanto que no sabemos cómo un lector habla a un libro, el crítico está obligado a tomar cierto “tono”, y ese tono, sumando y restando, no puede ser sino afirmativo. El crítico puede muy bien dudar y sufrir en sí mismo de mil maneras y sobre puntos imperceptibles para el más malévolo de sus censores, pero no puede finalmente sino recurrir a una escritura plena, es decir, asertiva. Con protestas de modestia, de duda o de prudencia, es irrisorio pretender esquivar el acto de institución que funda toda escritura: son ellas signos codificados, como los otros: nada pueden garantir. La escritura declara, y por eso es escritura. ¿Cómo podría, sin mala fe, ser la crítica interrogativa, optativa, o dubitativa, puesto que es escritura y que escribir es precisamente encontrar de nuevo el riesgo apofántico, la alternativa ineluctable de lo verdadero/ falso? Lo que dice el dogmatismo de la escritura, si lo hay en ella, es un compromiso, no una certidumbre o una suficiencia: no es sino un acto, ese poco de acto que subsiste en la escritura.
Es así como “tocar” un texto, no con los ojos sino con la escritura, crea un abismo entre la crítica y la lectura, y que es el mismo que toda significación establece entre su borde significante y su borde significado. Porque nadie sabe nada del sentido que la lectura da a la obra, como significado, quizás porque ese sentido, siendo el deseo, se establece más allá del código de la lengua. Sólo la lectura anima la obra, mantiene con ella una relación de deseo. Leer es desear la obra, es querer ser la obra, es negarse a doblar la obra fuera de toda otra palabra que la palabra misma de la obra: el único comentario que podría producir un puro lector, y que le quedaría, sería el “pastiche” (como lo indicaría el ejemplo de Proust, aficionado a las lecturas y a los “pastiches”). Pasar de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear, no ya la obra, sino su propio lenguaje. Pero por ello mismo es remitir la obra al deseo de la escritura, de la cual había salido. Así da vueltas la palabra en torno del libro: leer, escribir: de un deseo al otro va toda literatura. ¿Cuántos escritores no han escrito sólo por haber leído? ¿Cuántos críticos no han leído sólo por escribir? Han aproximado los dos bordes del libro, las dos faces del signo, para que de ellos no salga sino una palabra. La crítica no es sino un momento de esta historia en la cual entramos y que nos conduce a la unidad —a la verdad de la escritura.
Febrero de 1966
*Georges Poulet: “Notas sobre el tiempo raciniano” (Etudes sur le temps humaine, Plon, 1950). P. P. Richard: “Insipider de Verlaine” (Poésie et Profondeur,Seuil, 1955).
En Crítica y verdad
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