2 dic 2019
Ernesto Sabato – Surrealismo
En The New Image.
Wolfgang Paalen anatematiza a Salvador Dalí: “Ese Jacques-Louis David del
surrealismo jamás ha hecho nada en pintura que pueda ser calificado de
automático”.
Paalen tiene toda la razón posible; pero es lícito preguntar
para qué reivindica el automatismo. ¿Como instrumento de investigación
psicológica o como productor de belleza? Esta parece ser la cuestión que los
teóricos del movimiento no han terminado de aclarar. André Breton definió
primero el surrealismo como “automatismo psíquico puro, por medio del cual uno
se propone expresar el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensar
con ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética o moral”. Al frente
del Bureau des Recherches Surréalistes se
puso la siguiente advertencia: “Que nadie se engañe; nuestra acción reviste un
carácter experimental y aventurado que nada tiene en común con las vulgares
especulaciones literarias y artísticas que otros han querido bautizar con la
misma palabra”. Finalmente, a propósito de Les
champs magnétiques, primer texto automático, dice Hugnet: “Se trataba,
aparentemente, de hacer abstracción del talento y de sus pretensiones, de la
razón y de toda preocupación, cualquiera que fuera, para abandonarse a una
catarata de palabras e imágenes, dejándose llevar por ella vertiginosamente a
través del pensamiento, libre de toda ligadura lógica. Prácticamente, era
preciso escribir a la mayor velocidad, sin correcciones, sin vueltas atrás, en
una palabra: transcribir”.
La respuesta parece no favorecer las dudas: el surrealismo
constituiría un capítulo del psicoanálisis o una psicoterapia coadyuvante. Por
desgracia, la modesta declaración anterior es reforzada y debilitada por una
multitud de frases contradictorias. Sus numerosos manifiestos y proclamas
recomiendan al surrealismo no sólo como instrumento científico sino también
como método de acción revolucionaria, como teoría del arte, como insuperable
productor de belleza, como promotor del bienestar futuro del proletariado y
como concepción del mundo.
En verdad es difícil, si nos atenemos a sus teóricos, averiguar
qué no es surrealismo. Si en la duda acudimos al Diccionario Abreviado del Surrealismo, tropezamos con la siguiente
definición del sistema: “Viejo cubierto de estaño antes de la invención del
tenedor”, que como muestra de la eficiencia del automatismo es más bien
decepcionante.
Poderosos en la confusión mental, los surrealistas utilizan
dos procedimientos para evitar cualquier intento discriminativo: primero, el
olvido de sus declaraciones teóricas en la práctica; y segundo, el embrollo de
conceptos como arte, poesía, belleza e inspiración (ya bastante embrollados
para que faltara la invasión surrealista). André Breton, por ejemplo, piensa
que el automatismo, al introducirnos en la subconciencia, nos introduce en el
mundo de lo maravilloso y por lo tanto de lo bello, paralogismo optimista, pues
faltaría demostrar que el subconsciente es maravilloso y que lo maravilloso es
bello.
Que el automatismo no es una invariable fuente de belleza,
se prueba fácilmente. Cuando el automatismo es practicado en forma ortodoxa,
los resultados son melancólicos: “La ostra del Sénégal comerá el pan tricolor”
(La Révolution Surréaliste, N° 9); o
también este otro, más ruinoso: “El topacio vengado comerá a besos al
paralítico de Roma” (Le Surréalisme au
Servicie de la Révolution, N° 4). Cabría preguntar a qué revolución se
sirve con estos productos.
Una de las características esenciales de los movimientos
románticos es la desproporción entre sus grandiosos propósitos y los resultados
pequeñitos, con lo que lo grande se convierte meramente en grandilocuente. En
el Manifiesto nos enteramos de que
“el surrealismo es el rayo invisible
que nos permitirá un día triunfar sobre nuestros adversarios”; los ejemplos
anteriores muestran sin embargo una actividad más bien cautelosa de este rayo
mortífero. En el número 4 de La
Révolution Surréaliste, agrega Breton: “Se trataba, ante todo, de remediar
la insignificancia profunda que puede alcanzar el lenguaje bajo el impulso de
un Anatole France o de un André Gide”. Los surrealistas son más potentes en sus
declaraciones teóricas que en sus realizaciones. En los manifiestos se cita
enérgicamente a Hegel, Marx y Freud; las realizaciones ya no son tan
grandiosas.
La verdad es que el surrealismo tiene cierta tendencia a la
indefinición. A primera vista parece que no es así, puesto que hay revistas,
telas, manifiestos y personas que dicen ser surrealistas; más todavía, Bretón
parece encabezar una rígida academia que dictamina y excomulga, lo que equivale
a una junta de moralidad y buenas costumbres en el Infierno. Pero la realidad
no es tan simple, como lo revela la existencia de distintos grupos que se
combaten entre sí. Estos grupos se acusan mutuamente de no practicar el verdadero automatismo, lo que revelaría que la esencia del
movimiento está definida por el proceso automático. Pero luego se plantea
un nuevo problema: ¿qué se proponen hacer o buscar con este instrumento? Aquí
la discusión se hace inacabable, pues mientras el surrealismo se encuentra
tratado como un hecho en los libros
de arte moderno, muchos de ellos niegan enérgicamente que pertenezca al arte.
Hugnet lo dice expresamente, al referirse a la poesía: “No es más un arte”, y
agrega más adelante: “El surrealismo se desinteresa de la literatura, de la
buena y de la mala. Inscrito fuera de toda estética, el surrealismo se sitúa en
lo irreparable...
He ahí el resultado de la supresión de la mentalidad artista
y el advenimiento del espíritu emisor de ondas”.
Es inútil: fuera de vagas imágenes radiotelefónicas o
guerreras es imposible encontrar un camino en las declaraciones de los
teóricos.
Admitiendo tímidamente que un pintor o un poeta surrealista
quiera alcanzar la belleza no se ve cómo ha de lograrlo mediante el mero
automatismo. Admitiendo también que automatismo sea el nombre que los surrealistas
dan a la inspiración, cualquiera reconocería de buen grado que el automatismo
ha sido siempre el instrumento con el cual el artista ha obtenido la materia
prima de su creación, pero no que es la creación artística misma; es su
condición necesaria, mas no su condición suficiente.
Platón afirma que los poetas crean en estado de delirio,
poseídos por los dioses (cf. Ion y Fedón). Pero entonces es preciso
convenir en que los dioses griegos debían de tener una excelente educación
literaria, y que si sus ministros se dejaban conducir ciegamente por la
inspiración divina, en cambio ellos no lo hacían.
El arte (con la misma raíz: artificio, artesanía, artimaña)
es todo lo contrario de la transcripción automática: es actividad consciente,
no descubrimiento pasivo.
Aun admitiendo una objetividad de la belleza, como en
Platón, se podría hasta admitir a los surrealistas que el alma arrebatada por
el sueño, por el éxtasis o por el estado de gracia podría entrever el reino
fantástico e inmutable de las Formas. Pero una cosa es soñar y otra expresar un
sueño, y la poesía y el arte son expresión. Y en este momento es cuando se
requiere toda la fuerza, la madurez, la plena inteligencia creadora.
Se suele decir, otras veces, que el surrealismo es
sencillamente la entrada de la subconciencia en el arte. En ese caso, sólo los
que usan la miopía como principal instrumento de análisis pueden afirmar que el
surrealismo es un producto de la guerra de 1914. Desde que nacieron, el arte y
la literatura se han construido con los materiales ofrecidos por la
subconciencia, y no creo que Hornero, ni los trágicos griegos, ni Dante ni
Shakespeare fueran ajenos a esta intromisión; más estrictamente, hay
surrealismo en las leyendas, en Brueghel el Viejo, en Jerónimo Bosch, en
Grünewald, en Durero, en los románticos.
Bretón establece una larga lista de clásicos parcialmente
surrealistas: Heráclito es surrealista en la dialéctica, Swift en la maldad,
Baudelaire en la moral, Carroll en el non-sense,
etc. Agregando en el mismo Manifiesto:
“Pero insisto, no son siempre surrealistas, porque es posible encontrar en cada
uno de ellos ideas preconcebidas a las que —muy ingenuamente— se aferraban”.
Es evidente que en esta lista hay una sola persona que se
aferra a su ingenuidad: André Breton. No se da cuenta, en efecto, de que si
toda esta gente ha llegado a hacer algo de valor es, justamente, por tener
tales ideas preconcebidas; en otras palabras, pasaron a la posteridad porque no
eran totalmente surrealistas: el único
surrealismo inmortal es el malo.
Declaro, por otra parte, no entender los propósitos y el
alcance de esa enumeración. No veo por qué misteriosa razón la idea de
Heráclito sobre el devenir universal puede ser surrealista: en cierto modo,
llegar a la conclusión de que las cosas cambian continuamente y que no es
posible bañarse dos veces en el mismo río, porque las aguas corren, es propio
del sentido común más cotidiano y despierto; creo que el afán de querer
conciliar el marxismo con su teoría es el culpable de esta ingenuidad de Bretón.
Los restantes personajes no parecen mejor elegidos. En
realidad, no podían haber sido peor elegidos: Swift, Carroll y Baudelaire son
tres escritores de gran inteligencia que construían sus obras como un ingeniero
sus puentes. Las fantásticas creaciones de Lewis Carroll eran el producto de
una mente matemática ejercitada en las demostraciones geométricas y en el
cálculo infinitesimal. En cuanto al poeta francés, sabemos que fue engendrado
por Edgar Poe, quien dice en La filosofía
de la composición: “La mayoría de los escritores —los poetas en particular—
prefieren hacer creer que el éxtasis intuitivo, o algo así como un delicado
frenesí, es el estado en que se encuentran cuando realizan sus composiciones, y
se estremecerían de pies a cabeza si dejaran que el público echara una mirada
tras los bastidores y presenciase las escenas de la elaboración y las
vacilaciones del pensamiento que ocurren en el proceso de la creación, que
notara los verdaderos propósitos, captados sólo a último momento, los
innumerables vislumbres de la idea que no llegó a madurar plenamente, las
fantasías rechazadas por rebeldes, las cautelosas selecciones y exclusiones,
las dolorosas raspaduras e interpolaciones, en pocas palabras, las ruedas y
piñones, los aparejos para cambiar las escenas que en noventa y nueve de cien
casos constituyen las cualidades del histrión literario”.
En cuanto a Valéry, dice a propósito de Baudelaire: “aunque
romántico de origen, y hasta por sus gustos, puede a veces aparecer como
clásico. Hay una infinidad de maneras de definir, o de creer definir al clásico. Nosotros adoptaremos hoy la
siguiente: clásico es el escritor que
lleva un crítico dentro de sí, y que lo asocia íntimamente a sus trabajos.
En Racine había un Boileau, o una imagen de Boileau”.
Agregando, más adelante: “El orden supone un cierto desorden que ha sido dominado. La
composición, que es artificio, sucede a algún caos primitivo de intuiciones y
de desarrollos naturales. La pureza
es el resultado de operaciones infinitas sobre el lenguaje, y el cuidado de la
forma no es otra cosa que la reorganización meditada de los medios de
expresión”.
Sin embargo, se puede argüir, el surrealismo es un hecho y
no se puede negar que, además de los méritos que tiene siempre un movimiento
que agita profundamente los espíritus, ofrece una obra que parcialmente ha de
ser perdurable.
Nadie niega el valor catártico del surrealismo. En cuanto a
su obra perdurable, lo será en la medida en que es heterodoxo, lo que ha sido
bastante frecuente; porque a pesar de todas sus declaraciones, los mejores
elementos del surrealismo han hecho arte y literatura en la misma proporción en
que se han olvidado de sus juramentos automatistas. Ninguno creerá, seriamente,
que Salvador Dalí pinta en forma automática, o que algunos poemas de Eluard son
más automáticos que los de Rimbaud. Por el contrario, debemos pensar que en un
cuadro de Bosch hay más auténtico automatismo —o sea más ingenua transcripción
del subconsciente— que en la atenta, vigilante, académicamente freudiana y
atiborrada de manifiestos sabiduría de Dalí. Es cierta, pues, la acusación que
Paalen hace al pintor español, de no practicar el automatismo. Pero ¿quién lo
practica? Se puede admitir la posibilidad de que el mensaje de la subconciencia
pueda ser transcrito rápidamente por un escritor en estado de trance —dejo
ahora de lado el valor artístico de esta actividad— pero ¿qué posibilidad
existe para que un pintor haga lo mismo? En todas las obras perdurables de
pintores surrealistas predomina justamente la construcción, la solidez, el
equilibrio, el método y el oficio, todo aquello que es ajeno al mero
automatismo.
En Uno y el universo
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