Margaret Atwood - Lusus Naturae

3 oct 2019

Margaret Atwood - Lusus Naturae

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Margaret Atwood - Lusus Naturae


¿Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus salchichas secas y correosas y su sopa de patata. En mis fases de lucidez, me sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza que nadie más oía.

  —Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi madre—. No tenía nada malo.

  Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal?

  —Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad.

  —Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años. Después de eso.

  —¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba mi madre.

  Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno. La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría siéndolo, si podía hacerse algo conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo.

  —Según el médico es una enfermedad —decía mi padre.

  Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de entender.

  —Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? —replicaba mi madre.

  Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón. Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones.

  «Denle pan —había sugerido el doctor—. Le conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de pollo mismo, o de ternera. Pero no dejen que se exceda». Nos dijo cómo se llamaba la enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Solo había visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó.

  —La niña es un lusus naturae —dijo el doctor.

  —¿Y eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela.

  —Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa —añadió.

  —La niña es un ser humano —replicó mi padre, y le pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más volviera.

  —¿Por qué nos ha mandado esto Dios? —dijo mi madre.

  —Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea, como se descubra nadie querrá casarse conmigo.

  Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin mí tendría el camino despejado.

  Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por eso se me subía a la falda y me daba lametazos.

  A los vecinos les habían contado que padecía una enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese, podía ser contagioso.

  Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino fatal. «Mejor una feliz que dos desgraciadas», dijo mi abuela, a quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me avine al plan, quería ser de ayuda.

  Al cura se lo sobornó, aunque apelamos también a su compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia, podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa al cielo.

  Les dijo a los vecinos que había muerto como una santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse mucho; todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija parecía talmente un ángel.

  Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla, y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro fue un peldaño en su escalada.

  

  Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre evitaba los espejos.

  En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede compadecerse de alguien solo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti.

  De noche podía campar a mis anchas por la casa, y luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a mí, el futuro no existía. Solo el presente, un presente que iba cambiando, o así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las horas de dolor y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber dicho que era feliz.

  

  Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada.

  —Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté?

  Esa pregunta solo tenía una respuesta: tendría que hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía solo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a una joven. «¡Una cosa! ¡He visto una cosa!», gritaba entre sollozos. O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es una persona?

  Un forastero presentó una oferta por nuestra granja. Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba a dejarme?

  —Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme.

La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne. Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces.

  Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por ella a oscuras. Pasé a ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí.

  Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo. Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo, pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita que me sabía en el fondo.

  

  Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he hecho demasiado visible.

  Así fue como ocurrió.

  Estaba un día recogiendo moras al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él mejor vestido que ella. Calzado también.

  Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos. Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran —¡ay, por fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte, yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las fases preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro para hacerse compañía y para compartir sus ataques.

  Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso. ¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos.

  Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego se alejó sin hacer ruido.

  Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas encima. Lo mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia dónde huía.

  Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío, temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo; portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso.

  ¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar? Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. «Soy un ser humano», podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? «¡Soy un lusus naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!». No serviría de nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí se lo harán también a él.

  Soy una persona de temperamento indulgente, sé que en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces.

  A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya tengo algo con lo que ilusionarme.

En Nueve cuentos malvados

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