Chris Offutt - La abuela Lith

3 oct 2019

Chris Offutt - La abuela Lith

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Chris Offutt - La abuela Lith


Beth permanecía oculta en las sombras, detrás de la casa del vecino más cercano, escuchando la risa ebria de su marido. Cada otoño la misma historia. La lluvia de la primavera y el sol del verano producían una buena plantación de mazorcas; las heladas tardías endulzaban la cosecha. Casey cambiaba la mitad del alcohol que destilaba por suministros y vendía lo suficiente para reparar la ranchera. Después, se pasaba dos semanas borracho y acababa en casa de Lil.

  Beth abrió bruscamente la puerta de atrás y cruzó la estrecha cocina hasta el salón. Casey estaba desplomado en el sofá con un tarro en la mano.

  —¡Qué demonios! —dijo Lil—. Mira lo que han traído los perros.

  —¿Quieres sentarte? —dijo Casey.

  —Nadie me ha invitado a esta fiesta —dijo Beth.

  —Eso te lo puedo asegurar —dijo Lil.

—Sabes muy bien a lo que he venido.

  —A vender fiambreras no creo. —Lil sacudió la ceniza del cigarrillo y cayó al suelo—. En mi casa mando yo. Así que mejor que te largues ahora que puedes.

  —Tómate una copa, Beth —dijo Casey—. Es lo más asquerosamente bueno que he destilado en toda mi vida.

  —¿Ese tarro tiene tapa? —dijo Beth.

  —En alguna parte.

  —Pues pónsela.

  Casey se palpó los bolsillos de la camisa, luego rebuscó en los de los pantalones. Lil se deslizó al borde del sofá con las rodillas flexionadas, lista para salir disparada. Le dio una larga calada a su cigarrillo. La voz le salió áspera, como arenisca.

  —Puede que Casey esté harto de ti.

  —Si tantas ganas tienes de saltar —dijo Beth—, salta.

  Lil le lanzó el cigarrillo encendido y brincó del sofá con los dedos curvados como garras. Con una mano, retorció el pelo negro de Beth. Ambas fueron dando tumbos por la habitación y arrancaron de cuajo el conducto de la estufa. Partículas de creosota flotaron en el aire. Lil agarró el atizador y lo estrelló violentamente en la cadera de Beth. Beth se tambaleó; el gemido grave que surgió de su pecho se transformó al momento en un rugido. Escupió en la cara a su rival, apretó el puño y cogió impulso. Se reventó los nudillos contra los pómulos de Lil y el atizador repiqueteó por el suelo. Lil vaciló como un árbol antes del último hachazo, con la boca abierta y los ojos en blanco, parpadeantes. En el momento de caer, Beth agarró buena parte de su larga cabellera roja y tiró con fuerza. Se la arrancó de cuajo; varios mechones incrustados en un trozo de cuero cabelludo. La cabeza de Lil rebotó. Tenía la mandíbula hinchada y ensangrentada.

  —Vas a pasarte una temporadita sin echarle el guante a ningún borracho —dijo Beth—. Por lo menos al mío.

  Se metió el pelo en el bolsillo y se volvió hacia Casey, que seguía en el sofá. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados. Beth se dio cuenta de que, de todas formas, no habría podido cumplir con Lil. Le tiró de la camisa.

  —Beth —dijo él.

  —Aquí estoy.

  —Apuesto a que le has hecho morder el polvo.

  —Ayúdame a levantarte.

  —Vas a tener que echarme una mano.

  Beth lo empujó hasta el borde del sofá. Casey le pasó el brazo por encima del hombro y ella lo ayudó a salir por la puerta principal. Él la apartó.

  —No te lo voy a poner tan fácil —dijo, y se adentró en la oscuridad, rodando cuesta abajo, entre risas y gruñidos. Su brazo impactó contra la puerta de la ranchera—. ¡Gané! —gritó—. ¡Te tocó ir de copiloto!

  Beth descendió cojeando la pendiente con la luz de la luna resplandeciendo entre los árboles. Casey era un bulto oscuro apoyado en la ranchera. Ella le dio un golpecito en la nariz con el puño.

  —Buena tunda —dijo él.

  —Intenta vomitar.

  Casey se metió un dedo en la garganta.

  Cuando acabó, se limpió la boca apoyado en la ranchera y Beth lo convenció para que entrase en la cabina. Condujo ella siguiendo las roderas del camino que discurría por encima del río. Dormido sobre el salpicadero, Casey parecía un ángel, con los puños apretados. Su cara era ancha como una pala de carbón. Un bache hizo que se le echase encima y diese sin querer una sacudida al volante. La ranchera se precipitó por la ladera, rebotó contra la roca caliza y se zambulló en el río. Las ranas toro dejaron bruscamente de croar.

  Beth encendió una cerilla y se inclinó hacia Casey, que roncaba en el suelo con sus cortos y gruesos brazos a modo de almohada. Abrió la puerta y hundió el pie en el barro. Las estrellas salpicaban de blanco el cielo nocturno. Localizó Orión y se puso a caminar hacia la izquierda de la estrella que marcaba la punta de la espada, ignorando la palpitación que sentía en la cadera. La luz de la luna relucía en las huellas recubiertas de escarcha que habían dejado los animales sobre el barro endurecido. Avanzó unos tres kilómetros por una pista de caza hasta llegar a su propiedad, embridó la mula y la cargó con las cadenas de leñador de Casey.
  

  Treinta años antes, la primera mujer de Casey murió al día siguiente de casarse. Había salido a darse una vuelta por la propiedad en busca de un buen sitio para plantar el huerto y Casey la encontró luego bajo un árbol con una rama partida incrustada en la cara. Le había atravesado el ojo hasta el cerebro. Casey volvió a casarse. Su segunda esposa se partió el cuello al impactar contra el fondo de un acantilado. Casey empezó a llevar una pistola en el bolsillo trasero de los pantalones y adoptó la costumbre de ir siempre con un brazo a la espalda, tanteando la culata con la mano. Parecía un perro corriendo de lado.

  Un año después, mientras comprobaba las trampas para cangrejos en el arroyo Lick Fork, vio a Beth llenando unos cubos de agua. La camisa vaquera se le había empapado en varias zonas y se le pegaba al cuerpo. Casey se ofreció a llevarle los cubos y ella se negó. Al día siguiente fue a cortejarla al porche delantero de su casa. Beth era la última que quedaba, los demás hijos se habían marchado. Casey fue el primer hombre que la hizo reír. Cuando se fue, la madre de Beth, Nomey, salió a sentarse en una bañera volcada. Se lio un cigarrillo y se enrolló una de las perneras del pantalón para utilizar el dobladillo de cenicero.

  —¿Y si quisiera casarse conmigo? —dijo Beth.

  —Los suyos no son de mezclarse con otros.

  —Dicen que está embrujado. Ya lleva dos esposas muertas.

  —Ese muchacho ha tenido una mala racha —dijo Nomey—. Pero no tiene la culpa.

  —¿Y entonces?

  —Es difícil saberlo.

  —Aun así me da miedo.

  Nomey le dio a Beth un trozo de una raíz negra de moly que llevaba en una tira de cuero atada a la cintura. A los dos meses, Beth anunció la boda. El pastor de la zona se negó a casarles arguyendo que ya había mandado a la tumba a dos vírgenes y que no pensaba correr el riesgo con una tercera. Casey contrató a un pastor de Rocksalt.

  Las dos familias abarrotaron la iglesia. Dos hombres se apostaron armados en la puerta y otros dos se dedicaron a rondar por el polvoriento aparcamiento. Después de la ceremonia, varias mujeres se quedaron a rezar por Beth mientras los hombres escoltaban a los recién casados hasta la casita que había construido Casey. Los hermanos de Beth registraron meticulosamente hasta el último rincón de la casa, el gallinero y la pocilga. Ella los vio marcharse al anochecer, pegando tiros al bosque. Casey la abrazó por la cintura.

  —Todo lo que quieras —dijo él—. Es tuyo. Tengo ahorrado lo suficiente para una tele.

  —Ya tengo lo que quiero —dijo Beth.

  —Tú quédate siempre a mi lado, ¿me oyes? Hay una escopeta junto a la puerta y una pistola en la cama. —Le dio unos golpecitos al cuchillo de caza que llevaba a la cintura—. Este tampoco se separa nunca de mí.

  Beth inclinó la cabeza y le ofreció sus labios. Se quedó de puntillas hasta que él la alzó con sus brazos. Se enganchó a él con las rodillas y se dejó llevar por el salón hasta la pequeña cama. La hicieron temblar un buen rato.

  Cuando Casey se quedó dormido, Beth sintió la aspereza de su barba incipiente. No sabía cuándo le podía haber crecido. Se había rasurado para la boda y al entrar en la casa aún tenía las mejillas suaves. Le hizo recordar cómo pinchaba la barba de su padre. No le había dado tiempo a conocerlo mucho, pues murió siendo ella muy niña. Ahora le dio la sensación de que lo conocía un poco mejor.

  Permaneció tumbada de lado admirando los tenues contornos de su nuevo hogar. Era incapaz de acostumbrarse a la idea de estar casada. Nomey le había dicho que el matrimonio significaba fidelidad; hasta cierto punto. Si le pegaba, él perdería todos sus derechos. Si de vez en cuando le daba por ausentarse de casa, Beth podría hacer lo mismo, pero tendría que andarse con ojo. Esa clase de cosas eran siempre más difíciles para las mujeres. A Nomey entonces le entró la risa y dijo que pasaba igual con casi todo y que por eso mismo las mujeres eran más listas que los hombres. Beth asintió sin terminar de entenderlo.

  Se levantó y se asomó a la ventana para contemplar la caseta del retrete por encima del lecho del arroyo. En primavera cubriría el sendero de piedras planas y plantaría flores. Más allá de la carcasa sombría de un coche que yacía abandonado con las llantas oxidadas sobre unos bloques de hormigón, Beth vio que alguien se escabullía bosque adentro. Salió y siguió sus pasos hasta llegar al pie de la hondonada. Desde allí, la silueta trepó por una vieja pista de animales que conducía a la cumbre. Beth avanzó unos ochocientos metros antes de agazaparse tras un álamo y echar un vistazo por encima de la rama más baja. El sudor hacía que le escociesen los rasguños que le habían hecho las zarzas en la cara.

  Un chotacabras se lanzó en picado hasta posarse en el suelo. La silueta se inclinó sobre el pájaro y le susurró algo. Era una mujer menuda y harapienta, con el pelo largo y los hombros arqueados hacia adentro. Acto seguido, dejó atrás al pájaro y se arrastró hasta la apertura de un grueso tronco caído. Desapareció en su interior. El pájaro se plantó delante. El cielo, a sus espaldas, estaba vacío.

  Beth volvió sobre sus pasos por el bosque. Su marido no estaba en casa. Una hora más tarde la puerta se abrió con estrépito. Casey se quedó en la entrada, entornando los ojos a causa del resplandor, apuntando a Beth con la escopeta y empuñando la pistola en la otra mano.

  —Beth —gruñó.

  Apuntó hacia el techo y desamartilló precavidamente el percutor de la escopeta con el pulgar. Se metió la pistola en el bolsillo del chaquetón.

  —Tendría que darte una buena azotaina —dijo—. ¿No te dije que no salieras a ninguna parte?

  —La vi, Casey. La seguí.

  —¿A quién?

—No sé.

  Casey miró por la ventana, con la escopeta lista.

  —Se fue —dijo Beth—. Entró a rastras por el hueco de un tronco caído en Flatgap Ridge. Pensé que era un fantasma.

  —Podría serlo.

  —¿La conoces?

  —Espero que no.

  —¿Quién es?

  —Cuéntame qué viste, Beth.

  Beth se sentó en la mecedora que había fabricado su abuelo, el regalo de boda de su madre, y comenzó a mecerse amoldándose al ritmo de sus palabras. Al acabar, el rostro de Casey estaba blanco como un abedul. Tenía las venas de los brazos hinchadas de la fuerza con que apretaba la escopeta para frenar el temblor de sus manos.

  —Creí que estaba muerta —dijo Casey.

  —¿Quién es?

  Casey apoyó la escopeta en la pared, junto a la puerta, y se sentó en la cama. Se frotó la cara.

  —Te contaré lo que pasó —dijo—. Hace veinte años, Duck Sparker y yo estábamos jugando al escondite. Me tocaba buscar a mí. No era muy difícil encontrarle porque siempre se escondía entre los arbustos, detrás de un árbol o en el hueco de alguna roca. Esa vez, en Flatgap, llevaba oculto ya un buen rato. Vi su mano colgando de un viejo tronco caído, supongo que el mismo que viste tú. Lleva ahí tirado desde los tiempos de mi padre.

  »Yo me había tallado un anillo con una castaña en la que grabé mis iniciales, y se me ocurrió sacarle los colores a Duck. Me acerqué sigilosamente al tronco y le puse el anillo en el dedo. “Te tomo como esposa —le dije—, hasta que la muerte nos separe”. Bueno, pues Duck no dijo ni mu y pensé que se había quedado dormido de tanto tiempo que llevaba escondido. Golpeé el tronco y le dije: “¡Despierta y besa a tu esposo!”. La mano se deslizó hacia afuera, seguida del brazo y enseguida me di cuenta de que no era Duck, sino una mujer bajita, reseca y arrugada, más vieja que las montañas. Su cara era horrible. Me dijo: “Te esperaré”.

  »Corrí como un cachorro escaldado y nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a Duck.

  La voz de Casey se fundió con el silencio que reinaba en la habitación. El alba se arrastraba por encima de la cresta más distante y el día volvió a desembocar en la cordillera. Los pájaros cubrieron el bosque con sus cantos.

  —De siempre, las serpientes han sido lo único que me ha dado miedo —dijo él—. Y he matado unas cuantas. Pero ahora vuelvo a tener miedo, Beth. Muchísimo miedo.

  —Hablaré esta tarde con Nomey. Deberías echarte a dormir.

  Casey asintió. Metió la pistola debajo de la almohada y ocultó el cuchillo entre las sábanas.

  —Me tumbaré en el lado de fuera, Beth.

  Se despertaron pasado el mediodía, apretujados el uno contra el otro, y fueron caminando a casa de su madre. Él estuvo cortando leña mientras Beth le contaba a Nomey lo que había ocurrido durante la noche.

—Quiere quemar ese tronco —dijo Beth—. Prender una fogata con yesca y obligarla a salir con el humo, como una alimaña.

  La cara de su madre se endureció en una mueca. Llevaba la cabeza cubierta por una gorra rayada de maquinista.

  —Yo no haría eso —dijo Nomey—. Podría sugerirle la idea de haceros algo parecido. Solo hay una mujer con un poder tan maléfico, pero me hubiese atrevido a asegurar que a estas alturas los buitres ya habrían dado buena cuenta de ella.

  —Lo dices como si la conocieras.

  —Cariño, así es —dijo su madre—. Es la mujer que me trajo al mundo.

  —¿Quién?

  —La última comadrona que hubo en estas montañas. Hizo nacer a unos trescientos bebés. Cuando te llegaba el momento, ella aguardaba en el bosque. Podías oler el humo de su pipa. Y cuando el bebé se ponía en camino, ella entraba en la casa sin decir nada. Se ponía manos a la obra, sin más. Dejó de hacerlo cuando construyeron ese hospital en Rocksalt. Se marchitó como si le hubiese caído encima una maldición y desapareció del mapa. Pero todavía hay veces en que te asalta el fuerte olor a tabaco de su pipa, como astillas de cedro ardientes.

  »La gente decía que había abandonado su hogar y se había marchado a Flatgap. Hace mucho se pusieron a extraer mineral de una cueva por allí arriba y cuando las temperaturas bajaban el humo de su fogata flotaba entre los árboles. Mucho me temo que sigue viviendo en esa cueva. Ese tronco debe ocultar la entrada.

  El crepúsculo se deslizó sobre el arroyo, filtrándose entre los árboles. Beth lio un cigarrillo y le acercó la parte sin engomar a su madre para que le pasara la lengua. Nomey partió una cerilla de madera, raspó la mitad para encender el cigarrillo y se guardó la otra mitad bajo la gorra.

  —Imposible saber lo que podría llegar a hacer —dijo Nomey—. Nunca tuvo hombre ni hijos propios. Lo mejor es ser amable con ella, no tenerla en contra.

  —¿Cómo?

  —Hay dos maneras, y más os vale rezar para que la primera funcione. Cada cierto tiempo, juntáis comida y se la dejáis en el hueco del tronco. No mucha, no vaya a pensarse que le estáis suplicando o que intentáis sobornarla, pero tampoco os quedéis cortos. Tres o cuatro mazorcas, con eso bastará. No digáis nada y no os asustéis. Vais con decisión, dejáis la comida y os largáis.

  —¿Y cuál es la otra forma?

  —Algo mucho peor —alzó la voz—. ¡Casey! Entra un momento.

  Sus botas resonaron y la puerta se abrió de golpe.

  —He cortado leña para toda la eternidad —dijo.

  —Ahora eres familia —dijo Nomey—, te casaste con Beth.

  Casey asintió, mirando al suelo.

  —Escucha bien lo que te voy a decir. Mantente alejado de Flatgap y deja las armas en casa. ¿Me oyes?

  —Sí, señora.

  —Esto es más grave de lo que te crees. Sé que eres un tipo que no se achanta ante nada, pero para lidiar con esto vas a necesitar algo más que valor. Habrás de ser más tenaz que nunca. Y vas a tener que hacer lo que Beth y yo te digamos.

  —Lo haré.

—¿Lo juras?

  —Jamás he faltado a mi palabra.

  Nomey se sacó del bolsillo un trozo de raíz de moly.

  —Le haces un agujero a esto y te lo cuelgas —dijo ella—. Ahora volved a casa.

  Beth estuvo dejando verduras del huerto junto a la entrada del tronco durante un año. En la matanza de otoño llevó cerdo; en invierno, carne fresca de venado. Dejó de venirle la regla y a los dos meses se le empezó a notar la tripa. Cuando Casey llegó a casa de recoger leña, los ojos de Beth le miraron con timidez.

  —Tengo un secreto —dijo ella—. Llevo dentro algo nuestro.

  La barba de Casey se desplegó en una sonrisa. La abrazó y, al momento, la soltó frunciendo el ceño.

  —¿Te he hecho daño?

  —No vas a poder sacármelo tan fácilmente. Ahora tendrá el tamaño de un rabanito.

  Durmieron con las manos unidas sobre el vientre de Beth. Por la mañana, Casey se fue a arar y Beth se quedó en casa dando vueltas, haciendo planes para el bebé. Abrió la ventana de la cocina. Una brisa coló en la casa el canto de un pájaro, seguido por un aroma acre a cedro quemado. Estrujó la raíz de moly y rezó.

  El olor a humo de pipa fue ganando intensidad con el paso de los días. Al cabo de una semana, Beth fue a casa de su madre y regresó al mediodía. Nomey tenía razón, la otra solución era muchísimo peor de lo que se imaginaba. Beth esperó hasta el día que siguió a la luna llena y subió a pie a Flatgap Ridge. Más allá se extendía la inmensa sombra de Shawnee Rock. Beth se detuvo al final de la cresta, con la cara empapada y apretando los dedos. La apertura del tronco estaba oscura como la noche.

  —Abuela Lith —dijo Beth—. Invoco tu nombre. Quiero que dejes en paz a mi familia. Te piensas que las dos estamos casadas con el mismo hombre, pero no es así. Él vive conmigo. Le diré que venga y podrá ser tuyo una noche, no más. Eres demasiado vieja para ser la esposa de nadie, pero no te irás de este mundo como viniste. Te doy mi palabra.

  Beth se acarició el vientre hinchado y observó a un gorrión que perseguía a un arrendajo. Dio la vuelta a unas cuantas hojas húmedas que había bajo el árbol y hurgó en la tierra. A unos dos centímetros y medio de la superficie encontró una castaña con un agujero del tamaño de un dedo. Estaba casi podrida, quebradiza. Beth sintió una patada del bebé.

  Después de cenar le contó a Casey lo del olor a cedro, lo que le había dicho Nomey que tenían que hacer y lo de la visita al tronco de Flatgap Ridge. Casey se terminó la ensalada de puerros silvestres y berros. Respondió con voz tierna.

  —No es que yo sepa gran cosa de embarazadas —dijo—, pero he oído que pueden darte mareos. ¿Tuviste náuseas esta mañana?

  —Tienes que subir esta noche a Flatgap, tú solo.

  —No.

  —Te desnudas, dejas la ropa junto al tronco y entras a gatas por el hueco. Llegarás a una antigua cueva.

  —No pienso ir.

  —Recuerda lo que dijo Nomey. Tienes que escuchar y hacer lo que te digamos. Es por el bien del bebé, por tu hija.

Casey dejó el tenedor sobre la mesa y se irguió en la silla de arce. Sus manos de gruesos nudillos presionaron la mesa.

  —¿Es una niña?

  —Nomey vio una señal.

  —¡Una señal! Estoy hasta el gorro de señales, Beth. Es lo único que sabéis hacer vosotras dos. Darle a un hombre un trozo de raíz y quitarle la pistola. Adentraros en el bosque y negociar con un tronco. Yo no funciono así, Beth. Si alguien se me cruza, se me cruza para siempre. Aro, cazo y corto leña. Trabajo, por amor de Dios, ¡trabajo!

  —Las señales también trabajan.

  —Yo jamás he visto una señal.

  —Más que ver es saber.

  —Tú no eres la única que sabe cosas. Mi padre se pasó toda la vida expulsando a los animales del huerto. No se le puede pedir a un conejo que deje la lechuga en paz. Hay que matarlo.

  Casey se desgarró la manga de la camisa. Levantó una garrafa de queroseno y hundió la manga por la estrecha embocadura. Luego agarró un puñado de cerillas de la estufa.

  —No servirá de nada —dijo Beth—. Hasta las marmotas cuentan siempre con dos o tres vías de escape.

  —Pero ella no es una marmota.

  —Solo conseguirás enfadarla.

  —Así estaremos empatados.

  Casey cogió la escopeta y salió. Beth oyó un estruendo de cristales rotos, luego el estampido de la escopeta. Antes de que el eco se desvaneciese, sonó el otro cañón. Los casquillos expulsados rebotaron en el suelo del porche. Luego sonaron otros dos estallidos y Casey volvió a entrar con sangre en la frente.

  —Fallé —dijo.

  —¿Era ella?

  —El mayor chotacabras que he visto en mi vida. Nada más salir del porche se me echó encima. Se me cayó la garrafa y se rompió. —Se limpió la cara y lamió la sangre—. Nunca había visto a un pájaro comportarse así.

  —Ven aquí un momento, Casey —dijo Beth bajando la voz y adoptando un tono más sosegado—. Tengo que enseñarte una cosa.

  Hizo rodar el anillo de castaña por la mesa. Casey lo cogió con cuidado. Grabadas en la cáscara estaban sus iniciales.

  —¿De dónde lo has sacado?

  —De ella.

  —No está bien, que yo suba hasta allí.

  —Tienes que hacerlo.

  —Mi esposa eres tú.

  —Por eso puedo pedírtelo.

  —Va contra todo.

  —No si te lo pido yo.

  —No puedo.

  —Es la única manera.

  —Eso no hace que sea lo correcto.

  —Diste tu palabra.

  Casey aplastó la castaña con el puño. La golpeó hasta hacerla pedacitos que luego tiró al suelo de un manotazo.

—Puedo arreglarte la camisa —dijo Beth.

  —Yo también. —Casey se arrancó la otra manga—. Ya está perfecta.

  Beth lo abrazó y comenzó a mecerse con un gemido apagado en la garganta. Al anochecer, Casey salió de la casa. Parecía que fuese de día a causa de la luna hinchada que se alzaba por encima de la cresta. Beth lo contempló adentrarse en la noche, era la primera vez que lo veía desarmado.

  Entonces fundió lejía en la estufa y la revolvió con sebo de cerdo y salvia desmenuzada. Molió la castaña destrozada y echó el polvo en la cacerola. Cuando se enfrió, cubrió con la mezcla el fondo de una tina de estaño y se puso a calentar agua, esperando despierta su regreso.

  La luz del amanecer se inclinó entre los árboles, tornando el rocío en una bruma baja que se desperezó desde la hondonada. Beth se puso rígida al escuchar un ruido en el porche. Casey entró, bamboleándose y sin camisa. Tenía los hombros acuchillados por marcas de uñas y el pecho salpicado de manchas oscuras de sangre coagulada. Arrastró los pies por el suelo con las botas desatadas.

  —No me mires —dijo.

  Arrojó los pantalones al exterior mientras ella vertía el agua hirviendo en la tina. Casey se agazapó en medio del vapor, abrazado a sus rodillas, mientras Beth le frotaba vigorosamente el cuerpo. Luego le ayudó a meterse en la cama, donde permaneció dos semanas, helado y temblando de fiebre. Nomey fue a curarle las heridas e inundó la casa con olor a infusión de serpentaria. Por la mañana y por la noche le cambiaban las sábanas empapadas de sudor.

  En el decimoquinto día, Casey abrió los ojos. Tenía la mirada apacible.

  —Beth —dijo.

  —Estoy aquí.

  Volvió a quedarse dormido y Nomey se marchó. Al día siguiente, se sentó envuelto en una colcha junto a la estufa.

  —¿Llevas algo de tabaco encima? —dijo.

  —Tú no fumas, Casey.

  —Voy a empezar.

  Ella encontró algunas colillas que su madre había dejado y le lio un cigarrillo con los restos. Cuando se había fumado la mitad, habló.

  —Me lo suplicó, Beth. Me lo suplicó rotundamente.

  —No debería haberlo hecho.

  —No, no para que hiciera eso. Después. Me lo suplicó después.

  —¿El qué?

  —Que la matara.

  Dio una calada observando cómo el humo ascendía por el aire como un torrente. El cigarrillo cayó al suelo. Hundió la cara en las manos y se pasó un buen rato llorando.
  

  Beth amarró la mula a un árbol de la orilla, descendió hasta la ranchera y tumbó a Casey en el suelo. Se sirvió de una palanca para soltar el asiento de la ranchera. Ató a Casey al asiento y enganchó la cadena a un muelle oxidado. En lo alto de la pendiente, partió una vara de sauce y fustigó a la mula. Los músculos ondularon bajo su piel. Echaba vaho por las fosas nasales y espumarajos por la boca.

  —Tira —le gritaba Beth cada dos por tres.

La mula avanzó a sacudidas. Cuando el asiento alcanzó la cumbre, Beth encajó el hombro bajo la entrepierna de su marido y lo alzó a lomos del animal. Le ató la muñeca a un tobillo y anudó la soga con fuerza contra el vientre de la mula. Tenía la ropa empapada de sudor. Casey y el animal formaban una silueta compacta y negra en la oscuridad del bosque. Beth dirigió la mula por la hondonada y a lo largo del río. En el ancho espacio donde había visto a Casey por primera vez, arrojó el pelo de Lil al agua y lo vio desaparecer en un remolino.

  Descargó a Casey en el porche y le echó una colcha encima. Casey se acurrucó de lado con las manos entre las rodillas, respirando con bufidos irregulares. Beth se desvistió y se limpió la magulladura de la cadera. Tenía la cara arañada y le dolían los pies. Se tumbó en la cama deseando que la larga noche de hacía tantísimos años hubiese sido así de fácil. Aquella noche algo se rompió dentro de Casey y le dejó secuelas fatales. Aunque no pensaba en ello muy a menudo, cuando lo hacía sabía que habían hecho lo correcto. Sus cuatro niñas eran prueba más que suficiente; ya se habían hecho mayores y estaban lejos.

  Unas horas más tarde, Beth se despertó al sentir el peso de Casey en el colchón. Afuera, un gallo vociferaba a las gallinas. La cara de Casey estaba pálida y floja por el contacto de la colcha.

  —Perdí la ranchera, Beth.

  —Ya la encontrarás.

  —Pero volví a casa —dijo—. Siempre vuelvo a casa.

  —Ahora recuéstate.

  Ella se hizo a un lado. Casey se desembarazó de los tirantes y dejó caer al suelo su mono de trabajo. Beth extendió la colcha sobre sus cuerpos cuando él se acurrucó junto a ella.

  —Nunca he pasado una noche fuera, salvo aquella, Beth.

  —Lo sé.

  —Y ojalá no la hubiese pasado.

  —Yo ya nunca pienso en eso.

  —No habrás matado a Lil, ¿verdad?

  —No.

  —A veces pienso que no he sido muy bueno contigo.

  —Estás aquí —dijo Beth.

  —Me siento un poco mal.

  —Sigues borracho, eso es todo. Hay una buena manera para curarlo, y no me refiero al café.

  Se abrió de piernas y tiró de Casey hasta tener su cabeza entre sus pechos. Se quejó cuando le aplastó la cadera.

  —¿Estás bien, Beth?

  —La cadera.

  —¿Es grave?

  —No. He debido de darme un golpe en el granero.

  —No conozco a nadie que se lastime con más facilidad que tú. Beth sonrió junto a su oreja y le pasó los dedos por la parte inferior de la espalda. Casey olía a barro y a alcohol casero. Alzó las rodillas para guiarle con sus muslos.

En Kentucky seco

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