Herta Müller - Peras podridas

15 ago 2019

Herta Müller - Peras podridas

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Herta Müller - Peras podridas


Los huertos son de un verde penetrante. Las vallas nadan en pos de sombras húmedas. Los cristales de las ventanas se deslizan desnudos y fulgurantes de casa en casa. El campanario da vueltas, la cruz de los héroes da vueltas. Los nombres de los héroes son largos y borrosos. Käthe lee esos nombres de abajo arriba. El tercero desde abajo es mi abuelo, dice. Al llegar a la iglesia se santigua. Frente al molino brilla el estanque. Las lentejas de agua son ojos verdes. En el juncal vive una serpiente gorda, dice Käthe. El guardián nocturno la ha visto. De día come peces y patos. Por la noche se arrastra hasta el molino y come salvado y harina. La harina que deja queda impregnada por su saliva. Y el molinero la tira al estanque, porque es venenosa.

Los campos están boca abajo. Arriba, entre las nubes, los campos están cabeza abajo. Las raíces de girasoles encordelan las nubes. Las manos de papá van girando el volante. Veo el pelo de papá por la ventanita, tras la caja de tomates. La camioneta avanza rápido. El pueblo se hunde en el azul. Pierdo de vista el campanario. Veo la pierna de mi tía pegada a la pernera de papá.

Al borde de la carretera van pasando las casas. Casas que no son pueblos, porque yo no vivo aquí. Por las calles deambulan con aire extraño unos hombrecillos de perneras borrosas. Sobre puentes estrechos y susurrantes se agitan faldas de mujeres desconocidas. Veo niños solitarios de piernas flacas y desnudas, sin calzoncillos, de pie bajo muchos árboles grandes. Tienen manzanas en las manos. No comen. Hacen señas y llaman con la boca vacía. Nadie les hace una breve seña y desvía la mirada. Yo les hago señas un buen rato. Miro largo tiempo sus piernas flacas hasta que se difuminan y ya sólo veo los árboles grandes.

La llanura queda al pie de las colinas. El cielo de nuestro pueblo sostiene las colinas, que no caen a la llanura por entre las nubes. Ahora ya estamos lejos, dice Käthe y bosteza hacia el sol. Papá tira una colilla encendida por la ventanilla. Mi tía agita las manos y habla.

Entre las vallas, las ciruelas son verdes y pequeñas. En el pastizal, las vacas rumian y miran el polvo de las ruedas. La tierra trepa entre la hierba sobre piedras peladas, raíces y cortezas. Käthe dice: esos son cerros y las piedras son rocas.

Junto a las ruedas de la camioneta, los arbustos siguen la corriente de aire. De sus raíces brota agua. El helecho bebe y sacude su tejido de encajes. La camioneta avanza por caminos grises y angostos. Se llaman serpentines, dice Käthe. Los caminos se enmarañan. Nuestro pueblo queda muy por debajo de los cerros, digo yo. Käthe se ríe: los cerros están aquí en las montañas, y nuestro pueblo está allí, en la llanura, me dice.

Los postes kilométricos me miran, blancos. La media cara de papá se yergue sobre el volante. Mi tía coge a papá de la oreja.

Los pajarillos saltan de rama en rama. Se pierden en el bosque. Sus piulidos son breves. Cuando no tocan las ramas, vuelan con las patitas pegadas al vientre y no pían. Käthe tampoco sabe cómo se llaman.

Käthe hurga en la caja de pepinillos y saca uno puntiagudo. Lo muerde frunciendo la boca y escupe las mondas.

El sol cae detrás del cerro más alto. El cerro tiembla y devora la luz. Donde vivimos el sol se pone detrás del cementerio, le digo.

Käthe me dice, mientras se come un gran tomate: en la montaña oscurece más temprano que donde vivimos. Käthe pone su delgada mano blanca en mi rodilla. La camioneta tiembla entre la mano de Kaihe y mi rodilla. En la montaña el invierno también llega antes que donde vivimos, le digo.

La camioneta husmea con sus faros verdes la orilla del bosque. El helecho esparce sus tejidos de encaje en las tinieblas. Mi tía apoya la mejilla en el cristal y se duerme. El cigarrillo de papá brilla sobre el volante.

La noche devora las cajas en la camioneta, devora la verdura en las cajas. En medio de las montañas los tomates huelen más que en casa. Käthe ya no tiene brazos ni cara. Su cálida mano me acaricia la rodilla fría. La voz de Käthe está sentada a mi lado y me habla desde lejos. Me muerdo en silencio los labios para que la noche no me deje sin boca.

La camioneta se para en seco. Papá apaga los faros verdes, se apea y exclama: hemos llegado. La camioneta está frente a una gran casa iluminada por bombillas. El tejado es negro como el bosque. Mi tía cierra la portezuela y le entrega a papá un camisón de dormir. Con su índice curvo señala la oscuridad y dice: el pueblo queda allá arriba. Yo sigo la dirección que señala su índice y me topo con la luna.

Aquí está el molino de agua, dice Käthe. Papá se pone el camisón bajo el brazo y le entrega una llave a mi tía. Mi tía abre la puerta verde de la casa. Käthe dice: la vieja vive arriba, en la aldea, en casa de su hermana.

Mi tía desaparece tras una puerta negra. Es su habitación, dice papá. Él sube por la angosta escalera de madera y cierra tras de sí la trampilla. Käthe y yo nos acostamos en el vestíbulo, en una cama angosta bajo una ventanita negra con cortinas de encaje blanco. A través de la pared se filtra un rumor de agua. Käthe dice: es el arroyo.

El pelo de Käthe cruje en mi oído. Ante la ventanita negra está la luna suspendida entre las negras fauces de las nubes. Allí queda el pueblo.

Las piernas de Käthe se han hundido más que las mías. La cabeza de Käthe está más arriba que la mía. De la barriga de Käthe sale aire caliente. Bajo mi cuerpo pequeño y delgado cruje el saco de paja.

Detrás de la puerta negra rechina la cama. Detrás de la trampilla cruje el heno.

El aire caliente que sale de la barriga de Käthe huele a peras podridas. La respiración de Käthe murmura en sueños. De las cortinas de encaje blanco crecen macizos de flores húmedas con tallos rastreros y hojas serpenteantes.

Un chirrido cae escaleras abajo. Levanto la cabeza y la dejo caer de nuevo. Papá baja siguiendo el chirrido. Está descalzo. Con sus grandes dedos palpa la puerta negra. La puerta no chirría. Los dedos de los pies de papá crujen y el candado de la puerta negra se cierra tras él en silencio. Mi tía suelta una risita y dice: pies fríos. Papá hace chasquear los labios y dice: ratones y heno. La cama rechina. La almohada respira ruidosamente. La manta se encabalga en largas sacudidas. Mi tía gime. Papá jadea. La cama da breves sacudidas sobre su armazón.

Detrás de la casa balbucea el arroyo. El guijarro apremia, las piedras oprimen. La mano de Käthe se agita en sueños. Mi tía suelta una risita, papá susurra algo. Tras la ventana negra revolotea una hoja redonda.

El candado de la puerta negra chirría. Papá sube la angosta escalera descalzo, sin apoyar los talones. Lleva la camisa abierta. Su andar huele a peras podridas. La trampilla chirría y se cierra lentamente. Käthe gira la cabeza en sueños. Las piernas de papá rechinan en el heno.

El arroyo balbucea entre mis ojos: he hecho cosas deshonestas, he visto cosas deshonestas, he oído cosas deshonestas, he leído cosas deshonestas. Hundo las manos bajo la manta. Con los dedos dibujo serpentines en mis muslos. Sobre mi rodilla está nuestro pueblo. La barriga le tiembla a Käthe en sueños.

Los macizos de flores inclinan sus tallos blancos. La ventana negra tiene una grieta gris. De las nubes cuelgan montones de cordoncitos rojos. Los abetos reverdecen en la punta de sus ramas.

En la puerta negra aparece la cara desmadejada de mi tía. Bajo su camisón de dormir tiemblan dos melones. Mí tía dice algo sobre unas nubes rojas y el viento. Käthe bosteza abriendo su boca grande y colorada y levanta los brazos ante la ventanita. La trampilla gimotea. Papá baja la escalera angosta agachado. Tiene la cara mal afeitada y dice: ¿habéis dormido bien? Yo digo: sí. Käthe asiente con la cabeza. Mi tía se abotona la blusa. Entre los melones el botón resulta muy pequeño y se le sale del ojal. Mi tía mira a papá a la cara y repite su frase sobre el viento y las nubes rojas. Papá se apoya contra la escalera de madera y se peina. Del peine grasiento hace rodar un nido de pelo negro por la escalera. A las dos vendremos a buscaros, dice. Mi tía mira sonríendo la puerta verde y dice: Käthe ya sabe. La camioneta arranca. Mi tía se sienta junto a papá. Se peina con el peine grasiento. Tiene canas detrás de las orejas.

Miro los anchos tejados rojos. Käthe dice: allá arriba está el pueblo. Yo pregunto: ¿es grande? Käthe dice: pequeño y feo.

Me tumbo en la hierba. Käthe se sienta en una piedra junto al arroyo.

Veo los calzoncitos azules de Käthe con la mancha amarilla de peras podridas entre sus muslos. Käthe deja resbalar su falda entre las piernas. Käthe azota el agua bajo las piedras con un palo. Yo miro el agua y le pregunto: ¿eres ya una mujer? Käthe tira guijarros al agua y dice: sólo la que tiene un marido es una mujer. ¿Y tu madre, qué?, le pregunto partiendo una hoja de abedul con los dientes. Käthe deshoja una margarita y va diciendo: me quiere, no me quiere. Käthe arroja al agua el corazón amarillo de la margarita: pero mi madre tiene hijos, dice. La que no tiene marido, tampoco tiene hijos.

¿Dónde está él?, pregunto. Käthe deshoja un helecho: me ama, muerto, no me ama. Pregúntale a tu madre si no me crees. Me pongo a coger margaritas. La vieja Elli no tiene hijos, digo. Nunca ha tenido un marido, dice Käthe. De una pedrada aplasta una rana con manchas pardas. Elli es una solterona, dice Käthe. El pelo rojo se hereda. Yo miro el agua. Sus gallinas también son rojas, y sus conejos tienen ojos rojos, digo. De las margaritas salen pequeños insectos negros que corren por mi mano. Elli canta en el huerto por las tardes, digo. Käthe se para sobre un tocón y exclama: canta porque bebe. Las mujeres tienen que casarse para dejar de beber. ¿Y los hombres?, le pregunto. Beben porque son hombres, dice Käthe saltando sobre la hierba. Son hombres aunque no tengan mujer. ¿Y tu novio?, le pregunto. También bebe, porque todos beben, dice Käthe. ¿Y tú?, le pregunto. Käthe pone los ojos en blanco. Yo me casaré, dice. Lanzo una piedra al agua y digo: pues yo no bebo ni pienso casarme. Käthe se ríe: aún no, pero más tarde sí, todavía eres muy pequeño. ¿Y si no quiero?, digo. Käthe se pone a coger fresas salvajes. Ya querrás cuando seas grande, dice.

Tumbada en la hierba, Käthe come fresas salvajes. Tiene arena roja pegada entre los dientes. Sus piernas son largas y pálidas. La mancha en los calzoncitos de Käthe es húmeda y de color marrón oscuro. Käthe va tirando los tallitos vacíos de las fresas por encima de su cara y canta: y me lo traerá aquel al que amo como a nadie, y que me hace feliz. Y su lengua roja gira y acaba colgada de un hilo blanco en su cavidad bucal. Eso es lo que Elli canta en su huerto por las tardes, digo. Käthe cierra la boca. ¿Cómo sigue?, le pregunto. Käthe se arrodilla en la hierba y hace señas. La camioneta llega rodando desde los anchos tejados. Sobre ella traquetean las cajas vacías.

Papá se apea de la camioneta y cierra con llave la puerta verde de la casa. Mi tía se queda sentada junto al volante y cuenta dinero. Käthe y yo nos trepamos a la camioneta, que arranca en seguida. Käthe va sentada a mi lado, sobre una caja de pepinillos vacía.

La camioneta va deprisa. Veo cuan profundos son los bosques. Los pajarillos sin nombre revolotean sobre el camino. Las manchas de sombra de las lunas festonean la cara de Käthe. Sus labios tienen bordes cortantes y oscuros. Sus pestañas son espesas y puntiagudas como pinochas.

Por las aldeas no se ven hombres ni mujeres. Bajo los grandes árboles no hay niños desnudos. Entre los grandes árboles hay fruta marchita. Perros de pelaje hirsuto corren ladrando tras las ruedas.

Las colinas se diluyen en campos espaciosos. La llanura yace sobre su negro vientre. No sopla viento. Käthe dice: pronto llegaremos a casa. Va tirando de las ramas de acacia al pasar. Con sus manos blancas arranca las flores de los tallos y se queda sin cara. Su voz dice muy quedo: me ama, no me ama. Käthe mordisquea el tallo desnudo.

Detrás del campo se yergue un campanario gris: aquella es nuestra iglesia, dice Käthe. El pueblo es llano y negro y mudo. A la entrada del pueblo cuelga Jesús en la cruz. Tiene la cabeza inclinada y enseña las manos. Los dedos de sus pies son largos y descarnados. Käthe se santigua.

El estanque brilla negro y vacío. La gran serpiente come salvado y harina en el molino. El pueblo está vacío. La camioneta se detiene ante la iglesia. No veo el campanario. Veo las largas paredes gibosas detrás de los álamos.

Käthe se aleja con mi tía por la calle negra. La calle no tiene dirección. No veo el empedrado. Me siento junto a papá. El asiento aún guarda el calor de las piernas de mi tía y huele a peras podridas.

Papá conduce y conduce. Se pasa la mano por el pelo, se pasa la lengua por los labios. Papá conduce con las manos y los pies por el pueblo vacío.

Detrás de una ventana sin casa oscila una luz. Papá atraviesa la sombra del portón y entra en el patio. Estira el toldo sobre la camioneta.

Mamá está sentada al borde de la mesa, bajo la luz. Está zurciendo un calcetín de lana gris sin talón. La lana se desliza suavemente de su mano. Mamá clava la mirada en la americana de papá. Y sonríe. Su sonrisa es débil y renquea al borde de sus labios.

Papá empieza a contar unos billetes azules sobre la mesa. Diez mil, dice en voz alta. ¿Y mi hermana?, pregunta mamá. Papá dice: ya le he dado su parte. Y ocho mil son para el ingeniero. Mamá pregunta: ¿de aquí? Papá niega con la cabeza. Mamá coge el dinero con ambas manos y lo lleva al armario.

Estoy en mi cama. Mamá se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla. Sus labios son duros como sus dedos. ¿Cómo dormisteis allí?, me pegunta. Cierro los ojos: papá arriba, entre el heno, mi tía en su habitación y Käthe y yo en el vestíbulo, le digo. Mamá me da un besito en la frente. Sus ojos tienen un brillo frío. Da media vuelta y se marcha.

En la habitación, el tic-tac del reloj repite: he oído cosas indecentes. Mi cama está en la llanura, entre un río poco profundo y un bosque de hojas cansadas. Tras la pared de la habitación, la cama da breves sacudidas. Mamá gime. Papá jadea. Sobre la llanura cuelgan una infinidad de camas negras y peras podridas.

La piel de mamá es fláccida. Sus poros están vacíos. Las peras podridas vuelven a replegarse en la piel. El sueño es negro bajo los párpados.

En tierras bajas

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