Siri Hustvedt - Sobre la lectura

22 may 2019

Siri Hustvedt - Sobre la lectura

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Siri Hustvedt - Sobre la lectura


La lectura es la percepción a través de la traducción. Los signos inertes de un alfabeto se vuelven significados llenos de vida en la mente. Es realmente raro cuando piensas en ello y por eso no es sorprendente que el lenguaje escrito llegase mucho más tarde en nuestra historia evolutiva, mucho después del habla. Parece que leer y escribir, al igual que todas las actividades que hay que aprender, alteran nuestra organización cerebral. Existen estudios que demuestran que la gente que sabe leer y escribir procesa los fonemas de forma diferente que los analfabetos. El conocimiento del abecedario parece reforzar la capacidad de entender el lenguaje hablado como una serie de segmentos diferenciados. Antes de que mi hija aprendiese a leer, me preguntó en cierta ocasión algo que me resultó difícil de contestar. Señaló un espacio en blanco entre dos palabras en la página del libro que estábamos leyendo y dijo: «Mami, ¿qué significa esa nada?» No fue fácil explicarle el significado de ese espacio vacío. Mi hijita de tres años, que no sabía leer ni escribir, no entendía las secuencias y divisiones inherentes al lenguaje, que son más evidentes sobre la página que cuando se habla.

  Hay innumerables teorías sobre cómo funciona la lectura, ninguna de las cuales es completa puesto que no se conoce lo suficiente acerca de la neurofisiología de la interpretación de los signos, pero lo que sí se puede decir es que leer es una experiencia humana particular en la que una persona colabora con las palabras de otra, el escritor, y que los libros cobran literalmente vida gracias a la gente que los lee, pues leer es un acto de plasmación. El texto de Madame Bovary puede perdurar en francés para siempre, pero el texto está muerto y carece de sentido hasta que es leído por un ser humano que vive y respira.

  El acto de leer tiene lugar en un tiempo humano, en el tiempo del cuerpo, y participa de los ritmos corporales, de los latidos del corazón y de la respiración, del movimiento de nuestros ojos y de nuestros dedos que pasan las páginas, pero al leer no prestamos ninguna atención a todo eso. Cuando yo leo, recurro a mi capacidad de diálogo interior. Asumo las palabras escritas por el autor, quien, desde ese momento, se convierte en mi propio narrador interno, la voz dentro de mi cabeza. Esta nueva voz tiene sus propios ritmos y pausas que yo siento y adopto mientras leo. El texto se encuentra tanto fuera como dentro de mí. Si leo con espíritu crítico, entonces intervendrán mis propias palabras. Preguntaré, dudaré e inquiriré, pero no puedo ocupar ambos puestos al mismo tiempo. Una de dos, leo el libro o me detengo para reflexionar sobre él. La lectura es intersubjetiva: el escritor está ausente, pero sus palabras se vuelven parte de mi diálogo interior.

  A veces me descubro leyendo a medias. Mis ojos siguen las frases sobre el papel y reconozco las palabras, pero mi pensamiento está en otra parte, y de repente me doy cuenta de que he leído dos páginas pero que no las he asimilado. A veces leo por encima resúmenes de estudios científicos, hojeándolos a toda velocidad para saber si me interesa leer todo el artículo o no. Los poemas los leo despacio para que la música de las palabras reverbere dentro de mí. A veces leo una frase de algún filósofo una y otra vez, porque no entiendo su significado. Conozco todas las palabras de la frase, pero comprender cómo encajan unas con otras exige toda mi concentración y continuas relecturas. Los diferentes textos requieren estrategias distintas, que acaban por volverse automáticas.

  Tengo recuerdos vívidos de algunos libros que perduran en mi memoria. Las novelas suelen adoptar una forma pictórica. Veo bajar corriendo a Emma Bovary por una verde colina rumbo a la farmacia, con las mejillas encendidas, el pelo alborotado por el viento. La hierba verde, las mejillas, el pelo, el viento no están en el texto. Los puse yo. Normalmente la filosofía no me trae imágenes a la mente, sino palabras, aunque Kierkegaard, por ejemplo, me ha transmitido algunas imágenes puesto que es un filósofonovelista, un pensador-narrador. Veo a Victor Eremita, el editor que escribe bajo seudónimo de O lo uno o lo otro, con su hacha mientras destroza el mueble en el que se esconden dos manuscritos. Otros libros se me han borrado de la mente casi por completo. Recuerdo haber leído Una tumba para Boris Davidovich de Danilo Kiš, que me gustó mucho, pero no puedo mencionar ni un solo aspecto de la novela. ¿Adónde se ha ido? ¿Podría una simple asociación hacer que volviera a mi cabeza? Me acuerdo perfectamente del título, del autor y de mi sentimiento de admiración por el libro, pero eso es todo lo que recuerdo.

  Y sin embargo los recuerdos explícitos, aunque borrosos, son sólo una parte de la memoria. También están los recuerdos implícitos, que no pueden evocarse a voluntad pero que son, de todos modos, parte de nuestro conocimiento del mundo. Un ejemplo sencillo es el de la lectura misma, una técnica aprendida que realizo, pero no puedo recordar cómo la realizo. Los rigores del pasado, el esfuerzo de desentrañar las letras y los sonidos de las palabras, han desaparecido como procesos conscientes. Otro ejemplo de recuerdos subliminales es el de buscar un fragmento en particular de un libro. Saco el volumen del estante, muchas veces sin ninguna idea de dónde se encuentra el pasaje entre esos cientos de páginas. Por supuesto, no recuerdo la página, pero una vez que tengo el objeto entre las manos, soy capaz de ir directamente al párrafo que quiero. Es como si mis dedos lo recordasen. Ésa es una capacidad propioceptiva. La propiocepción es nuestra capacidad motosensorial para orientarnos en el espacio, nuestra capacidad para movernos entre sillas, esquivar obstáculos, coger una taza y recordar inconscientemente dónde se encuentra el fragmento crucial.

  Los científicos cognitivos suelen hablar de codificación, almacenamiento y recuperación refiriéndose a la memoria. Ésas son metáforas relacionadas con la informática que apenas se aproximan a la experiencia real de recordar y, además, yo diría que la distorsionan. En nuestro cerebro no tenemos ningún almacén donde acumular un material para luego hacer uso de él en su forma original. Los recuerdos no son fotografías ni películas documentales. Cambian con el paso del tiempo, se perciben de un modo activo y creativo y esto también se aplica a los libros que recordamos. Se van borrando con el tiempo y pueden incluso mutar. Otros dejan una huella indeleble. Por supuesto que los libros sólo están hechos de palabras, pero pueden recordarse en imágenes, sentimientos o con otras palabras. Y a veces recordamos sin saber que lo estamos haciendo. Esta idea no es nueva. En Las pasiones del alma (1649), Descartes sostenía que un episodio terrible sucedido durante la infancia podía perdurar dentro del individuo, a pesar de que éste no pudiese recordar el hecho. En su Monadología (1714), Leibniz desarrolló una idea de las percepciones inconscientes o insensibles de las que no tenemos conocimiento, pero que pueden influirnos de todos modos. Durante el siglo XIX y ya entrado el siglo XX, William Carpenter, Pierre Janet, William James y Sigmund Freud investigaron los recuerdos inconscientes, aunque los recuerdos relacionados con la lectura no figuran entre sus reflexiones.

  Hace poco volví a leer Middlemarch, de George Eliot. Ya la había leído tres veces, pero habían pasado muchos años desde la última vez. No había olvidado el amplio trazo de la novela ni sus personajes, pero no hubiera podido reproducir en detalle ninguno de sus múltiples argumentos. Sin embargo, volver a leer el libro desencadenó una serie de recuerdos específicos de lo que sucedería a continuación en dicho texto. Releer se convirtió en una forma de anticipación de la memoria, de recordar lo que había olvidado, antes de llegar al pasaje en cuestión. Esto sugiere que el reencuentro con algo saca a la luz lo que había sido enterrado. Lo implícito se vuelve explícito. Los científicos cognitivos utilizan una expresión a la que llaman «imprimación por repetición». A los sujetos que participan en el estudio no les dan a leer novelas de ochocientas páginas, sino varias tareas verbales, y mucho más adelante les hacen preguntas acerca de una lista de palabras y de otras cosas que no han visto previamente. Es evidente que, incluso sin ningún conocimiento consciente de su contacto previo con las palabras, los participantes en dichos estudios tienen recuerdos inconscientes y obtienen mejores resultados que si no les hubiesen preparado.

  Pero ninguna experiencia de lectura, incluso del mismo texto, es siempre la misma. Descubrí un tono irónico en Middlemarch que no había detectado anteriormente, sin duda gracias a que tengo más años, y eso va acompañado de una acumulación interna de muchos más libros que han alterado mis pensamientos y creado en mí un contexto de lectura más amplio. La obra es la misma, pero yo no. Y esto es decisivo. El lector es el que desata o refrena el libro. Cuando leemos volcamos en el texto nuestras historias, prejuicios, rencores, expectativas y limitaciones. Yo no entendí el humor de Kafka la primera vez que lo leí siendo una adolescente. Tuve que hacerme mayor para reírme con La metamorfosis. La angustia también puede llegar a bloquear el acceso a los libros. La primera vez que intenté leer el Ulises de Joyce tenía dieciocho años y llegué a angustiarme de tal forma por mi ignorancia que no pude avanzar más que unas pocas páginas. Un par de años después me dije para mis adentros que debía relajarme e intentar comprender sólo lo que estuviera a mi alcance y entonces la novela se convirtió en un vívido revoltijo de recuerdos emocionales, sensoriales y visuales que me son muy queridos.

  Algunos lectores leen un libro y desean que fuese distinto, más cercano a sus propias vidas e intereses. Los escritores tienen la suerte (y a veces la desgracia) de conocer a sus lectores, en persona o a través de críticas en periódicos o estudios de corte más académico. Un crítico literario que escribió sobre uno de mis libros, La mujer temblorosa o La historia de mis nervios (que trata de la ambigüedad de los diagnósticos y de cómo las enfermedades se enmarcan en disciplinas diferentes), estaba molesto porque no traté el tema del sufrimiento de quienes cuidan a los enfermos. Aquel asunto era tan ajeno a las cuestiones tratadas en el libro que no pude evitar preguntarme si no existiría algún motivo personal que justificara la irritación de aquel crítico. El periodista quería leer un libro sobre los cuidadores de enfermos y no sobre las personas aquejadas de una enfermedad. A veces los libros se entremezclan unos con otros en nuestra memoria. No hace mucho una amiga me contó que había vuelto a leer Trampa-22, ansiosa por releer su escena preferida. Nunca la encontró. Llegó a la conclusión de que se le habían mezclado dos libros en la cabeza. ¿Y el fragmento que tanto le gustaba? ¿A qué novela pertenecía? No pudo recordarlo.

  Es imprescindible estar abierto ante un libro, y estar abierto significa simplemente estar predispuesto a que la lectura te transforme. No es tan fácil como parece. Mucha gente lee para reafirmar sus propias ideas. Sólo leen lo relacionado con su campo de interés. Creen saber sobre qué va el libro antes de abrirlo o tienen unas normas que piensan que hay que seguir y reaccionan con consternación si se frustran sus predicciones. Hasta cierto punto, en eso consiste la naturaleza misma de la percepción. La repetición de una experiencia genera expectativas que conforman nuestra manera de percibir el mundo, incluidos los libros. En los últimos años se ha trabajado mucho sobre algo llamado «ceguera ante el cambio». La mayoría de estos experimentos implican escenas visuales en las que un gran número de personas es incapaz de notar los cambios significativos. Por ejemplo, en una película, tras un corte en la escena, dos vaqueros intercambian sus personajes. En la película Ese oscuro objeto del deseo, Luis Buñuel recurre a esta forma de expectativa arraigada: dos actrices de físicos muy diferentes representan el mismo papel, pero una buena parte del público no nota, hasta pasado un buen rato, que una y otra mujer no son la misma.

  La lectura presenta su particular forma de ceguera ante el cambio. Casi siempre elegimos libros de un género literario concreto (novelas policíacas, románticas, memorias, autobiografías) prejuzgando cómo será la obra. Y si no prestamos atención, podemos perdernos desviaciones esenciales en la forma que nos impidan reconocer lo que tenemos delante de nuestros ojos. De igual modo, las alabanzas o las fajas que se añaden a los libros anunciando algún premio predisponen a los lectores a pensar bien del libro que tienen delante. Recuerdo que cuando iba al instituto leí la poesía de Archibald MacLeish y no me gustó. Pensé que era culpa mía, puesto que aquel hombre había ganado todos los premios literarios que se pueden ganar en los Estados Unidos. Ahora sé que tenía razón a pesar de ser una adolescente. Y ahora tampoco me siento sola. La estrella de MacLeish se ha ido a pique.

  También me pasa que reconozco la inteligencia de un escritor o la fluidez y elegancia de su estilo, pero no me deja mucho más que eso. Esas obras parecen evaporarse casi de inmediato después de haberlas leído. Las experiencias de emociones intensas permanecen vivas en la mente; las de las emociones vagas, no. Creo que los grandes libros se distinguen por una urgencia en aquello que se narra, una necesidad que podemos sentir de forma visceral. Leer no es el mero acto cognitivo de descifrar signos; implica un baile de significados que provoca una resonancia más allá de lo puramente intelectual. Dostoievski es importante para mí y sé cuál es su lugar en la historia intelectual de Rusia. Puedo hablar de su biografía, de sus ideas, de su epilepsia, pero no es por eso por lo que me siento tan cercana a sus obras. Mi familiaridad con ellas es producto de mis experiencias durante su lectura. Cada vez que recuerdo Crimen y castigo, revivo mis sentimientos de pena, horror, desesperación y redención. La novela está viva dentro de mí.

  Pero los libros también pueden resurgir de las profundidades más abismales del pensamiento y aflorar a la luz del día sin que sepamos de dónde han salido. Sé que cuando escribo, implico en mi literatura aquellos libros que he leído. Incluso novelas ya olvidadas pueden desempeñar un papel en la generación inconsciente de mis propios textos. Cómo perduran las obras en nuestro interior después de haberlas leído es algo que no está nada claro y varía según las personas. La mayoría de nosotros no somos eruditos. Excepto algunos poemas o fragmentos que nos hemos aprendido de memoria expresamente, los libros que leemos no se nos quedan fijados en la memoria en su totalidad para que podamos recurrir a ellos como si fueran volúmenes que guardamos en una biblioteca. Los libros están conformados por las palabras y los espacios que deja el escritor sobre la página y que el lector reinventa mediante la expresión de su propia realidad, para bien o para mal. Cuanto más leo, más cambio. Cuanto más variada es mi lectura, más capaz soy de percibir el mundo desde miles de perspectivas distintas. En mí habitan las voces de otros, muchos de ellos muertos hace ya mucho tiempo. Los muertos hablan, gritan, susurran, se expresan a través de la música de su poesía y de su prosa. Leer es una forma creativa de escuchar que modifica al lector. Los libros se recuerdan conscientemente a través de imágenes y de palabras, pero también están presentes en los espacios extraños y cambiantes de nuestro inconsciente. Otros que, por lo que sea, no tienen la fuerza de cambiarnos la vida, suelen olvidarse por completo. Sin embargo, los que permanecen, pasan a formar parte de nosotros, parte de ese misterioso mecanismo de la mente humana capaz de convertir los pequeños símbolos escritos sobre una página en una vívida realidad.

En Vivir, pensar, mirar

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