John Berger - Ramo de flores en un vaso

13 may 2019

John Berger - Ramo de flores en un vaso

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John Berger - Ramo de flores en un vaso


Dije que no se iba a morir. Él sabía que sí. Cuando yo le dije que no, que no iba a morir, me miró como solía hacerlo: como si hubiera en mí algo misterioso y, al mismo tiempo, como si estuviera trastornado.

  Marcel rondaría los ochenta. Había tenido una vida dura y, como un tercio de ella, más o menos, feliz. Todos los años pasaba cuatro meses en el alpage con sus vacas. Un tercio de su vida a mil setecientos metros de altitud. Rodeado del metal de las montañas conoció un tipo de paz. Lo que yo, en mi locura, llamo felicidad.

  En la montaña tenía dos perros, unas cuarenta vacas y un toro. Le gustaba que subieran amigos a visitarlo y les pedía que le dieran noticias de abajo, de la vida en el pueblo. Les preguntaba como preguntaría uno sobre el último capítulo de una serie de la televisión.

  Su propia vida estaba arriba —haciendo los quesos e imponiendo un orden cotidiano preciso, aunque frágil, a la incesante corriente de días, noches, climas y estaciones que pasaban por el saliente donde estaba su chalet—. Un saliente cercano a las bolas de fuego de las tormentas y desde el que se veían los arcos iris desde arriba, como cuando uno se asoma a mirar bajo el arco del puente que está cruzando.

  Allá arriba, la cuestión de la soledad deja de plantearse pasado un tiempo, porque uno está desnudo. Desnudo toma uno conciencia de otro tipo de compañía. No sé por qué es así. Pero es un hecho. Marcel, por supuesto, no estaba físicamente desnudo. Muy al contrario, no se desnudaba ni para meterse en la cama. No obstante, tras una semana o dos en el alpage, el alma se desnuda, se quita la chaqueta, y uno deja de estar solo. Eso es lo que decían sus ojos.

  Aparte del alma, había un temor continuo a extraviar un animal. Sus perros reconocían el nombre de todas las vacas, pero, pese a todo, una vaca puede perderse con mucha facilidad o romperse una pata. Las leyes de la probabilidad cambian allá arriba. A veces, daba la impresión de que los pinos hubieran llegado caminando. Hay noches en las que la Vía Láctea parece tan cercana como un mosquitero. Y había madrugadas de agosto en las que los brazos de la carretilla con la que sacaba el estiércol del establo tenían una capa de escarcha.

  Las manos de Marcel eran ásperas, estaban llenas de grietas, tenían las articulaciones inflamadas y eran muy cálidas. Encallecidas y al mismo tiempo sensibles. Eran como ciertas palabras antiguas, hoy caídas en desuso.

  La última vez que lo vi fue cuando lo llevé en coche a su casa después de haber recibido juntos el Año Nuevo. Ya estaba esperando que llegara junio para subir sus vacas al alpage. Le dije que así sería. Y me miró, escéptico, como quien mira la pared de la montaña donde se produce el eco. Luego movió la cabeza.

  En junio pasado subí a la montaña de Marcel. No había vacas pastando, ni cencerros, ni perros, pero había muchas flores silvestres. Empecé a cortar algunas sin pensar en lo que hacía. A esa altitud los colores de las flores son más vívidos que los mismos colores en la llanura. Sobre la cumbre más cercana revoloteaban las chovas. Hacia el oeste conté veinte paracaidistas en el cielo. Las corrientes de aire ascendentes los suben mucho más alto que la cornisa desde la que se lanzan, y el lugar se ha hecho famoso entre los aficionados al parapente.

  Empujé la puerta del chalet vacío de Marcel. Dos habitaciones —cada una de ellas no más grande que los compartimentos de los vagones de tren—. Algo me impulsó a poner las flores que llevaba en la mano en un vaso. Lo llené con agua y lo dejé sobre la mesa donde al final del día solíamos tomarnos yo un café y él un cuenco de leche. No quería sentarme en el banquito ahora que él se había ido. De modo que me quedé de pie, y no me moví hasta que no oí dentro de mi cabeza sus gritos y sus denuestos detrás del sonido de los cencerros.

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