Podría haber llegado a ser un eximio pintor. En algún momento de su juventud, siendo maestro de idiomas en la décima prefectura de Hosa (idiomas que había aprendido solo, en un movimiento que reproducía los convólvulos secretos de su intimidad), había comenzado a pintar y a ofrecer sus cuadros en venta junto al sitio donde su madre vendía las semillas tostadas de sandía. Era ligeramente chocante, esa anciana desdentada agitando la cabeza en un temblor sonriente, y a su lado el despliegue de diez o veinte pequeños paisajes a la tinta. Se vendían rápido, casi en secreto, por cuanto costaban unos pocos centavos. Los entendidos vacilaron: podían ser soberbios pastiches de ciertos maestros antiguos poco difundidos, o bien los intentos de un futuro maestro.
En Una novela china
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