17 abr 2019
Paco Urondo - La lluvia y las víboras
Habían llegado a la noche, cuando ya era demasiado tarde para comer. A la mañana siguiente se especulaba con el pan: sirvieron el mate cocido y los dueños de los pedazos raídos, duros e insuficientes, los cambiaban por cigarrillos o dinero. Pero los mendrugos no alcanzaron a calmar el hambre que se hizo sentir con mayor violencia después de trabajar sin tregua toda la mañana y toda la tarde, bajo el sol fuerte, sin piedad.
Después de la siesta, algunos chacareros yugoslavos del pueblo vecino se arrimaron hasta el lugar para verlos casi desnudos acudir de un llamado a otro, de un trabajo a otro, ardiendo en el calor de diciembre. En sus caras rosadas nadie advirtió que apareciera algún intento de mueca solidaria, algún rudimento de comunicación.
Tampoco ellos hablaban, pero este silencio era impuesto por la autoridad del sol, la rudeza del trabajo, el sometimiento, el hambre. De tanto en tanto, una nube pesada les cubría los ojos, impidiéndoles ver de cerca, o levantar los brazos. Entonces, dejándose caer desde lo alto del puente que construían, intentaban reaccionar un poco con el agua, siempre más fresca que el aire.
Allí se quedaban, retozando un momento, hundiendo y sacando la cabeza. Peleando contra el agotamiento; contra el hambre y el sol, mientras la corriente del río Salado los arrastraba despacio. Luego, el que se había tirado buscando alivio, nadaba hasta la costa y salía del agua con el cuerpo lustroso por la sal. Entonces, trotando con los pies doloridos, eludiendo las espinas de la orilla, desandaba el trecho que el río le había hecho recorrer, volvía a ocupar resignado su puesto de trabajo.
El silbato, a veces, o la voz de mando, les hacía reaccionar del sopor y todos, convulsivamente, desalojaban el puente para formar a lo largo de la enorme viga de quebracho que yacía en la costa y que serviría como longrina en el próximo tramo. Venía entonces la muda desesperación de izarla hasta el pecho y, una vez allí, metérsele abajo con urgencia, y enderezar las piernas, empujando hacia arriba. Después, no les importaba que los huesos crujieran por el peso, sólo trataban de llegar hasta allí nomás, sobre el esqueleto inconcluso del puente, a unos veinte metros de la costa, donde había que dejar la viga, con infinita cautela, temerosos de aplastarse un pie o de sacarse un brazo. Luego se miraban los hombros, unos a otros; se limpiaban la sangre que había brotado, se soplaban como criaturas la carne despellejada, y volvían al trabajo.
Había llegado la noche anterior y no le importaban mayormente las heridas de los hombros, ni el calor, ni la humillación. Era el hambre lo que molestaba, lo que dolía. Un hambre dura que como una trompada interminable se alojaba en su estómago. Al mediodía, cuando sirvieron la comida, advirtió que de los doscientos hombres habían quedado unos veinticinco: eran los que llegaron con él, en la misma tanda, la noche anterior; seguramente los demás se fueron escapando: sólo quedaban ellos, los recién llegados, que desconocían la artimaña para fugarse y comer por allí, vaya a saber dónde. Solamente tenían imaginación para controlar los síntomas del hambre; urdidos por esas sensaciones voluptuosas, poco podían conjeturar.
Sin mirarse cayeron sobre los platos de lata y nadie pudo decir nada, como si rezaran, absortos frente al regodeo de una jauría de gusanos verdes y grandes como fideos, entre el guiso podrido y oloroso. Vaciaron los platos intactos en los matorrales cercanos al monte de espinillos y, silenciosos, se quedaron en la orilla, escuchando, sin atender, el ruido opaco del agua y algún silbido aislado de una que otra víbora.
Por la tarde, cuando se reinició el trabajo, trataron de averiguar con todo sigilo, para no ser descubiertos. Cuando alguien se les arrimaba, arriesgando el castigo, se escuchaba decir muy despacio, con los labios inmóviles y la mirada alerta: «¿Dónde estuvieron?». Hasta que llegaron a saber perfectamente cómo debían escaparse; dónde ir y encontrar comida; cómo llegar a esos lugares sin perderse; de qué manera ubicarlos.
Cuando dieron la orden de terminar con el trabajo, se tiraron al agua. Pero, alentados por la inminente posibilidad de comer, abreviaron el remojón y corrieron hasta las carpas y se vistieron, porque todavía la humedad era fresca por las noches.
Después cruzaron el río en un pontón gordo y pesado como un chancho que, en la orilla opuesta, se dejó amarrar mansamente a un sauce llorón. Caminaron entre los pajonales tomando todas las precauciones, para que nadie recibiera la furia y la venganza de una yarará que pudiera haber pisado el que lo precedía. Alguna víbora mordiendo sin atenuantes, defendiendo el sueño soberano del reptil; hueco y digestivo.
En el camino se fue enterando de esta técnica de caminar cruzados —nunca en línea—, como si fuera una formación de combate, hasta que llegaron a un rancho del que ya también le habían hablado en el trayecto. El lugar quedaba a unos mil metros del campamento, sobre la orilla opuesta, y a pocos pasos de una barranquita empinada sobre el río. Del agua saltaban algunos sábalos, algunos dientudos engatusados por el brillo de la luna, luciendo sobre el lomo los reflejos del universo. De lejos vio que la única habitación del rancho estaba iluminada por una vela medio corta. También por la claridad de la noche y por las brasas donde cinco o seis pescados se doraban despacio.
Les pareció poco y por eso dos o tres salieron a incursionar por las inmediaciones, buscando algún gallinero. Volvieron con unos huevos que dejaron caer suavemente en el agua que hervía en una olla grande y negra, serenamente suspendida sobre el fuego. Antes de que terminara esta operación, comentó el hombre: «¿No encontraron la gallina?»; fue lo primero y penúltimo que dijo. Nadie, por otra parte, contestó la pregunta socarrona del pescador y este, sin esperarla, fue hasta la parte posterior del rancho para volver, cargando una damajuana enorme. Al querer sacar el corcho con los dientes, este se deshizo; mientras hundía el tapón con el dedo y con rabia, como si lo quisiera ahogar, irrumpió la palabrota y esto fue lo último que dijo en toda la noche.
Nada sabían del hombre hasta ese momento; nada sabrían después, sólo que les daba de comer por unas chirolas. Al rato lo habían olvidado, no pensaban en él y comían en silencio, a conciencia. Tampoco pensaban en sus cosas: comían. El hombre era ya una sombra entre las sombras de un árbol y los miraba reír con el vino, chupando los huesos, saciados y alegres, hasta que hicieron silencio porque se sintió un silbido que imitaba el canto del crispín. Un pontón avanzaba hacia ellos tripulado por dos o tres compañeros que traían la noticia: como era sábado los dejaban ir hasta el pueblo cercano.
Apenas pudo escuchar «baile» y «Santo Domingo» y ya estaba embarcado con los otros, volviendo presurosamente, urgidos por iniciar una noche libre de órdenes, tal vez con mujeres, con algún abandono. En las carpas de la orilla opuesta, algunos rezagados se lustraban los borceguíes o atendían a otros requintes. Ellos también se peinaron esmeradamente, buscaron la camisa más presentable, se afeitaron, se limpiaron las uñas.
El pueblo, Santo Domingo, quedaba a unos cinco kilómetros, pero no los desanimaba la caminata: jóvenes y bien comidos, sólo querían un poco de tibieza de mujer, su olor que más no fuera. Uno sacó un frasquito de colonia y trataron de arrebatárselo; jugueteando terminaron por aplastarlo entre una cantimplora repleta de ginebra que colgaba de un cinto, y el tronco duro e impasible de un árbol.
Fue en ese momento cuando otro del grupo salió; muy pálido de la carpa y con los ojos demasiado abiertos: buscando cigarrillos entre la mochila, había manoteado, involuntariamente, una yarará. No lo había alcanzado a morder, pero lo mismo tenía la mano extendida y lejos del cuerpo, como si con ella hubiese tocado al diablo. Lo palmearon y le hicieron bromas para que se le pasara el susto, hasta que por fin reaccionó. Entonces todos, haciendo un poco de fuerza, empezaron a reírse. Tenían miedo, pero cuando empezó la caminata rumbo al pueblo, ya ni se acordaban del incidente.
Sin embargo el miedo, sin que nadie lo advirtiera, se iba guareciendo en algunos rincones de la memoria, hasta que fue un imperceptible temblor que vibraba en los nervios ahora prevenidos. Alguien propuso robar, por un rato, unos caballos y dejarlos de vuelta en el mismo potrero. Pero preferían ir cantando y perderse por algunos caminos de chacras. Así, pese a la sorda prevención e todos, anduvieron a la deriva, casi libres, y fueron a parar a distintos caminos, a desandar lo andado, a cortar por un campo arado que los agotó, a perderse, a guiarse por la luz de unas casas, suponiendo que eran las lejanas del pueblo.
Sin saber cómo aparecieron sobre un sembrado de camotes, próximo al caserío, justo en el momento en que el dueño regresaba con toda la familia. El chacarero los arrimó sin entusiasmo hasta un camino y les indicó cómo debían hacer para llegar al pueblo. En el poco tiempo que duró el viaje no hicieron otra cosa que mirar a las hijas, sentadas en el otro extremo del carro donde el padre les había ordenado, en idioma desconocido, que se corrieran; cuando alguien prendió un cigarrillo, o cuando la luna les dio de frente, se vieron brillar los ojos celestes y el pelo amarillo de las gringuitas.
Y volvieron a caminar, ya sin dilaciones, incluso un poco preocupados por todo el tiempo perdido, temerosos de llegar tarde. Sin saberlo seguían sometidos a lo que, podían suponer después, era una fatalidad. Algo —el miedo— que les había anulado la voluntad de descubrirla o derrotarla. Algo que se había impuesto, que había instaurado la indiferencia o el abandono, que había borrado todo vestigio de curiosidad.
Cuando llegaron, el baile estaba terminando. Se hacía en el hotel del pueblo y solamente quedaban algunos compañeros y los integrantes de una ruinosa compañía de teatro. Mujeres flacas y las miradas vigilantes y envilecidas de los hombres. Volvieron como habían llegado; un poco más borrachos y mojándose, porque ahora llovía. Después con tanta lluvia se anegarían las carpas, y no tendrían más remedio que sentarse sobre las mochilas y más tarde salir a la intemperie y ver si era posible salvar algo. «Arriba todo el mundo», ordenaron.
El río crecía con la tormenta y la lluvia; amenazaba arrastrar lo que, hasta ahora, se había construido de ese pueblo. De todas formas, los empeños por salvarlo serían inútiles, porque cuarenta horas después la corriente lo arrastraría. Nada sirve; todo esfuerzo, toda ilusión, se enreda en el sometimiento. Muchas veces lo había pensado, pero en ese momento, sin reflexionar, con el solo regreso de esa idea, decidió irse. Caminó entre los hombres que andaban de un lado a otro, empapándose como él bajo la lluvia; sin ningún destino, por una causa ajena. Hundiéndose en el barro peligrosamente resbaloso de la orilla, se sintió, de todas formas, un privilegiado. Podía ser dueño de su suerte, tenía una ventaja sobre los demás.
Cuando encontró un pontón y desenterró la amarra, vio que lo miraban. El sargento también se asustó, pero cuando pudo tomar conciencia de lo que pasaba, ya tenía la bayoneta hundida hasta el mango. Después de haberlo dejado listo para caer eternamente —mirando atónito la empuñadura que le brillaba en el pecho—, empujó la proa encajada en el barro y saltó a bordo.
Tuvo que hacer fuerza con el remo: la corriente era sólida. Finalmente pudo arrimarse sin quedar demasiado lejos del rancho donde habían comido en la víspera. A unos cien metros, se desplazaba otro pontón, pero el grupo que lo tripulaba saltó a tierra y, sin verlo, tomó otra dirección y desapareció finalmente junto al estribo del puente, probablemente con la intención de apuntalarlo. El hombre lo esperaba en la puerta de su rancho y, sin pedir explicaciones, se echó una bolsa vacía y sucia sobre la cabeza, y comenzó a caminar bajo la lluvia, haciéndole señas de que lo siguiera.
Caminaron hasta llegar a la ruta. Una vez allí, el hombre, sin saludarlo, se fue por donde había venido. Él se quedó esperando; conocía ese camino, por él pasaban camiones y ómnibus. Sin embargo, la impaciencia y el desaliento lo acorralaron: estaba solo, y era peligroso estar solo en estas circunstancias. Pero no tenía otra salida; así esperó, hasta que unos faros se acercaron.
El vehículo se detuvo lentamente y él, en un primer momento, no advirtió nada raro. Después sí, cuando se arrimó unos pasos y dijo algo, poniendo familiarmente la mano sobre el borde de la ventanilla y la linterna lo iluminó y pudo sentir claramente el inconfundible ruidito que se oye al sacar el seguro de una pistola. Entonces fue demasiado tarde, no hubo tiempo de nada; sólo de empezar a acordarse, mientras lo traían de vuelta en el camión. Acostumbrarse a vivir de recuerdos. No sería fácil olvidar que mañana tendría que empezar de nuevo a pelarse el hombro. A inventar argucias para alimentarse; a carecer con humillación. Sería difícil olvidar esa tormenta; la noche en vela, la carpa inundada, las ausencias, ese lugar lleno de bichos.
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