Albert Einstein - Un mensaje a los intelectuales

24 abr 2019

Albert Einstein - Un mensaje a los intelectuales

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Albert Einstein - Un mensaje a los intelectuales


Como intelectuales e investigadores de distintas nacionalidades, nos hallamos hoy enfrentados ante una profunda e histórica responsabilidad. Existen motivos que nos impulsan a estar agradecidos a nuestros colegas franceses y polacos, cuya iniciativa nos ha reunido aquí con un objetivo esencial: utilizar la influencia de los hombres sensatos para promover la paz y la seguridad en todo el mundo. Este es el antiguo problema mediante el cual Platón -uno de los primeros- luchó empeñosamente: aplicar la razón y la prudencia para lograr la solución de las dificultades del hombre en vez de apelar a los instintos atávicos y a las pasiones.

Una penosa experiencia nos enseña que el pensamiento racional no basta para resolver las cuestiones de nuestra vida social. La investigación y el trabajo científico serio han tenido a menudo trágicas proyecciones sobre la humanidad. Han producido, por una parte, los inventos que liberaron al hombre de un trabajo físico agotador y tornaron la vida más rica y fácil, mientras que, por otra parte, introducían una grave inquietud en la existencia, pues el hombre se convertía en esclavo de su ámbito tecnológico -y más catastrófico todavía- creaba los medios para su destrucción masiva. Sin duda nos hallamos frente a una tragedia de terrible alcance.

Por muy afligente que resulte este hecho es más trágico aún considerar que mientras la humanidad ha producido muchos investigadores de genio en el campo de la ciencia y la tecnología, sin embargo no hemos sido capaces de hallar soluciones adecuadas para los innumerables conflictos políticos y tensiones económicas que nos abruman. Por cierto el antagonismo de intereses económicos dentro y entre las naciones es en gran medida responsable de la situación peligrosa y amenazante que vive el mundo de nuestros días. El hombre no ha conseguido desarrollar formas de organización política y económica que garanticen la coexistencia pacífica de las naciones del mundo. No ha logrado edificar un sistema que elimine la posibilidad de la guerra y que rechace para siempre los criminales instrumentos de destrucción masiva.

Sumergidos como estamos en el trágico destino que nos ha llevado a colaborar en la elaboración de métodos de aniquilación más horribles y más eficaces cada vez, los científicos debemos considerar que nuestra solemne y esencial obligación es hacer cuanto esté a nuestro
alcance para impedir que esas armas sean utilizadas con la brutal finalidad para la que fueron inventadas. ¿Qué otra cosa podría ser más importante para nosotros? ¿Qué otro propósito social podría sernos más deseable? Debido a estas circunstancias este Congreso tiene ante sí una misión vital. Estamos aquí para brindarnos mutuos consejos. Hay que construir puentes espirituales y científicos que sirvan de enlace entre las naciones del mundo. Debemos superar los tremendos obstáculos de las fronteras nacionales.

Dentro de las instituciones menores de la vida comunitaria el hombre ha realizado algunos progresos en el intento de terminar con las soberanías antisociales. Esto es cierto en cuanto a la vida dentro de las ciudades, y en determinada manera, también de la sociedad dentro de los estados individuales. En esas comunidades la tradición y la educación han tenido una influencia moderadora y han contribuido al surgimiento de relaciones de tolerancia entre los pueblos que viven dentro de esos confines. Sin embargo en las relaciones entre estados independientes todavía se impone la anarquía. No creo que durante los últimos mil años hayamos logrado algún progreso verdadero en ese terreno. Los conflictos entre las naciones aún se resuelven, con mucha frecuencia, mediante el poder brutal, a través de la guerra. El deseo incontrolado de un poderío siempre mayor se ha convertido en un elemento activo y agresivo cada vez que se ha presentado la posibilidad de que sea así.

Durante el transcurso de los siglos este estado de anarquía en los problemas internacionales ha ocasionado sufrimientos y destrozos indescriptibles; siempre se ha impedido el desarrollo del hombre, de su espíritu y de su bienestar. En ocasiones se ha llegado casi al aniquilamiento
de países enteros.

Por otra parte, las naciones alimentan el designio de estar siempre preparadas para la guerra y esto añade nuevas repercusiones sobre la vida de los hombres. El poder de cada Estado sobre sus ciudadanos ha crecido sin pausa en los últimos siglos, tanto en los países en los que el poder estatal se ejerce con sensatez como en los que se utiliza para una tiranización brutal de la ciudadanía. La función estatal de mantener relaciones pacíficas y ordenadas entre los ciudadanos se ha convertido en un proceso cada vez más completo a causa de la concentración y centralización del moderno aparato industrial. A fin de proteger a sus ciudadanos de ataques externos, el Estado moderno necesita ejércitos cada vez más poderosos. Además, el Estado estima imprescindible educar a sus ciudadanos para la posibilidad de una guerra: una "educación" que no sólo corrompe el alma y el espíritu de los jóvenes, sino que también afecta la mentalidad de los adultos. Ningún país puede evitar esta corrupción que infecta a la ciudadanía hasta en países en los que no se profesan abiertas tendencias agresivas. Así el Estado se ha convertido en un ídolo moderno a cuyo poder de sugestión sólo pueden escapar algunos pocos hombres.

La educación para la guerra es un engaño, en efecto. El desarrollo tecnológico de los últimos años ha creado una situación militar por completo nueva. Se han inventado terribles armas, capaces de destruir en pocos segundos importantes masas de seres humanos y enormes áreas de territorio. Puesto que la ciencia no ha hallado todavía una protección adecuada, el Estado moderno ya no está en condiciones de brindar la seguridad necesaria a sus ciudadanos.

¿Cómo nos salvaremos, pues?

La humanidad sólo estará protegida del riesgo de una destrucción inimaginable y de una desenfrenada aniquilación si un organismo supranacional tiene el poder de producir y poseer esas armas. No puede pensarse, empero, que en los momentos actuales las naciones otorgarían dicho poder a un organismo supranacional, a menos que éste tuviera el derecho legal y el deber de resolver todos los conflictos que en el pasado han dado origen a la guerra. Las funciones de los estados individuales quedarán limitadas a sus problemas internos, digamos; en sus relaciones con los estados restantes sólo se ocuparán de proyectos y cuestiones que de ningún modo puedan conducir a provocar situaciones de peligro para la seguridad internacional.

Por desgracia no hay indicios de que los gobiernos hayan llegado a comprender que en las condiciones en que se encuentra la humanidad urge que se adopten las medidas revolucionarias ante tan apremiante necesidad. Nuestra situación no se puede comparar con ninguna otra del pasado. Por tanto resulta imposible aplicar métodos y medidas que en otro tiempo hubieran sido eficaces. Debemos revolucionar nuestro pensamiento, nuestras acciones y hemos de tener el valor de revolucionar las relaciones entre los países del mundo. Las soluciones de ayer carecen hoy de vigencia, y sin duda estarán fuera de lugar mañana.

Llevar esta convicción a todos los hombres del mundo es lo más importante y significativo que los intelectuales hayan tenido jamás que afrontar. ¿Tendrán el coraje indispensable para superar, hasta donde sea preciso, los resabios nacionalistas con el fin de inducir a los pueblos del mundo a cambiar sus arraigadas tradiciones de la manera más radical posible?

Es necesario realizar un supremo esfuerzo. Si ahora fracasamos la organización supranacional será erigida más adelante, pero entonces se levantará sobre las ruinas de una gran parte del mundo hoy existente. Conservamos la esperanza de que la abolición de la actual anarquía internacional no deba pagarse con una catástrofe general, cuyas dimensiones quizá nadie pueda imaginar. El tiempo es inexorablemente breve. Si deseamos hacer algo debe ser ahora.

(1948)


En Mis creencias

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